Mariano Pacheco nos invita a reflexionar sobre los nuevos modos del trabajo y la precarización subjetiva. Los síntomas de las vidas quemadas y las apuestas por la gestación de estrategias de pensamiento e intervención que arriesguen por un corte de amarras con el estado de situación existente en el camino de demarcar una posición emancipatoria.
por Mariano Pacheco*
“Lo peor es la siniestra sensación de normalidad”
Ricardo Piglia, Los diarios de Emilio Renzi, I: Los años de formación
I-El capital precariza a todo el mundo
¿Qué relación podemos establecer entre los nuevos modos del trabajo y la precarización psíquica que atravesamos, sobre todo en estos últimos tiempos? ¿Y entre la intensificación de las formas contemporáneas de explotación capitalista y la precarización generalizada de la vida?
¿Es posible conectar los miedos, las ansiedades, los insomnios, las frustraciones, las faltas de expectativas y el cansancio que nos atraviesan, con las nuevas formas de pobreza y la ausencia de un horizonte de expectativas en el que podamos visualizar que en nuestras vidas puede suceder algo diferente, algo mejor?
¿Cómo promover dinámicas de encuentro que nos permitan combatir la estupidez en la que quedamos envueltos cuando no podemos pensar (la situación y a nosotros en ella)?
Sin entrar aquí en algunas de las (importantes) discusiones teóricas habituales (la ruptura epistemológica; la puesta en cuestión de la idea de alienación humana), quisiera rescatar algo de eso que está presente a lo largo de toda la obra de Marx, desde los Manuscritos económico-filosóficos de 1844 a El capital de 1867: aquello que el trabajo capitalista hace con las vidas.
“Vidas quemadas” (al decir de Agustín Lecchi, secretario general del SIPREBA) producto de la jornada laboral, incluso –como sospecho que sucede con la mayoría de quienes pueden leer este texto– entre quienes trabajamos de lo que nos gusta, o “sin patrón visible”, aunque eso sí: teniendo que tomar múltiples trabajos (muchos temporarios o circunstanciales), para poder sobrevivir, sumando al estrés por esta situación (el pluriempleo), cuotas de angustia, producto de la incertidumbre de “no llegar a fin de mes” (asalariados pobres).
La preocupación de perder un dedo en el trabajo por el mal uso de una máquina, claro está, no es nuestro caso, aunque sí el de lidiar con muchas otras preocupaciones que, incluso, no tienen quienes desempeñan sus tareas laborales en el ámbito de un trabajo manual, pero con altos índices salariales y estabilidad laboral. Esto, digo, para quebrar un poco cierta imagen del pasado que hoy no tiene ninguna productividad teórica ni política, y que sitúa ciertas labores intelectuales por fuera de las dinámicas de vida de la clase trabajadora.
Precariedad económica + precariedad psíquica = flexibilización laboral/ crisis habitacional/ malestar en la cultura del consumo. No podemos pensar(nos) sin tener en cuenta todo esto: el capital precariza a casi todo el mundo.
II- Trabajo y salud mental
“El trabajador se degrada al nivel de una mercancía, y de la mercancía más miserable”, planteaba Marx en 1844, en sus Manuscritos económico-filosóficos, texto en el que agregaba que, en el trabajo, el trabajador “maltrata su ser físico y arruina su espíritu” y experimenta “la fuerza como impotencia” y “la actividad como padecimiento”. Por eso la actividad es, para éste, tortura, mientras que para otros (los patrones) es disfrute. Su producción –insiste– no lo realiza, más bien, lo des-realiza, porque a través de la propiedad privada, él pertenece a otro. Obviamente, luego avanzará en sus elaboraciones teóricas y en El capital dirá que, a diferencia del esclavo, el obrero moderno es libre… aunque rápidamente aclarará: de vender su fuerza de trabajo en el mercado, ese sitio al que asiste “para que se lo curtan”.
Pero antes de avanzar en lo que plantea Marx en El capital, una cuestión más de los Manuscritos del 44: “El trabajo no solo produce mercancías, se produce a sí mismo, y al trabajador como mercancía”, remata.
Todo esto es importante si pretendemos comprender que el capitalismo fabrica su “tipo-humano”, con ideas determinadas y, también, produce un prototipo de afectividad. Por supuesto: ese tipo de racionalizad y de afectividad son históricas y están atravesadas por la lucha de clases. De allí que en el emblemático capítulo VIII (“La jornada laboral”) del volumen I del primer tomo de El capital, Marx subraye que los límites a la extensión de la jornada laboral tengan no solo aspectos físicos (la fuerza de trabajo debe reponerse a través de actividades como comer, dormir), sino también morales (“el hombre necesita tiempo para la satisfacción de necesidades espirituales y sociales”). Pero esa moral no puede nunca quedar librada a las buenas intenciones del capitalista, pues éste no es más que “capital personificado”, su alma misma es capital y su única ley es la del intercambio mercantil. Por eso, frente al capitalista que no hace más que predicar el evangelio del “ahorro” y la “abstinencia”, la exigencia de la reducción de la jornada laboral no puede realizarse apelando a su corazón, ya que “en asuntos de dinero la benevolencia está totalmente de más”. Resulta fundamental dar cuenta como aquí, Marx, hace aparecer con toda su fuerza el cuerpo político proletario, cambiando incluso de fuentes, al rescatar documentos históricos (como el Manifiesto de los albañiles en huelga en la Londres de 1860) e incluso alterando su procedimiento de escritura, que pasa a ser ficcional, para hacer hablar a un obrero en primera persona. Ese “punto de vista proletario” (así lo denomina) es aquél capaz de dar cuenta del momento en que la clase obrera “alza su voz” contra el patrón, para decirle –entre otras cuestiones– que allí donde él ve “utilización” de su fuerza de trabajo, hay en realidad “expoliación” de la misma: “constantemente me predicas el evangelio del `ahorro` y la `abstinencia`… {pero} lo que desde tu punto de vista aparece como valorización de capital, es desde el mío gasto excedentario de fuerza de trabajo”.
La relación de fuerzas, favorables o desfavorables, se viven en el cuerpo.
De allí que, con Marx, el monstruo devenga sujeto político. E incluso más: Marx mismo deviene monstruo, en tanto teórico del proletariado. Si la ontología griega conjuró al monstruo y lo colocó por fuera de la economía del ser (hipótesis de Antonio Negri), con el Manifiesto comunista y, sobre todo, con El Capital, el monstruo se sitúa en el centro de la escena política moderna, europea es cierto, pero de una Europa que funciona como modelo vivo de la expansión planetaria del capitalismo.
De estas reflexiones puede derivarse la construcción de toda una epistemología popular, desde abajo: les trabajadores no solo nos reconocemos abstractamente como mercancías, sino –también– concretamente como partícipes de esa experiencia monstruosa, que es la de padecer el trabajo, pero, además –precisamente– comprender que lo podemos enfrentar, y que los modos en que se organizará la explotación dependerán de nuestra capacidad de resistencia.
Es el sabotaje y la insubordinación frente al paradigma del hiper-productivismo capitalista contemporáneo un vector de salud mental.
III- La subjetividad en riesgo
¿Cómo producir lo nuevo cuando se ha precarizado de manera generalizada la vida y todas nuestras energías se concentran en no seguir perdiendo (la casa que alquilamos, el trabajo que conservamos, nuestros ingresos que se pulverizan, la atención médica con la que mal o bien aún contamos –sea a través de la cobertura de una obra social o por la atención gratuita en el hospital público–)?
El actual suelo anímico de rotura existencial es una cuestión central de esta coyuntura, por más que no sea un mero dato circunstancial, ya que viene desde más lejos (por lo menos data de la última década), pero que la pandemia no hizo más que reforzarlo y consolidarlo. Pero durante mucho tiempo no miramos la situación de frente, y ahora que en Argentina el Despotismo Libertariano se enlaza con la Tiranía Capitalista que acecha al mundo, no nos queda otra que empezar a tomar nota de aquello que en otros momentos pensamos que podíamos obviar.
La humanidad se abisma en la catástrofe: la crisis atraviesa dimensiones económicas, climáticas, políticas, sociales, culturales… Y nuestras subjetividades no permanecen ajenas a dicha crisis. ¿Cómo no asumir entonces, con perspectiva estratégica, la cuestión y los desafíos de la intervención para contribuir a politizar el malestar que se apodera de nuestras fuerzas anímicas?
Frente a la avalancha de malas noticias diarias para las grandes mayorías, reforzadas por los medios de comunicación “progresistas” (que pretenden poner en cuestión las agendas gubernamentales repitiendo, una y otras vez, los efectos desastrosos que las medidas tienen en nuestras vidas, robusteciendo así el sentimiento de impotencia popular para tramar alternativas), las corrientes nacional-populares, progresistas y de izquierda (en toda la amplitud que pueda abarcar ese tríptico de denominación del arco político en la Argentina actual) parecen (parecemos) haber quedado anclados en imágenes y modelos de organización, acción y subjetivación del pasado, impotentes de leer las nuevas dinámicas de la vida contemporánea.
Atrapados en la discusión de si la emergencia de fenómenos conservadores y reaccionarios son expresión de vertientes neofascistas, otras variantes de neoliberalismo o derechas de nuevo tipo, permanecemos incapaces de parir un pensamiento radical que dispute la hegemonía económica, política y cultural de las clases dominantes que, durante el último medio siglo, se han sostenido triunfantes en el mundo, más allá de algunos cimbronazos que padecieron, al calor de las revueltas populares que las cuestionaron desde abajo y algunos ciclos de gobiernos latinoamericanos que buscaron desviar las agendas del poder de mando central a nivel internacional.
Con los viejos sindicatos debilitados por la nueva y extendida informalidad laboral (e imágenes de intervención muchas veces diseñadas para otro tipo de sociedad), con “nuevos” movimientos sociales atrapados en repertorios añejos y ceñidos por un primitivismo corporativista, académicos mayormente envueltos en sesgos profesionalizantes retóricamente politizados y prácticamente impotentes de intervenir como vector de cambio y unas militancias políticas atravesadas fuertemente por una concepción estatalista que las distancia profundamente del sentir y los modos de vida de las grandes mayorías, el panorama se presenta como desolador.
Frente a este cuadro de situación, para mal de males, surgen las fugas individuales o grupusculares, sin ánimo de envolverse en una política emancipatoria capaz de construir intervenciones con una eficacia transformadora: parecen encontrar en el regodeo en la derrota o en una pretendida lucidez aristocrática, “nuevas salidas” ante la catástrofe.
Nos negamos a seguir moviéndonos dentro de ese cuadro. Reclamamos un sacudón en las ideas y un esfuerzo por ampliar los márgenes de nuestra capacidad de imaginación.
Solo asumiendo la situación en la que nos encontramos, con una precariedad extrema en la que la subjetividad está en riesgo (como decía Silvia Bleichmar) es que podremos intentar hacer ese corte de amarras con el actual estado de situación, y efectuar una ruptura con los modos de actuar y de pensar automatizados en los que nos vemos envueltos.
No será desde una soledad ensimismada, sino desde apuestas colectivas, o desde una soledad poblada que lograremos conectar con los problemas de la época, para encontrar una salida al sofoco y la sensación de encierro actual.
IV- Politizar el malestar
Permanecer a la escucha de aquello que en nuestros cuerpos puja por hacerse oír se torna hoy fundamental: seguir el rastro de nuestros síntomas.
Porque hay dolores, angustias, frustraciones epocales que funcionan como suelo anímico, singular y colectivo, en el que habitamos y nos movemos.
Frente a la privatización del malestar que se nos presenta muchas veces como la única salida posible, la politización del malestar, en tanto línea de autoreflexión y acción que implica gestar una perspectiva desde abajo que incluya a las y los profesionales, y a las instituciones con capacidad de sostener políticas públicas, pero en un frente mucho más amplio que permita democratizar el abordaje de un asunto que es común a todas y todos quienes hoy habitamos este mundo que se torna inmundo.
Resulta imperioso hoy en día, como sostenía Louis Althusser, poder “trazar líneas de demarcación”: primero, delimitando el campo de fuerzas que se configura una vez enunciada la contradicción principal, entre quienes viven del desprecio y no alojan ningún tipo de sensibilidad frente al otro (vidas de derechas), y quienes frente al orden injusto buscamos otras perspectivas sostenidas en una empatía con el semejante (vidas de izquierda, progresistas, populares); luego, al interior del propio campo, confrontando perspectivas, asumiendo el conflicto que desatan las contradicciones secundarias entre posiciones progresistas, conservadoras y emancipatorias.
Delimitar posiciones, entonces, frente a las “derechas extremas”, que detrás de sus gritos de odio pretenden traficar la voz de una supuesta rebeldía que politiza aquello que las izquierdas y el progresismo no son capaces, cuando en realizad despolitizan, al hacer pasar como un enojo individual aquello que tiene que ver con una frustración colectiva, producto de una problemática que es estructural (las múltiples desigualdades); pero también, frente a esa otra versión del buen-ondismo de la “derecha democrática” (chascarrillo) que pretende que cada quien construya su felicidad con técnicas de autoayuda.
También delimitar posiciones frente a el progresismo, las izquierdas clásicas y el nuevo neo-conservadurismo nacional-popular: los primeros porque si bien funcionan como aliados a la hora de ampliar las perspectivas garantistas en el Estado y la defensa de los derechos humanos, muchas veces agotan ahí sus intervenciones, sin abrirse al campo social, a las dinámicas no-profesionales sostenidas por la comunidad organizada; los segundos, porque por lo general –y raras y honrosas excepciones– visualizan posmodernismo en cualquier estrategia de ampliación de la mirada respecto de la lucha de clases contemporánea; los últimos, porque si bien pueden ser un aliado táctico en la coyuntura macropolítica, funcionan como un vector de “fascismo molecular” en la perspectiva estratégica de cambiar todo lo que amerite ser cambiado.
Una posición emancipatoria, que aborde desde abajo y a la izquierda la subjetividad como una cuestión epocal central, buscará promover y seguir los vectores que en el campo social intervienen como reverso de los mandatos utilitarios, de rendimiento productivista típicos del modo de vida del ciudadano consumidor, pero también, de las pulsiones mortíferas que bloquean cualquier capacidad de hacer.
De allí la importancia de la sublevación: combatir la resignación, conectar con las rebeldías que en nosotros hacen que no nos adaptemos a la normalidad capitalista, que podamos pre-disponernos a la acción colectiva y a la rebelión que destituye sentidos y amplifica la voluntad de ruptura con el orden establecido, que tiende a componer una nueva racionalidad, otra afectividad, en la apuesta por amplificar las posibilidades –como sostiene Gabriel Rodríguez Varela– de “deliberación y decisión”: para declarar la igualdad y darse las estrategias que permitan garantizar, lo más posible, una vida común sustentada en la justicia y la libertad.
* Mariano Pacheco
Escritor y periodista. Coordinador de los Encuentros de Filosofía y Salud Mental “Lecturas sintomáticas” y del Taller de Experimentación Narrativa “Escrituras sintomáticas”. Investigador del Departamento de Literatura y Sociedad del Centro Cultural de la Cooperación Floreal Gorini. Autor –entre otros libros– de Roberto Arlt: por la senda de Nietzsche y Freud.
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