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Diario de un psicoanalista.

Conservador.



Crédito de la imagen: Liliana Porter, "To fix it"



Con esta entrada del "Diario de un psicoanalista", Ignacio Falasca nos lleva con humor y una gran cuota de ironía a pensarnos en nuestra práctica.



por Ignacio Falasca*


Creo que preferiría ser más gordo. Un buen psicoanalista debería ser corpulento. Quisiera, al terminar cada sesión, levantarme del sillón con esfuerzo, poniendo todo el peso del cuerpo en el apoyabrazos y con un resoplido ¿Cómo puedo ser un buen psicoanalista así de escuálido? Ocupo una parte ínfima del sillón y me paro de un saltito como un conejo asustado.

Freud tenía varias sillas y sillones en su consultorio. El sillón detrás de la cabecera del diván correspondía a la descripción que cuadra en la imagen del psicoanalista: grueso y confortable. También usaba una silla hecha especialmente para leer (no servía para escribir). La había diseñado un arquitecto, amigo de la hija, que conocía la postura exacta en la que Freud leía:le gustaba estirar los pies en el apoyabrazos. Para cumplir su función la estructura de la silla era llamativa, el respaldo fino y alargado, recordaba el contorno de un alien. Si para Freud  escuchar, leer y escribir requería diferentes soportes, Lacan en cambio leía y escribía  en cualquier lugar; a veces, comenzaba en medio de una reunión o un almuerzo familiar y esperaba que todos siguieran conversando como si nada pasara mientras él esparcía sus hojas en la mesa del comedor. Mientras reviso anécdotas de los grandes psicoanalistas, encuentro un dato que desconocía: Melanie Klein no tenía estudios universitarios (era del club de los legos) y había atravesado fuertes depresiones, además de una humillante separación del hombre cuyo apellido mantuvo. Era una época de aventureros, los imagino como personajes de  Julio Verne y Emilio Salgari. Freud, el primer gran explorador, descubrió un nuevo mundo y lo siguió una ristra de audaces que, sueltos en un terreno virgen, se dedicaron a nombrar cada una de las especies con las que se encontraban, agolpándose, disputando y abriendo nuevas vías.

La novedad hace un tiempo se agotó y últimamente nos dedicamos a estudiar los souvenirs que Freud tenía en su escritorio. Hambriento, busco entre los cadáveres ya resecos una pizca de carne que me alimente. Raquítico, me paseo entre el sillón- cómodo pero hecho en serie en algún rincón de china- y el escritorio de melanina. Sobrevivo hace años con alimento balanceado, industrializado y tamizado por grandes máquinas, que funcionaron a todo vapor hasta dejar bien establecida la logística de circulación y acumulación. Flacuchento, pero con energía, con la disposición atlética que se espera de nosotros: atento, dispuesto al salto en el momento indicado.

Los animales domésticos duermen muchas más horas que los que habitan el universo salvaje; pero en nuestra generación de psicoanalistas, ya no existen dormilones. Nadie se permite cabecear en medio de una sesión; eso le pasa a las gárgolas. Ya no nos permitimos caer en el sopor del aburrimiento, arrojarnos a las garras del sueño mientras alguien nos cuenta sus lamentos. Somos una generación activa. Me gustaría, debería, pesar mucho más. El ejercicio de la escucha es una nueva forma de deporte. Más que una ética, forjamos un particular espíritu atlético. Corremos, saltamos, agitamos cuerpos desvencijados, aplastados por los ideales, detenidos por inhibiciones que son moneda tan corriente como nuestra absurda energía. Resucitamos a Ferenczi, y nos alegra encontrar en los orígenes del psicoanálisis a alguien que decía a viva voz lo que ahora hacemos sin pruritos en el consultorio. La técnica activa, la técnica atlética, la encontramos por todos lados, es parte de la clínica cotidiana. Hacer una oda de la técnica activa es tan pobre como el técnico que le pide a sus jugadores que corran.

Por eso me gustan las sillas, los sillones, el aliento soporífero del psicoanalista anciano. Quisiera ser mucho más pesado, que mi cuerpo derrame toneladas que me dificulten casi hasta el infinito cualquier movimiento. Me imagino al último Freud, ese al que el cáncer le había carcomido la mandíbula al punto de requerir la ayuda mecánica de una palanca para abrir la boca, interviniendo entre balbuceos casi imperceptibles. No digo que lo envidio, porque rehúyo del sufrimiento y el dolor, pero no niego que me parece una imagen fantástica. Así, flaquito como soy, con el consultorio en un segundo piso, accesible por escalera, que muestra que el psicoanalista se mueve. Aunque sea en solo treinta metros cuadrados.

En este país, tan acostumbrado al péndulo, tanto que es un concepto de referencia en la economía, veo que podría volver. Ojalá. Quizá ese péndulo que llegó hasta el final del recorrido del psicoanalista que actúa, pueda regresar al silencio absurdo, las interpretaciones mistéricas y fallidas. A la extravagante imagen del viejo Lacan, ya casi mudo, rodeado de sogas anudadas desparramadas por el suelo que su fiel secretaria Gloria se encargaba de levantar y guardar en bolsas que se llenaban de retazos. Quiero empujar el péndulo en esa dirección, que la técnica activa cause espanto, que se abandone esa vedette de cuerpo ágil y astuto. Ay, dios, qué ganas de estar inmóvil. Muerto. No tanto. No gusta eso de morir en mi generación, hay que admitirlo. Si algo nos cuesta cada vez más, es morir. Casi muerto.

San Agustín jugaba con esa idea. Para él, la muerte era un problema gramatical, por lo que inventó la categoría de “muriente,” que no es lo mismo que moribundo. Muriente es el que no deja de morir, el que perdura en el estado de la muerte, porque si terminara de morir, entonces, ya no estaría muerto. Lo que conocemos de la muerte es solo el cadáver; para Agustín, en cambio, estar muerto ocultaba una faz activa. El péndulo, tal vez, se trate un poco de eso: no de volver a esos psicoanalistas moribundos que vienen liquidando sistemáticamente en las redes sociales, sino de estar un poco menos vivos. Murientes.

El muerto que habla. Porque, además, no puedo evitar hablar; hablo un montón, tanto que a veces me tengo que disculpar para dejar hablar al otro: “No, no, decí vos”. Me encuentro repitiendo varias veces por día, incluso más de una vez por sesión. Para estar muriente, vaya que soy un parlanchín. Cómo extraño eso que nunca logré: la voz oracular que lanza una interpretación al aire y pone en marcha la maquinaria del inconsciente. Como en el libro de Allouch, donde cuenta las ocurrencias de Lacan. Nunca leí algo tan extraño, tan ridículo. Y yo acá; en un dos ambientes en Caballito, hablo hasta por los codos, sin que se deslice ni una mísera agudeza, cayendo una y otra vez en lugares comunes, reventados hasta la saciedad de la tradición psicoanalítica argentina.

Todos saben que a Freud le encantaba viajar y que su consultorio estaba repleto de joyas arqueológicas. Mi escritorio de MDF enchapado se deshilacha de a poco; las tiras de melanina parecen curitas que se despegan y dejan ver la madera terciada. No tengo ni un cuadro. En mi consultorio no hay nada que entre en la categoría de decoración. Nada. Todo tiene alguna utilidad: dos sillones, el diván y un escritorio con su silla. Una mesita donde apoyar el mate. El velador, necesario para las sesiones vía Zoom porque la lampara de techo ciega la camarita con su reflejo. La compu, apoyada sobre la funda, al lado de un individual de plástico donde apoyo el vaso cuando tomo agua. Una pila de libros que se acumulan como basura y son los únicos objetos que alguien podría considerar decoración.

Hace un tiempo me regalaron un sillón de un cuerpo. Es un sillón antiguo, de estilo colonial inglés, con un respaldo generoso y el borde de madera lustrosa. Madera de verdad. Probé diferentes poses, posiciones del cuerpo y de los brazos, cabeza para un lado y después para el otro. Aunque es hermoso, no le encontré la vuelta y me quedé con el sillón liviano en serie, tipo escandinavo. Ligero, fácil de mover, desarmable. Quisiera sentirme cómodo en el sillón colonial, pero para usar un sillón así, no hay dudas de que debería ser mucho más grande. Más pesado. Más gordo. No sé si viejo.

Rancio... No me acordaba la palabra que se puso de moda para defenestrar a los psicoanalistas viejos.[1]  Ahí me acordé. Hermosa palabra. Gran sonoridad. No sirve como insulto, porque es demasiado linda. Tiene la ventaja de empezar con la erre fuerte, como un buen psicoanalista. Ojalá fuera rancio. Porque lo rancio no genera rechazo inmediato. Un buen psicoanalista tiene que estar rancio, que de miedo probarlo, que no estemos seguros de comerlo.

A mí me dicen Nacho. ¿Quién en su sano juicio podría temer a un Nacho? Intento –no hay cosa más forzada– sostener el Ignacio. Mi alias del banco es mi nombre, pero casi nadie, no me animo a decir nadie, dura más de tres entrevistas sin terminar en “Nacho.” Es un horror, jamás me analizaría con alguien que se llamara Nacho. Jugaría al tenis con Nacho, tomaría una birra con Nacho. Pero, lo que se dice analizarse... me resulta inverosímil. Pobre gente. Ya no hay psicoanalistas.

Bueno, quizá nunca los hubo.


* Ignacio Falasca es Doctor en Psicología (UBA). Se dedica a la clínica psicoanalítica y dicta clases en UNAHUR (nachofalasca@gmail.com)


Notas:

[1] Psicoanalista rancio: término que se impuso a partir de la denuncia y visibilización de violencias dentro del ámbito psi, por parte de psicoanalistas contemporáneos que sostienen argumentos misógicos, lesbo-trans-homo-no-binarie-odiantes, heteronormativos, o directamente, fachos. (Instagram Psicoanalistasrancios)

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