Cuando uno lee por primera vez El porvenir de una ilusión, que Freud escribió hace casi un siglo, con buenas razones supone que hay allí una pregunta sobre el destino de las ilusiones, por ejemplo, la religiosa. Sin embargo, si uno realiza una segunda lectura, encuentra que el texto plantea un problema más fundamental: ¿Cuáles son las condiciones para sostener la ilusión de un porvenir?
por Sebastián Plut*
Hoy, en Argentina, esa es una pregunta crucial por diversos motivos. Entre ellos, la situación económica (inflación, pobreza, desempleo) es más que alarmante. El hambre aumenta, los despidos suman cada día cifras mayores y el desamparo que vive la sociedad no encuentra muchos precedentes en nuestra historia. Por otro lado, el gobierno está decidido a avanzar en esa misma dirección, profundizando la debacle, bajo una combinación de irracionalidad, ignorancia, egoísmo y violencia.
Desde luego, si pretendemos no solo responder nuestra pregunta (¿cuáles son las condiciones para que podamos sostener la ilusión de un porvenir?) sino, y sobre todo, efectivamente tener dicha ilusión, debemos identificar algunas razones adicionales de nuestra actual inermidad. Agreguemos, entonces, el desconcierto y el desánimo que nos provoca el significativo nivel de adhesión que aún conserva el gobierno, la desorientación y fragmentación en la que parece estar la oposición y, posiblemente, la ineficacia de un conjunto de prácticas y conceptos de nuestra cosmovisión política, al menos, para responder a un gobierno cuyas manifestaciones y decisiones resultan inéditas.
Freud advierte que la pregunta que nos formulamos se encuentra con tres factores que pueden nublar nuestras intelecciones: cada uno solo conoce una parcialidad, dependemos de nuestras expectativas subjetivas y, por último, ante el presente siempre somos ingenuos.
Por ejemplo, pese a que el gobierno todavía no cumplió sus primeros 100 días, diferentes analistas políticos y dirigentes hace algunas semanas anticipan que en no más de dos meses caería por su propio peso. Aunque nadie puede ratificar o rectificar esa predicción, tal vez debamos considerar que se trata de un pronóstico optimista.
Dicho de otro modo, y asumiendo las advertencias freudianas, el hambre y las críticas de la política quizá no resulten suficientes ante un escenario novedoso en nuestra vida democrática.
Las políticas de Estado, con su marco normativo y legal, con sus regulaciones y sus programas, cumplen dos objetivos generales para garantizar la convivencia social: la protección de los ciudadanos y la prohibición de ciertas prácticas. El gobierno de Javier Milei, pues, se muestra resuelto a abandonar el primero de tales objetivos y a pervertir el segundo.
Ejemplo de lo primero, entre tantos otros, es la suspensión o anulación en la entrega de alimentos y medicamentos. En cuanto a lo que sucede con la prohibición de ciertas prácticas, queda tergiversada, por ejemplo, por la violencia verbal del presidente y otros funcionarios, así como también por la criminalización de la protesta social.
Que el estilo y las decisiones de Milei exhiban rasgos sin precedentes no impide reconocer algunas líneas de su genealogía, por ejemplo, en las sucesivas dictaduras que sufrimos en nuestra historia. Recordemos, por caso, el lema Achicar el Estado es agrandar la Nación, de los años de Martínez de Hoz.
Sin embargo, ahora quiero subrayar uno de esos hilos de Ariadna que explica cómo se intensificó hasta el presente un camino iniciado en la década del ’90.
Durante el menemismo se instaló la figura del ñoqui, es decir, la descalificación del empleado público, al tiempo que se privatizaban las empresas del Estado. El objeto de desprecio, entonces, se localizaba en una porción de los trabajadores que presuntamente no cumplían adecuadamente sus funciones. Posteriormente, durante el macrismo se acentuó el descrédito a partir de establecer su discurso republicano en contraposición a la supuesta corrupción estatal. Ellos, entonces, no se oponían al Estado sino que habían venido a purificarlo de los curros. Ya no atacaron a trabajadores sino a un grupo político. Por último, Milei amplificó el espacio en el que ubica a su enemigo y, ahora, ya es todo el Estado en sí mismo una organización criminal (que, curiosamente, él preside).
Lo expuesto hasta aquí reúne diferentes problemas a los que debemos prestar atención si buscamos pensar cómo responder en las actuales circunstancias, si deseamos sostener la ilusión de que nos aguarda un porvenir.
En primer lugar, es necesario comprender cómo influyen en la subjetividad, cómo la moldean, la inflación y el desempleo. En efecto, la realidad material (el empobrecimiento económico) no necesariamente se corresponde con una reacción que tienda a su reversión. En todo caso, la vivencia de falta de horizonte y la imposibilidad de imaginar un futuro propio y para los hijos, etc., trastocan la relación de los sujetos con el futuro y con el sentimiento de injusticia.
Por otro lado, si bien ya en el gobierno se pusieron de manifiesto algunas mentiras que Milei dijo durante la campaña, por ejemplo, que el ajuste lo pagaría la casta, es más que cierto que, por un lado, esa propuesta resultaba claramente absurda y, a su vez, él mismo anunció nítidamente su programa empobrecedor.
La sorprendente y dolorosa realidad, entonces, es que gran parte de la población votó la destrucción, al punto que hoy somos testigos de cómo celebran el ataque a la cultura, cómo aplauden los despidos y el cierre de diversos organismos y cómo desprecian las políticas públicas en ciencia, educación, etc.
Es frecuente que en su discurso cada gobierno jerarquice ciertos significantes. De este modo, mientras un grupo político subraya términos como justicia social, pueblo, trabajadores, etc., otro grupo destaca la república o la independencia de poderes, entre otros. Desde luego, estos son significantes que, en los hechos, pueden utilizarse para expresar o encubrir diferentes decisiones.
Resulta notable, entonces, lo que sucede con el discurso de Javier Milei y de muchos de sus funcionarios. Por un lado, es impactante cómo recurre a la procacidad, al uso de un lenguaje insultante y degradado (sorete, meados, chorros, descripciones de violencia sexual, etc.), inédito en boca de un presidente. Por otro lado, y esto cobra especial importancia para pensar estrategias de oposición, Milei no solo opera por medio de significantes antes no utilizados, sino que también invierte los significados. Esto es, nunca antes un gobierno hizo gala de lo que siempre había sido cuestionado: que el Estado es malo sí o sí en toda su extensión, que los despidos son positivos, que la cultura lava cerebros, que la justicia social es una aberración, que es bueno que las empresas quiebren, que la salud pública o los impuestos son un robo, etc.
Si el macrismo entronizó la meritocracia, La Libertad Avanza hizo del individualismo una bandera que contagió de manera dramática a parte de la sociedad. Con frases como “si te querés matar, matate, pero no me hagas pagar la cuenta a mí”, Milei convenció a sus seguidores de que nadie debe hacer nada por el otro, que la indiferencia y el egoísmo con el otro es el ideal de sociedad. Para el presidente, si algo no es de interés para el mercado, significa que no es socialmente deseable.
Volvamos, entonces, al texto de Freud. Una de las preguntas que se formula es porqué los sujetos abominan de las normas que regulan la convivencia (que incluyen la distribución de los bienes, la denegación de la hostilidad y la preservación de la cultura).
De allí sigue una de sus afirmaciones más grávidas, una suerte de paradoja: “Es notable que, teniendo tan escasas posibilidades de existir aislados, los seres humanos sientan como gravosa opresión los sacrificios a que los insta la cultura a fin de permitir una convivencia”. Es decir, pese a que el individualismo resulta mortífero, tantos ciudadanos festejan su primacía.
Ya me referí a las dos funciones que debe cumplir el Estado (protección y prohibición) y cómo Milei pretende suprimir una de ellas y violenta el ejercicio de la segunda. ¿Cuál es, entonces, el destino de un pueblo empobrecido y reprimido?
En una de las frases más conocidas del libro que citamos, Freud dice: “Huelga decir que una cultura que deja insatisfechos a un número tan grande de sus miembros y los empuja a la revuelta no tiene perspectivas de conservarse ni lo merece”.
Claro que es imperioso advertir que el desenlace que presagia nuestro maestro debe dimensionarse sin optimismos. En primer lugar, pues nunca sabemos cuál es el grado de insatisfacción, es decir, de deterioro de las condiciones de existencia, que deberá suceder para que surja una revuelta. Luego, y sobre todo, que ese destino no supone necesariamente una reconstitución cultural, ya que una revuelta también puede desarrollarse con una orientación que acentúe la destrucción.
En paralelo con lo que recién describimos, y ya mencioné algo previamente, se encuentra el problema del desprecio. En efecto, es notable la jerga despectiva que usan Milei y los libertarios, que también incluye la autodenigración. De hecho, son recurrentes expresiones como “este es un país de mierda”, así como la desvalorización de todo lo que esté ligado con lo propio. Cabe agregar que Elías Canetti (Masa y poder), en su análisis del nazismo, indagó los nexos entre los procesos inflacionarios y los sentimientos de humillación que padece un pueblo. Específicamente, sostuvo que cuando la propia moneda vale cada vez menos, eso se traduce en un correlativo sentimiento de inferioridad y que uno de los desenlaces es depositar ese sentimiento en algún grupo (los judíos, los empleados públicos, los populistas, etc.).
Por su parte, Freud planteó la significativa relación entre los logros culturales de un pueblo y la construcción de ideales. Por un lado, afirmó que tales ideales colectivos operan como compensación sustitutiva ante la renuncia pulsional que exige la convivencia (renuncias al egoísmo y a la hostilidad). Por otro lado, se preguntó qué ocurre si una cultura no es capaz de ciertos logros que, luego, alimenten la producción de ideales comunitarios. Sin embargo, hay un tercer problema relevante: ¿qué conflictos aparecen si un número importante de miembros no es capaz de valorar los logros de su propia cultura? Es decir, si pese a las creaciones culturales de un pueblo, éstas no decantan como ideales.
La ilusión de un porvenir
Hemos hecho una caracterización parcial de Milei y de su gobierno, y también apuntamos algunos efectos que se hacen visibles en sus votantes y en los opositores. Si nuestra pregunta de inicio fue cómo pensar y sostener la ilusión de que tendremos un porvenir, el interrogante que resulta de lo expuesto es si alcanza con la respuesta convencional. Con esta nos referimos a reducir las acciones a la discusión, por ejemplo, sobre el modelo económico (pago de la deuda, impuestos, coparticipación, etc.). En efecto, ¿si quienes adhieren a Milei, votaron y aplauden cada paso de la destructividad, es suficiente un debate de ideas? ¿No es pertinente, además, que repensemos cómo se construye una subjetividad no individualista ni autodestructiva?
Freud, de hecho, al tratar asuntos parcialmente similares, indicó dos variables que deben ser consideradas: la voluntad y el pensamiento. Precisamente, en la autodestrucción, inducida por la violencia, la irracionalidad y la ignorancia del discurso gobernante, se revela el creciente desánimo en la sociedad y la degradación de toda argumentación.
En suma, intuyo que debemos darles cabida a estos problemas si deseamos neutralizar la intensa campaña que abusa de la acusación sobre “vivir del Estado” para que, finalmente, no debamos “morir del Estado”.
* Doctor en Psicología. Psicoanalista.
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