La pandemia como acontecimiento extraordinario, visibiliza lo que el neoliberalismo naturaliza. Podrá ser tanto justificación de nuevos ajustes, como oportunidad de otras formas de vida. Dependerá de nosotros.
En un grupo de intercambio sobre políticas de subjetivación se generó un interesante intercambio. La temática central abordaba los diferentes modos de pensar la pandemia con la significativa incertidumbre que implica. Sobre todo por qué el aislamiento social es una de las principales herramientas para cuidarnos. Pero ese aislamiento de ningún modo puede ser interpretado como desconexión. Es un aislamiento que necesita de un profundo proceso de conexión con los otros para que el cuidado funcione como tal.
El miedo o el individualismo fogoneado por el poder económico pueden llevar a que entendamos el aislamiento como desconexión. Pero es la conexión con los otros, amigos, compañeros, vecinos, familiares, lo que nos permite la construcción de redes solidarias y humanas donde pueden recrearse estrategias para sobrevivir y vivir. La pandemia como modo de detención de la economía y de la productividad pone de manifiesto algo inconcebible: el que es posible vivir de otros modos, sin consumir ni producir como lo veníamos haciendo. Una vida que merezca la pena de ser vivida, sin urgencias productivistas, ni consumistas.
Es cierto que existen amplios sectores de la población que sufrían condiciones de marginalidad antes de la pandemia y que el aislamiento les impuso restricciones enormes para subsistir. En muchos de esos contextos se hicieron presentes organizaciones sociales y algunas políticas de estado que evitaron un colapso social. Políticas distributivas escasas, pero que hubieran sido inconcebibles fuera de la pandemia. Considerando todo esto pensamos hasta qué punto la metáfora de la guerra representa a la pandemia o de qué modo, esa representación bélica podría estar al servicio de invisibilizar todos los aspectos sociales y políticos de la pandemia que poco tienen que ver con una confrontación bélica con un virus. La metáfora de la guerra justifica los sacrificios que sean necesarios, no tanto para salvarnos sino más bien para salvar a la «patria», entidad abstracta que no necesariamente representa a todos, o es seguro que no los representa de modo igualitario.
Otra metáfora que surgió fue la del naufragio que posee algunos aspectos interesantes para pensar la pandemia y considerar diferentes posibilidades en cuanto a su resolución. Si cuando «navegábamos» en este barco con diferentes clases sociales, naturalizábamos las diferencias que existían entre los pasajeros, a partir del «naufragio» todo cambia. Primero porque el siniestro que produce el naufragio, no solo es un accidente producido por el azar, sino porque son innumerables las variables intervinientes. No era calculable el momento del naufragio, pero no era un acontecimiento improbable y podríamos haber estado mejor o peor preparados para enfrentarlo. Estábamos muy mal preparados porque los dueños de la naviera consideraban que ocuparse de la seguridad del barco no era un negocio rentable. Por otra parte, el momento en que se fue desencadenando el naufragio, estuvo antecedido por otros naufragios cercanos, que nos dieron algún tiempo para prepararnos, pero sin saber de antemano cuáles serían los verdaderos alcances del acontecimiento.
Se prepararon algunos artefactos salvavidas más que los pocos con los que contábamos. El naufragio cuarentena, produjo un efecto de nivelación, en los botes salvavidas ya no se mantenían las mismas diferencias de clase que estando a bordo, pero seguían existiendo diferencias que se mantenían de diversos modos. De hecho fue la tercera clase la que sufrió más bajas durante el naufragio. Los otros más afectados fueron los miembros de la tripulación, que contaron con una preparación escasa y con un equipamiento insuficiente para enfrentar la catástrofe. Murieron cumpliendo con su deber que era el de salvar la vida de los pasajeros, pero si se hubiese invertido en prevención también se podrían haber preservado muchas vidas.
Los pasajeros de primera clase exigían en todo momento que el naufragio terminase aun a costa de la vida de otros pasajeros y tripulantes. Consideraban que esta tragedia podía manejarse como se encaran problemas empresariales, con la misma prepotencia y autoritarismo con que se despiden empleados en momentos de crisis. Presionaron en todos los momentos posibles a la oficialidad del barco para terminar con el naufragio sin importar el costo humano y «creyendo» que su poder y dinero podían cambiar la situación.
Los tripulantes y pasajeros de otras clases intentan en todo momento desarrollar alternativas de supervivencia, porque advierten que la situación de naufragio se prolongará en el tiempo y son necesarias políticas de supervivencia a mediano y largo plazo. Ya no se trata del sálvese quien pueda, sino de encontrar estrategias de cuidado colectivo para sobrellevar las dificultades de estar a la deriva en el medio del océano, sobrellevando malas condiciones climáticas o tratando de conseguir alimentos y agua para sobrevivir.
Es evidente que un grupo numeroso tiene más posibilidades de mantenerse vivo y a flote, si puede coordinar prácticas solidarias comunes. Los liderazgos van apareciendo y son móviles, a veces están ligados a habilidades y destrezas individuales, a veces a la templanza o a la seguridad y tranquilidad que se transmita. El haber tenido poder y dinero en el barco, en el naufragio tiene un valor escaso y relativo. Básicamente porque el naufragio cuarentena interrumpe las condiciones de producción y consumo. Los poderosos quieren que el naufragio termine, para que la rueda del capital pueda volver a girar.
Los sectores humildes se ven llevados a una situación límite y encuentran que sus propias organizaciones y algunas políticas públicas los ayudan a sobrevivir. Paradójicamente el naufragio los saca transitoriamente de un modo de miseria ligada al consumo capitalista, para introducirlos en cierta equiparación de encuentro con la fragilidad, con la vulnerabilidad humana. El naufragio nos enfrenta, por lo menos transitoriamente a la posibilidad de sobrevivir y también quizás de vivir de otros modos.
El naufragio abre un tiempo de incertidumbre que no se sabe a ciencia cierta cómo se desarrollará, ni como se resolverá. Lo que podemos intuir del después, es que por muchas razones la vida no continuará como «a bordo». Las distintas clases y la tripulación, no estarán dispuestas sencillamente a reeditar las condiciones de vida anteriores, que por otra parte no serán en cuanto a lo material fáciles de restablecer. Cada grupo según el protagonismo alcanzado durante el naufragio se sentirá en condiciones de exigir una vida diferente a la que tenía antes y no es claro cómo responderá el poder establecido antes del naufragio. Quizás tenga que recurrir a violencias no conocidas hasta el presente.
El miedo al porvenir, instrumentado por el poder para controlar cualquier ansia de transformación, puede confrontarse con la condición de náufragos en la que ya no tenemos casi nada por perder. Solo nos queda atravesar el océano en la búsqueda de nuevas vidas por venir.
*Psicoanalista, trabajador del CSM N°3 GCBA. Investigador sobre fenómenos transicionales
Nota publicada originalmente en Notas Periodismo Popular.
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