La exposición de niñas y niños en épocas de multiplicación de pantallas
En este trabajo, Magali Besson se cuestiona acerca de la sobreexposición de niñas y niños en los medios y en las redes sociales, sobre todo en situaciones en las cuales se los coloca en una posición propia de la adultez. La autora plantea que la naturalización de la simetría podría conducirnos más que a una democratización que autorice la palabra del niñx a una situación de abuso generalizado de las infancias.
por Magali Besson*
No es nueva la circulación social de los niños en medios que los exponen como pequeños adultos. El programa Agrandadytos en los años 90 fue una muestra de esta estrategia mediática que mezcló diversión, admiración y algo de burla. “Un adulto supuestamente perplejo frente a un niño que hipotéticamente comprendía aquello que decía” fue la fórmula que hizo que ya no se hablara solo de una infancia que baila, canta o responde preguntas; infancia más propia de los años 70 con un Claudio Maria Domínguez ídolo del certamen televisado Odol pregunta. En Agrandadytos, en cambio, el niño explicaba, contaba de qué iban las cosas de la vida. “Parecen adultos en miniatura” era la expresión general acerca de estos pequeños agrandados que actuaban como pares adultos en una puesta en escena cuya dosis de morbo aseguraba la ganancia de rating.
Como ya dijimos, corrían los años 90 y el show de los niños no podía faltar en la espectacularización de la degradada cultura del circo sin pan menemista y esta vez no era para hablar de mitología como en Odol pregunta sino para hablar de novios y “hermanos cuidas” a los 4 años (episodio de Agrandadytos).
A 25 años de aquella publicitación de los niños como pequeños adultos hoy asistimos a fenómenos derivados de lo que condensa la caída del “horario de protección al menor” como símbolo de otras caídas: hay niños que han visto la serie “El juego del calamar” junto a sus padres mientras otros tienen liberado o con escasa supervisión lo que consumen en el celular (ya sea en youtube o en las redes sociales). Las y los niños están quedando expuestos al encuentro con contenidos que no pueden metabolizar psíquicamente padeciendo las consecuencias de este exceso: con ansiedad, angustia, compulsiones y la pérdida de la chance de vivir su infancia como un momento de la vida en el cual se edifican los fundamentos de un sujeto psíquico capaz de intervenir de forma creadora en la realidad (primero con el jugar y luego con acciones con consecuencias reales en el entorno).
Más de una exposición.
A este fenómeno del consumo indiferenciado de mercancías audiovisuales entre adultos y niños se suma algo más: desde la aparición del teléfono inteligente hasta nuestros días es notable el incremento de la exposición de los mismos niños en las redes.
Claro que las formas de esta exposición son variadas. Hay niños grabados o que se graban a sí mismos haciendo lo mismo que harían detrás de la cámara y despreocupados por “el público”. Sin embargo, cada vez son más los niños exhibidos en su capacidad de ser como adultos, preocupados por decir algo certero y con relativa o clara conciencia del alcance viralizador de la red y del código de los likes. ¿Qué diferencia guarda esta circulación por el ágora virtual de aquella otra de la tele? ¿Será que a la última solo acceden unos pocos mientras que la internet es el puente para que todos sientan que sus hijos pueden ser “niños show”’? ¿Qué deja en pie de la infancia esa infancia mostrada cuando la misma no equivale al registro de la vida infantil sino cuando el niño es instrumentado en un dispositivo diseñado desde fines adultos?
Niños “en situación de paridad” con adultos donde los infantes recitan consignas de teorías complejas. Una niña que con 6 años es grabada hablando de la IVE cuando la misma ESI dispone el tratamiento de sus contenidos desde otros tópicos para esta edad y un niño “Influencer del autismo” nos hacen situar una caída de la asimetría entre niños y adultos que estaría basada en al menos dos circunstancias:
la de una oferta dirigida a los niños de ciertos contenidos portadores de mensajes aun ininteligibles para un sujeto que por su corta edad y su modo de relación con la sexualidad (diversa a la del adulto) no podrían comprenderlos y
la de una exposición desregulada del niño a la opinión pública, lo que implicaría una acción contraría al cuidado que consideramos imprescindible en función de la fragilidad y la dependencia constitutivas de la infancia. Más precisamente, en las redes todos pueden opinar sobre el niño y el mismo niño tener acceso a lo que se dice sobre él en tanto que producto expuesto en la red virtual.
Con todo esto tampoco estamos diciendo que hubo un tiempo que fue hermoso y fuimos libres de verdad. La infancia siempre estuvo más o menos indefensa frente a la desmesura de los adultos en instituciones y dentro de las familias, pero ¿qué nos plantea este fenómeno de una promoción intensa y extensa desde las redes de los niños show, de los “niños mostrables"? y ¿qué impactos registramos en los lazos de estas divulgaciones virtuales por fuera de las pantallas?
Las mostraciones en las redes parecen reforzar escenas cotidianas que buscarían el brillo del show. Tanto las niñas que van maquilladas a la escuela en busca de novio en los primeros años de primaria donde proliferan los festejos de cumpleaños infantiles en spas hasta los niños presionados a ser campeones en cuanto deporte practiquen responden a la ecuación que reza: “para pertenecer hay que mostrarse” y dedicar tiempo y energía para tener qué mostrar. A estos clásicos remosados del reparto de género mencionados sumamos entonces la exposición en redes de los nuevos niños intelectualmente destacables. Pocas cosas parecen ser más tentadoras para el mercado que la fascinación que genera la conjunción entre el discurso adulto y la frescura infantil que en los casos mencionados y en otros es instrumentalizada para su usufructo por parte de los adultos en busca de autodifusión o de algunos otros fines. ¿Por qué estos adultos necesitarán que los niños digan por ellos?
Volver a las fuentes pero sin renegar de la historia.
Freud definió el período de latencia como el momento de la constitución psíquica en el cual la represión se ha instalado para permitir que la energía sexual logre sublimarse y ponerse al servicio de los aprendizajes, los juegos y sobre todo de la consolidación de una posición ética que habilite la convivencia con los semejantes en clave de respeto por las diferencias y en un marco de legalidades compartidas. La latencia, como tiempo de espera es efecto de que la sexualidad genital, pero también el universo erótico más amplio de la sexualidad adulta no tome el centro de la escena infantil pudiendo en todo caso ser para los niños más fuente de enigmas que de capturas que los dejen forzados a poner su voz a contenidos incomprensibles y, en consecuencia, a retirar energía de los objetos del universo infantil más acordes a su momento de relación con la sexualidad.
Del lado de los adultos la latencia implicaría a su vez que nosotros podamos esperar y sostener a los niños; en sus tiempos, en su capacidad específica de comprensión, en sus desbordes como respuestas a la hostilidad de una cultura que deprime o pone maníacos a sus padres. Una cultura con mandatos de éxito orientados más a asegurar las pertenencias y el status que las provisiones y regulaciones necesarias para que el juego y el descanso puedan tener su espacio.
Hace 24 años Ignacio Lewkowitz y Cristina Corea escribieron “¿Se acabó la infancia? Ensayo sobre la destitución de la niñez”. En aquel libro, destacable por su investigación histórica y semiológica, los autores hicieron uso de su lucidez para precisar un diagnóstico tan certero como alarmante: la proliferación de una simetría entre adultos y niños respecto del acceso a la información y al ejercicio de la opinión pública fundamentaría la declinación de la institución moderna llamada Infancia. Institución hija de la demarcación de dos tipos de responsabilidades: la de los adultos que asumen las tareas de criar y de educar y la de los niños que deberían identificarse a las pautas culturales que los convertirán en los ciudadanos del futuro. La modernidad plantea apuestas y costos, renuncias y promesas de futuro. La época de publicación del libro mencionado fue una época de arrasamientos económicos y culturales, de desmantelamiento estatal y de condiciones muy difíciles para las prácticas de cuidados con perspectiva de trascendencia. La desesperación se expandía, no menos que la desesperanza, ofreciendo un panorama que en parte hoy parece retornar. Sin embargo, aun en aquel clima había resistencias y producción cotidiana de pensamiento crítico. Quizás por esto mismo, en ocasión del lanzamiento de este material no faltaron las discusiones. Puntualmente en una con cita en la ciudad de Rosario, algunos analistas de niños alertaron respecto de los alcances de la sentencia “se acabó la infancia” señalando que alentar la representación de “un niño que puede saber como un adulto” abona el terreno para las más terribles simetrías, incluídas aquellas que nos permitirían localizar un exceso ofensivo hacia los niños. Estos psicoanalistas entendían que aunque dicha simetría no lograra realizarse en sentido estricto (por diferencias psíquicas entre adultos y niños) sí aseguraban que los abusos de todo tipo podrían (aun involuntariamente) ser legitimados si no construimos una contraofensiva crítica a la destitución diagnosticada.
En resumen, y esto dicho hoy, tanta naturalización de la simetría podría conducirnos más que a una democratización que autorice la palabra del niño a una situación de abuso generalizado de las infancias. Esta tesis hunde sus raíces en aquel debate que hoy se ve revitalizado en circunstancias de nuevos arrasamientos, de normalización de la crueldad, de instrumentación de los niños que siendo explotados luego explotan, de grandes que no pueden resignar nada “porque perder es envejecer” y desde allí disponen a los chicos como prematuros jóvenes en los cuales proyectar sus verdades. El debate estará dado entonces entre asumir como dada e inmodificable la caída de la infancia y una posición de resistencia que no recaiga en la renegación de una realidad compleja de asumir y de transformar. Una realidad en la cual el mandato a ser mercancía tiene a los niños como uno de sus principales objetivos.
Delimitar qué de lo declinado de la infancia moderna es materia negociable y qué no quizás sea parte del balance crítico que nos toca.
Al menos si la decisión es continuar hablando de niños, de adultos y de futuro.
* Magali Besson
Docente de la RISAM Comunitaria Rosario y de la cátedra de Ps. de la infancia de la UNR
Coordinadora del Laboratorio de investigación en psicoanálisis “Partir de la clínica”.
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