La pintura de William de Kooning se distingue por prestar atención no solamente al sentido de la vista (sentido que en nuestra cultura, la occidental, es considerado el más noble) sino también a la medida en que el resto del campo sensorial está presente en aquello que busca plasmar en la obra. Sus cuadros nos recuerdan que en realidad no existe lo representado, sino la construcción que de eso hacemos. ¿Cómo construimos nuestra identidad como psicoanalistas?
La pintura de William de Kooning se distingue por prestar atención no solamente al sentido de la vista sino también a la medida en que el resto del campo sensorial está presente en aquello que busca plasmar en la obra. De esa forma, muchos de sus trabajos fueron realizados con los ojos cerrados.
El recuerdo está presente en su pintura, y el resultado del procedimiento nos deja entender que le importa poco o nada su parecido con el natural (al menos el parecido con lo que nuestro sentido de la vista nos aporta de aquello que se pretende representar). De hecho, podríamos preguntarnos qué es lo que entendemos por “el natural”, porque si ese natural termina siendo la construcción que hacemos de la cosa a través de nuestra mirada, podría ser mejor que no se parezca tanto.
¿Cómo construimos nuestra identidad como psicoanalistas? Al intentar responder esta pregunta, inmediatamente pienso en los discursos que se dan en los distintos espacios (teóricos, prácticos, seminarios) de la carrera de grado en psicología (UBA). En una próxima nota voy a presentar una selección de fragmentos de estos discursos, porque creo que puede ser interesante repensar algunas cuestiones, ya que así como en los actos patrios se va creando una identidad nacional, durante la formación académica se forja ese sentido de pertenencia siempre a costa de unificar. A fuerza de reforzar símbolos patrios y recontarnos la historia, la patria intenta disimular, minimizar las diferencias del dinámico mapa cultural al punto de negarlas hasta el olvido. ¿Hacia dónde se unifica en psicoanálisis?
Es realmente increíble la fuerte endogamia que opera en el ambiente psicoanalítico. No solamente durante la formación de grado en psicología (al menos en los programas de la Universidad de Buenos Aires), donde la bibliografía está limitada a unos pocos autores, sin casi mención de aquelles que pertenecen a otras corrientes de pensamiento, sino también en los programas de formación de posgrado que habitualmente se ofrecen a les graduades. Confieso que la primera vez que me contaron esto pensé que se trataba de un chiste, pero no, me convencí de que efectivamente existen instituciones de formación psicoanalítica que se basan en tres elementos convergentes: 1) análisis personal con un analista didacta perteneciente a la Institución, 2) supervisión minuciosa de la práctica clínica con un analista miembro de la institución, y 3) seminarios teóricos-clínicos de discusión basados en trabajos de las principales líneas teóricas del psicoanálisis. No hace falta mucha imaginación para intuir que las líneas teóricas –a las que se hace referencia en el punto 3– también son minuciosamente seleccionadas por los miembros de la Institución de forma tal que no interpelen en ningún grado ni generen ninguna inquietud por fuera de las teorías psicoanalíticas que están validadas por la institución. Esto se da de manera más o menos explícita y más o menos flexible en las distintas “instituciones” a las cuales pertenecemos o adherimos. A esto me refería cuando mencionaba los “micromundos” del psicoanálisis, incomunicados entre sí, en la nota ¿Orden y progreso? Entropía y psicoanálisis, recientemente publicada. Es llamativo que desde el psicoanálisis hegemónico se proclame la prohibición del incesto como invariante antropológica, esencial para la constitución del sujeto y la cultura, y no genere ruido esta endogamia extrema dentro de sus “escuelas”.
Pareciera que se cree en la existencia de una identidad psicoanalítica dada, preexistente casi como ideal platónico, pensada a partir de una concepción clásica: es origen, es fundamento. Se busca entonces dar las herramientas a quienes se inician para que algún día puedan representarla apropiadamente. Si esto es así, queda perfectamente claro que no haya sitio en el psicoanálisis hegemónico para las filosofías feministas post-identitarias. Estas corrientes de pensamiento vienen a decir que la identidad es algo dinámico, sujeto a complejos procesos de construcción y deconstrucción. También vienen a decirnos que el sujeto del psicoanálisis sí tiene género. Y si seguimos por esos caminos podemos llegar a pensar que también tiene pertenencia a una clase social, que está inmerso en una cultura y tantas otras cuestiones coyunturales. Esto nos derriba, a su vez, el psicoanálisis todopoderoso. Las teorías generales y abarcativas que pueden explicarlo todo y con las que se puede encarar la clínica con cierta seguridad y tranquilidad se nos desarman un poco. Ya no vamos a poder sostener algunos de nuestros principios más fuertes. Si podemos ir formulando las teorías psicoanalíticas en términos parciales o fragmentarios, ir acotándolas a lo particular de las situaciones clínicas en que fueron basadas, vamos a ir encontrando los límites de esas teorías y los propios límites. Vamos a ir necesitando incorporar otras voces, otras experiencias realizadas en distintas condiciones de contorno. Nuestra identidad psicoanalítica se irá moldeando, mostrando su plasticidad de sistema vivo y en conformación permanente.
Con respecto a nuestros propios límites, creo que el principal límite no reconocido es la incapacidad de adoptar una postura neutral, imparcial y objetiva. Es peligroso que le analista llegue a pensar que es capaz de salirse de la escena social, cultural y de todo contexto. Entre otras cosas, porque el discurso es un recorte que hacemos de ese proceso de semiosis infinita. Así, en un discurso se pueden encontrar marcas o huellas de su proceso de construcción. No se puede discernir perfectamente qué es lo interno (inherente a ese discurso en particular) y lo externo (lo que trae de otros discursos ya presentes en la sociedad). No podemos “deshacernos” de nuestro contexto cultural (ni del propio ni del de les pacientes). El texto es en contexto. Y aquí me veo obligada a aclarar algo importante: cuando hablo de texto o de discurso lo hago desde una perspectiva post-saussureana, entendiendo el lenguaje como comunicación en sentido amplio, como actos de comunicar que pueden ser con o sin palabras. Teniendo en cuenta esta imposibilidad de adoptar una posición absolutamente neutral, ¿no sería más saludable reconocerlo y poder explicitar -si se hace necesario en alguna oportunidad- desde dónde es que pensamos lo que pensamos?.
Nadie nos leyó cuentos de Kafka al ir a dormir, tampoco nos alimentaron con Nietzsche ni con Foucault ni con Derrida. Pero estamos a tiempo de reponer eso, al menos en parte. Ya podemos decidir qué cuentos leer y con quienes dialogar. Una cuestión central en el tema de la identidad es obtener reconocimiento, pero no debería ser a costa de quedar atrapades en las pertenencias cumpliendo rituales y requerimientos casi absurdos. Es importante poder valorar aportes de otros enfoques, así como ser capaces de repensar cuestiones que tenemos muy incorporadas. Naturalizamos que nos impongan la bibliografía que tenemos que leer o a quiénes no podemos escuchar. Naturalizamos que se segregue y se excluya de las instituciones a quienes proponen alguna idea alternativa a lo que es explícita o implícitamente “aceptado”. Y eso no es constructivo, no permite una evolución, no nos deja crecer. Es necesario empezar a visibilizar estas violencias.
*Investigadora (CONICET) y docente (UBA); mercedesp@qi.fcen.uba.ar
Nota publicada originalmente en Notas Periodismo Popular.
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