En este trabajo, M. Verónica Antonucci Posso nos invita a repensar en las lógicas que operan en nuestro sistema de salud. Derecho a saber y a no saber; a hacer y a no hacer. Paternalismo médico y decisiones compartidas. Un recorrido por el concepto de prevención cuaternaria y la ilusión de salud como “completo bienestar físico, psíquico y social”.
*por M. Verónica Antonucci Posso
Motiva esta presentación el recorrido que venimos haciendo con el grupo de trabajo interdisciplinario en Descronificación. Un planteo estructural que nos motivó a armar este grupo de trabajo fue la puesta en evidencia de procesos de cronificación por parte de algunas prácticas en los equipos de salud. Uno de los conceptos, sobre los que empezar a pensar en este sentido, es la prevención cuaternaria. El principio bioético de “primero no dañar” y la prevención cuaternaria encuentran un punto común en la localización de que hay algo del actuar que puede ser excesivo, y en tanto excesivo, nocivo. Hay excesos evidentes y otros más sutiles: algunos imperceptibles, como lo que doy en llamar ensañamiento preventivo (en una asociación con el concepto de ensañamiento terapéutico). En una sociedad donde cada vez se piden más certezas, las prácticas preventivas ganaron un lugar preponderante del cual pareciera que no se puede quedar excluido.
Para pensar estos conceptos, quisiera traer a la mesa el caso de Mercedes, una mujer de 60 años, con demencia por Enfermedad de Huntington (enfermedad degenerativa hereditaria, de baja prevalencia 1 afectado/80.000 habitantes, que compromete al Sistema Nervioso Central, afectando distintos ejes, con movimientos coreicos, trastornos del habla, de la marcha, déficit cognitivo y diversas variantes de estos síntomas). Luego de 10 años de síntomas vagos e indefinidos, y sin conocerse antecedentes familiares de la enfermedad se arriba al diagnóstico. Tras el mismo, el equipo de neurología indica a la paciente que su hija y sobrinos concurran para realizar un screening genético. La familia concurre a la consulta y es abordada por un equipo interdisciplinario que explica la evolución de la enfermedad y el riesgo de transmisión hereditaria: “Ustedes tienen el 50% de probabilidades de cargar el gen”. Y se emite la orden amorosa de testearse. Algunos familiares deciden que el 50% de probabilidad no es suficiente para realizar el testeo y que, de todos modos, no modificará su proyecto de vida.
Azul, la hija, decide “hacer caso” porque si bien no hay cura hoy día, podría haberla pronto y es mejor estar al tanto de la carga genética. Estas decisiones encontradas generan un conflicto profundo en la familia: por un lado, los inconscientes, egoístas, desconsiderados con la humanidad, que deciden procrear a pesar del “peligro”; y por el otro, la buena paciente. Tras la realización de los estudios, la buena paciente recibe la mala noticia de que es portadora del gen de Huntington. “Está dañada”. Comienza su carrera contra la enfermedad que no tiene.
Planificación de consultas: medicina reproductiva, neurología, genética, nutrición. Decide acercarse a la asociación de personas con Huntington, para obtener información de pares. Se inscribe en dos protocolos de investigación para familiares de personas con Huntington. Inicia la búsqueda de contactos con neurólogos especializados en movimientos anormales en el exterior. Cancela su proyecto de maternidad. Se realiza ligadura de trompas. Intenta separarse de su pareja, dado que “no podrán cumplir el proyecto que tenían de ser padres”.
En una de las consultas, le explican que es importante evitar el estrés oxidativo que acelera los procesos de degeneración neuronal. Inicia cambios en la alimentación y actividad física. Estos cambios se vuelven radicales. La búsqueda de “lo sano” termina por excluir la gran mayoría de los alimentos: saca los cárneos, reduce el consumo de frutas y verduras a aquellas de origen orgánico que le cuesta costear. Limita el consumo de granos y semillas por desconocer a ciencia cierta si son transgénicos o no. Realiza actividad física, pero regulada, de bajo impacto. Disfrutaba jugar vóley y salir a correr. Ya no. No son actividades aptas para un cuerpo enfermo.
Luego de 6 meses de decisiones médicas y cambios de hábitos, le detectan anemia e insulinorresistencia. Le indican un sensibilizante a la insulina. Como efecto adverso comienza a tener problemas intestinales. Le realizan una videocolonoscopia. Resultado: sin particularidades. Solicitan Test de SIBO (sobrecrecimiento bacteriano del intestino delgado, de su sigla en inglés). Resultado: posible disbacteriosis. Le indican antibióticos de amplio espectro durante 15 días, y posteriormente suplementos con probióticos para reponer la flora barrida.
Su vida social se ve limitada: la dieta para SIBO restringe aún más sus posibilidades. Además, se encuentra desganada, cansada, irritable. Empieza a tener problemas en el mantenimiento del sueño. La derivan a psiquiatría. “Está deprimida”, dicen. Inicia tratamiento con un ISRS (inhibidor selectivo de la recaptación de serotonina), y terapia grupal para portadores de Huntington.
Su prima, la egoísta desconsiderada con la humanidad, decide efectivamente tener un hijo. Recrudece el malestar familiar. “Esta es una enfermedad traicionera; uno está bien hasta que empiezan los síntomas”; “es como estar esperando el tren acostada sobre la vía”.
La vida de Azul queda reducida a: consulta con neurología, nutrición, gastroenterología, psiquiatría, concurrencia a terapia grupal. En los tiempos libres (es decir, en los tiempos que no están comprometidos en hacer estudios, ir a consultas médicas, tomar medicaciones múltiples, y seguir trabajando para ser una buena paciente): lectura de noticias y foros sobre Huntington. La expectativa promedio de vida luego del diagnóstico es de 10 años: no hay tiempo que perder- hay que poner todos los recursos de la ciencia al servicio del hombre. Todos? Aunque lo aniquilen como sujeto? Aunque le quiten la posibilidad de gobernar su tiempo? Aunque coarten su proyecto de vida?
La prevención cuaternaria apunta a evitar o atenuar las consecuencias de la actividad innecesaria o excesiva de los equipos de salud. Este concepto, que lleva algo más de 20 años, nos interpela, nos propone una reflexión crítica de nuestra práctica. Repensar la sanción de un diagnóstico que caiga como etiqueta, o peor, como sentencia, y que condicione el actuar de los profesionales (de acuerdo al marco legal y la práctica defensiva: ¿qué médico de buena talla se arriesgaría a retirar la medicación en un paciente con esquizofrenia? ¿Qué psicólogo de buena escuela se arriesgaría a acompañar esta osadía?). Nos invita también a reflexionar sobre la supremacía del paternalismo aún vigente, si no es por medio de la toma de decisión médica en el consultorio, es por la invitación amedrentante a “cuidarse” extendida por la industria a través de los medios masivos de comunicación en forma de consejos médicos, columnas periodísticas, publicidad y toda estrategia de marketing que se cuela como promesa de una vida indisoluble y eterna. Entre tanto, la construcción diagnóstica deja efectos en las vidas y condiciona la supervivencia fuera del marco de un tratamiento.
Se es mal paciente o buen paciente. Uno se cuida o no se cuida. Y si no se cuida, es merecedor de la mirada hostil del sistema de salud, y de la sociedad en su conjunto. Cuando no es hostilidad, es indiferencia; como si no hubiera sufrimiento escuchable detrás de ciertos diagnósticos. Los sentimientos amorosos, el erotismo, el placer, pasan a un plano diferente cuando se trata de un paciente “sospechado” de ciertos diagnósticos. Qué reconfortante cuando algunos pacientes logran amar y trabjar! Pero no todos; una persona con esquizofrenia puede amar, sí, pero evitemos el encuentro físico con otro; se puede desestabilizar. Y menos pensar en un proyecto de mapaternidad. Pero los buenos pacientes, los que se cuidan, también caen bajo el tamiz clasificador y estigmatizante: “los adictos tarde o temprano vuelven a consumir”; “las anoréxicas son muy lábiles”; “los trastornos límite son un caño”; “es una esquizofrenia, no se puede esperar mucho más, no hay mucha tela para cortar” y así ad infinitum.
Así, podemos decir que la medicalización no es una función de la medicina, sino más bien un requisito funcional del sistema para concretar objetivos de control social a través de estrategias de normatividad, disciplinamiento y estigmatización. La sociedad se desrresponsabiliza de la enfermedad de sus integrantes, al transformar los conflictos sociales en patologías individuales que deben ser tratadas. Se nos premia con el desarrollo tecnológico, pero es necesario preguntarnos cuándo el uso de la tecnología es en beneficio del paciente y cuando está al servicio de la tecnocracia, de la nomenclatura médica.
Asimismo, es necesario que a partir de nuestra práctica internalicemos las redes de poder hegemonizadas en y por un positivismo cientificista. Es necesario anoticiarnos de cómo somos utilizados por la “nomenclatura” médica, convirtiéndonos en aliados inconscientes, lo que puede desculpabilizarnos pero no desrresponsabilizarnos de la medicalización de la vida. Las relaciones hegemónicas de poder medicalizan la vida convirtiendo y reduciendo los conflictos sociales a patologías individuales, criminalizando al padeciente, haciéndolo responsable de todos sus sufrimientos; y también nos medicaliza a nosotros, los profesionales de la salud. Nos transformamos en estabilizadores de vidas, cuando no, patologizadores o policías del buen vivir.
Así la educación médica triunfalista, que ve la muerte como un fracaso de la profesión, encuentra en el desarrollo tecnológico y en la nomenclatura herramientas de ocultamiento del ensañamiento terapéutico y preventivo.
Dejemos amar, odiar, trabajar, sufrir, pelear, llorar, fantasear, intentar. La estabilidad no es más que una ilusión reconfortante de los profesionales de la salud en el desierto de la incertidumbre que significa vivir.
* M. Verónica Antonucci Posso: Psiquiatra y Médica de Familia.
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