Desde el psicoanálisis hegemónico continuamente se confunden las transformaciones que se dan en la identidad con psicopatología, sobre todo si ocurren en relación a la identidad de género y a la sexualidad. ¿Desde dónde, entonces, pensar que lo que es patológico es el no poder transformar nuestras identidades?
En la primera parte de esta nota estuvimos pensando cómo en la modernidad capitalista la identidad se conforma con respecto a las instituciones del Estado ampliado (sexualidad, familia, escuela, modos de producción que determinan lo que entendemos por trabajo, etc.) con resultados individualizantes que producen distintos niveles de sufrimiento. También pensamos que todo modelo identitario se establece con respecto a las instancias prevalecientes de una relación de fuerzas, y que, por lo tanto, no es algo dado ni autoevidente.
Les psicólogues que trabajamos en instituciones públicas en las que hemos creado dispositivos de atención en los que las personas trans y no binaries sienten que son tratades como personas y no como patologías, tenemos en ocasiones la oportunidad de acompañarles en su transición desde la identidad de género impuesta hacia una identidad que muchas veces produce una transformación en la posibilidad de hacer otra experiencia de los afectos, del cuerpo, de la sexualidad, de los vínculos y de algún disfrute en el vivir.
Es probable que no haya posibilidades de no imponer alguna identidad al humano en su crianza, siempre vinculada de modo ineludible a une o unes otres, por eso importa tanto entender cómo armamos nuestro sistema identitario, para empezar a incidir en aquello que impondremos y de paso, quizá, nos ayude a vivir mejor a nosotres mismes.
Hasta hace poco la identidad de género era un asunto de competencia exclusiva de la medicina y el discurso jurídico -replicado por la mayoría de las familias y del campo social- quienes entienden que dicha identidad ya está presente o es una derivación directa de la “genitalidad”. Esta se encuentra dividida en dos categorías estancas que de ningún modo representan a la diversidad existente que nos hace conocer la intersexualidad (población con la que desde Salud tenemos muy serias deudas). Es decir, lo que conocemos por vulva y pene son categorías establecidas médicamente en cuanto a forma, tamaño y funcionalidad de órganos genitales internos y externos que, de no encontrarse dentro de determinados parámetros, serán operados para ajustarlos a dichos criterios y, por lo tanto, a alguna de las dos opciones validadas de genitales (no estamos hablando de cuando sí hay un verdadero problema médico que requiere de intervención).
Es extraño, pero no son estas las operaciones de genitales que más llaman la atención del psicoanálisis hegemónico y de la opinión pública. Seguramente porque tienen la “capacidad” de imponernos el trabajo de repensar todo nuestro sistema identitario sexo-genérico, porque si solo puede haber dos tipos de genitalidad -pero eso se logra únicamente a fuerza de cuchillo- es porque todo nuestro armado identitario sexo-genérico está hecho a fuerza de cuchillo.
Cuando alguien se dispone a hacer una transición de género, sea hacia otro género o hacia una identidad que no quede determinada por los modelos más conocidos, es bajo el porcentaje de personas que requieren una modificación genital. Son más quienes recurren a tratamientos hormonales. Nótese que en la medida en que se va logrando desligar a la identidad sexo-genérica del modelo relatado de genitalidad, menos se siente que los genitales sean los que “comandan” dicha identidad y menos se hace necesaria su modificación.
Es importante mencionar la existencia de una mentira sostenida a ultranza (de la que muchos se agarran para que no se les desarme el esquema mental: claro, nadie quiere tener que cambiar su identidad a la fuerza) que versa que la mayoría de quienes se operan los genitales, se suicidan. No solo constituyen un porcentaje muy bajo, sino que no superan los números de suicidios en otras poblaciones (¿nos animaríamos a tomar como ejemplo la de psiquiatras y psicólogos o, mejor aún, la de psicoanalistas?)
Retomando, cuando alguien se dispone a hacer una transición de genero, situación que encuentra pocos correlatos en la vida de quienes no la hemos hecho, pasará por situaciones muy movilizantes de las que no es tan sencillo distinguir las respuestas -usualmente violentas en distintos niveles- de les otres (sean les del entorno de la persona o del entorno público) que no se bancan lo que les produce lo que “ven”.
Si dijimos que la identidad tiene un correlato en nuestro yo y por lo tanto en la posibilidad de ubicarnos -al menos mínimamente- en el mundo y de distinguirnos -también al menos mínimamente- de otros seres y objetos presentes en él, entonces, cuando dicha identidad pase por un proceso de fuerte transformación, habrá momentos donde la persona ya no tenga una identidad que sienta falsa, sino que sienta que no la tiene, que se “disuelve”, que la que está teniendo no le “pertenece” o que es menos “funcional” que la anterior, que se “vea” desde afuera, que no tolere ser mirado y entonces se “guarde” -si tiene dónde- entre otros penosos efectos de “despersonalización”, de sentirse perdide o enloquecer, etc.
En la mayoría de las situaciones que acompañé, cuando la persona iba encontrando unes otres (personas e instituciones) que le iban dando lugar, con el tiempo fue experimentando una progresiva sensación de “ser quien se es”, de alegría, de disfrutar más de su sexualidad (o de comenzar a disfrutar de ella), a establecer vínculos más afectivos (y a poder comenzar a establecerse en ellos).
Todo lo desarrollado es para sostener una afirmación clínica muy sencilla: el psicoanálisis hegemónico confunde estas transiciones con algo patológico, lo temporal con lo crónico y cuestiones de “identidad” que pueden darse a lo largo de toda nuestra existencia con cuestiones de “estructura” que se ven establecidas de una vez y para siempre en los primeros tiempos de la vida (sean lógicos o míticos).
Es casi gracioso que ese psicoanálisis que considera que la identidad no importa demasiado, sea el más celoso guardián y censor de cuál es el verdadero psicoanálisis: batalla identitaria, si las hay (la “quema de brujas” de los “posfreudianos” es un buen ejemplo). Es porque le anda faltando a dicho psicoanálisis (de identidad “adulta”, rígida, avinagrada y encima, no reconocida), la noción de jugar y la de identidad en su mutua relación con respecto a un “mundo” hecho de instituciones que conforman -con mayor o menor efectividad- nuestro sentir y desear a través de mandatos: sentencias que a veces logramos transformar en deseos que nos hacen sentir vivos y que otras veces en imperativos quedan y nos hacen sentir muertos en vida.
Le anda faltando también el reconocimiento de muchas violencias (como las implicadas en el armado del sistema sexo-genérico con el que piensa a las personas) y de ahí su dificultad para operar desde el jugar con la agresividad, conjunto de fenómenos que hay que diferenciar de la violencia (que es un devenir de la primera en uno de sus peores destinos).
No es lo mismo manejarse sólo con las útiles nociones de identificación del psicoanálisis (como si la identidad resultante y la de aquellos que se constituyen en referentes identificatorios fuesen fenómenos sin valor) que hacerlas funcionar en relación a diversos modelos posibles de identidad. Justamente, aboliendo la noción de identidad no se la ha hecho prescindible, sino que se ha logrado hacerla funcionar bajo un modo único, rígido, inmóvil e impensable. Muy distinto es visibilizar a dicha identidad como campo de fenómenos que así devienen accesibles, pudiendo entonces flexibilizarla, desarmar (en lo que se pueda) sus violencias constitutivas y volverla a armar en términos menos violentos, considerando entonces salud a la posibilidad de transformarla.
*Trabajador de la salud / psicoanalista. pablotajman@gmail.com
Nota publicada originalmente en Notas Periodismo Popular.
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