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Experiencias en salud mental - Pensar más allá de la Ley Nacional de Salud Mental

Actualizado: 20 abr 2023





En el marco de los debates acerca de la Ley Nacional de Salud Mental, Rebeca Faur y Mercedes Perullini acercan algunas reflexiones como punto de partida para explorar experiencias comunitarias.


por Rebeca Faur* y Mercedes Perullini**


En las últimas semanas han tomado relevancia algunas situaciones de alto impacto mediático que involucraron a personas usuarias de los servicios de salud mental y a sus familiares y allegadxs. Como muchas veces sucede, se aprovecha la repercusión que estos eventos tienen para renovar viejos debates sobre cuestiones importantes, contando con una opinión pública atravesada por discursos amarillistas.

Son mecanismos bien conocidos, como los que toman algún terrible caso de homicidio en un intento de robo perpetrado por niñes o adolescentes, dando cámara a familiares que están inmersos en profundo dolor y desazón, y utilizan la reacción de empatía que se genera en el público en general para, a partir de allí, sostener la necesitad de bajar la edad de imputabilidad ¡Como si esa fuera la solución a tan complejo problema social!


En este momento, se ha renovado una vez más el debate en torno a la Ley Nacional de Salud Mental, sancionada hace más de 11 años y reglamentada en 2013, la cual establece un modelo de salud mental comunitario y basado en los derechos humanos. A muchos de quienes no estamos familiarizados con el derecho, pensar en nuestros derechos nos remite tal vez a alguna clase en el colegio secundario, con docentes repitiendo frases como "el derecho de uno termina donde empiezan los derechos de los demás". Una idea de derecho bien individual, bien propio del sistema neoliberal. No es extraño que nos cueste tanto pensar en términos de derechos comunitarios. Cambiar ese paradigma es todo un esfuerzo contra la corriente.


La Ley Nacional de Salud Mental obliga al Estado a diseñar e implementar políticas públicas que garanticen la transformación de un modelo de atención basado en la internación y el aislamiento, a uno de base comunitaria que asegure un abordaje integral e interdisciplinario, y que promueva la vida independiente y la inclusión social.

Precisamente, esta ley introduce un cambio de paradigma: se pasa de pensar no exclusivamente en el derecho individual (que siempre es el del ciudadano que ostenta el poder hegemónico) a pensar también en términos de derechos y responsabilidades colectivas. Antes de esta ley, con la sola firma de un juez avalando la decisión de un médico o policía, alcanzaba para aislar a una persona en una institución psiquiátrica contra su voluntad. Esa persona, muchas veces con muy pocos recursos, debía probar que esa internación no era necesaria a fin de recuperar su libertad, ya que de no ser así podía quedar destinada a una suerte de "internación perpetua". A partir de esta ley, lo que debe ser probado es la falta de competencia para dar consentimiento libre e informado (una situación pensada siempre en contexto y situacionalmente). Este modelo sobre autonomía y consentimiento propone salir de los juicios a priori estigmatizantes y a todo o nada, y también se encuentra plasmado en el Código Civil y Comercial de la Nación (art. 59). Así, la ley de salud mental es una herramienta mas dentro de un cuerpo normativo que va en esa misma linea de proteccion de derechos.


Con sólo acercarnos a la lectura de la ley y el conjunto de normas que regulan las practicas en salud mental, resulta evidente que muchos de los señalamientos que se repiten en los diferentes ámbitos son erróneos o falsos. El más sonante, en cuanto a las internaciones. Se repite continuamente en los medios que esta ley "no permite las internaciones involuntarias" y se insiste en que a partir de ello es que se generan los desafortunados incidentes que se registraron en los últimos tiempos (como en el caso Pettinato y en el caso Chano, de público conocimiento). La norma permite tanto las internaciones voluntarias, en las que la persona presta su consentimiento libre e informado, como las involuntarias, en las que se prescinde del consentimiento ante una situación de riesgo cierto e inminente para la persona o para terceros. A modo de ejemplo, solo en la Ciudad Buenos Aires se registraron más de 30.000 internaciones involuntarias en los últimos nueve años. (Órgano de Revisión Nacional de Salud Mental).

Otro de los puntos cuestionados es la inaplicabilidad del modelo de atención que la ley plantea, ya que uno de los principales requerimientos que introduce es el del cierre de los hospitales monovalentes en salud mental en un esfuerzo por la desmanicomialización. Para esto, claro está, es necesaria una inversión en nuevas infraestructuras que permitan una transición entre el estado actual (personas que padecen sufrimientos psíquicos internadas en grandes hospitales psiquiátricos en una situación de cronificación), hacia lo que marca la ley, es decir, que se logre externar a estas personas e integrarlas en la comunidad, brindándoles la atención y los cuidados necesarios en la misma comunidad. Es decir, pasar de un modelo de atención centrado en el hospital hacia un modelo con base en la comunidad. Podríamos pensar que el principal escollo es el financiamiento, aunque, tal vez, incluso más complicado que generar los recursos, sea derribar el ideario de segregación de las diferencias. El problema no es la "enfermedad" sino nuestra relación con la otredad.


¿Cuál es la lógica "manicomial"? Para empezar, suponer que existen personas que son "enfermos mentales", o cualquier otra etiqueta con la que alguien las haya diagnosticado/marcado de por vida. La palabra más terrible de esta última frase es "son", y supone toda una concepción de la ontología del ser iniciada por Parmenides con su tesis que, según Néstor Cordero, podemos expresar sucintamente como "siendo, se es." Esto implica que si bien el ente como tal sufre transformaciones, lo importante es la esencia que perdura. Esta es la idea que nos llega a través de la filosofía platónica y tenemos bastante arraigada en la cultura occidental. A partir de esta concepción, teniendo alguna manifestación de un determinado tipo de sufrimiento psíquico, se pasa a ser la enfermedad: esa persona en vez de ser pensada como "alguien que tiene un diagnóstico de esquizofrenia", pasa a ser "un(a) esquizofrénico(a)", con todas las arbitrariedades anuladoras de la singularidad clínica de ese sujeto [1]. Otra parte de la historia tiene que ver con cómo concebimos nuestro estar en comunidad. La diversidad y el reconocimiento del ‘otro’ en sus diferencias se expresan de múltiples formas en la vida cotidiana. Podemos percibir la diversidad como potencia, o bien, lo que lamentablemente sigue sucediendo en gran medida, señalar lo diferente , percibirlo como amenaza, buscar invisibilizarlo o eliminarlo. Entonces, portar esa enfermedad mental como etiqueta identitaria carga con un fuerte estigma social. Los hospitales psiquiátricos monovalentes (dedicados exclusivamente a esta especialidad) tienen su fundamento en esta lógica manicomial y resultan funcionales a ella en tanto eliminan a estas personas de la comunidad, mediante su encierro. La lógica manicomial es estigmatizar al sujeto, discriminarlo, apartarlo. Con respecto al diagnóstico estigmatizante, Ulloa nos dice que "al mismo tiempo que el problema es diagnóstico, también es pronóstico, porque las dificultades que provocan las incertidumbres del primero, sugieren cronicidad o deterioro, o al menos lo incierto.... Entonces aparecen los tratamientos que cortan por lo sano, es decir, que cortan todo lo sano." [2]


¿Qué estipula la Ley de Salud Mental en relación al modelo de atención? Fundamentalmente, eliminar los hospitales psiquiátricos monovalentes, ya que en el esquema jerárquico del sistema de salud no tiene sentido mantener instituciones especializadas en salud mental (lo que correspondería al tercer nivel de atención, de mayor complejidad y especificidad). Cualquier padecimiento subjetivo puede ser abordado en un centro perteneciente al segundo nivel de atención: hospital general de agudos o institución que cuenta con una variedad de especialidades tales como medicina interna, pediatría, gineco-obstetricia, cirugía general, psiquiatría y otras. El tratamiento particular en salud mental no tiene mayores requerimientos, ni en cuanto a infraestructura ni en cuanto a la especificidad en los cuidados, que otras especialidades; aunque sí resulta necesario acompañar esta transición con medidas que promuevan la capacitación del personal y la adecuación de los servicios. Incluso la distinción entre "salud física" y "salud mental" es arbitraria y responde a la distinción entre mente y cuerpo de un pensamiento binario, dicotómico. Por otro lado, tampoco se justifica la necesidad de mantener en internación a una persona más allá del tiempo estrictamente necesario para que se supere su crisis o período agudo, en general no más de 20-30 días. Entonces, una vez superada la crisis, se continúan los cuidados y el seguimiento necesario en el primer nivel de atención (que es el más cercano a la comunidad, con sus profesionales de referencia, quienes pueden seguir su evolución).

Uno de los puntos fundamentales para llevar adelante el proceso de transformación planteado en la ley es fortalecer el abordaje de la salud mental en el primer nivel de atención y que se establezcan dispositivos que permitan a las personas externadas la continuidad de sus tratamientos en la comunidad. Además, es necesario coordinar esfuerzos de manera intersectorial para acompañar esas externaciones y construir un lazo con la comunidad que en algunos casos nunca se tuvo, y en otros se perdió, ya que muchas personas han pasado en promedio 8 años internadas (según el censo 2019). En algunas jurisdicciones de Argentina como Río Negro y la provincia de Buenos Aires existen experiencias exitosas de salud mental comunitaria, que muestran las posibilidades de implementación de la ley, favoreciendo la inclusión social y ampliando el acceso a la salud. Nos explayaremos en estas interesantes experiencias en una próxima nota.

Por otro lado, con sólo escuchar las palabras de personas usuarias y sus familias resulta evidente que existe allí un reclamo absolutamente legítimo: son innumerables los relatos sobre el derrotero que atraviesan para poder conseguir algo de ayuda, que cuando llega (si es que llega), lo hace tarde y de manera insuficiente o inservible. En salud (y por lo tanto en salud mental), existe un abismo entre las necesidades de la población y la capacidad de respuesta del sistema sanitario. La falta de accesibilidad es un problema central que se profundiza y sostiene con el modelo de atención centrado en los hospitales monovalentes. Es fundamental que los hospitales generales incorporen equipos interdisciplinarios de salud mental a sus guardia, que dispongan de espacios de internación por motivos de salud mental, y que se arme una red de dispositivos que permitan a las personas externadas la continuidad de sus tratamientos en la comunidad, como centros de día y casas de medio camino.


Según la Organización Mundial de la Salud (OMS) la inversión insuficiente de recursos financieros constituye una barrera para introducir cambios tendientes a garantizar servicios comunitarios que respeten los derechos humanos y se ajusten a la La Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad. Para analizar la eficacia de la ley, resulta central considerar los recursos que se destinan a la salud mental y la forma en la que se reparten. El artículo 32 de la ley establece que en un plazo no mayor a 3 años desde su sanción, el Poder Ejecutivo debía destinar el 10% del gasto total de salud a salud mental, y procurar que las provincias y la Ciudad Autónoma de Buenos Aires adoptaran el mismo criterio. Esto, que tendría que haberse hecho realidad en 2014, ocho años más tarde no solamente no sucedió, sino que está muy lejos de concretarse. De acuerdo con un informe realizado por la Asociación Civil por la Igualdad y la Justicia, en el año 2021 el presupuesto nacional destinado a salud mental representó el 1,47% del gasto total de salud y, según el proyecto de 2022 (que no se aprobó), el gasto en salud mental iba a representar el 1,48% del total. Cabe señalar que, de ese porcentaje, la mayor parte de los recursos se destinan a la SEDRONAR y a los hospitales psiquiátricos, y que las actividades del Ministerio de Salud dirigidas a apoyar y promover la salud mental representan menos del 2% del gasto en salud mental, es decir, el 0,03% del presupuesto total en salud. Si los objetivos planteados en el Plan Nacional de Salud Mental 2021-2025 no están acompañados de una política presupuestaria, ¿cómo se va a garantizar su implementación?


Esto es lo que está en discusión actualmente en el Senado, las estrategias de implementación de la Ley de Salud Mental, no la ley en sí. A propósito de esto, como denuncia Andrea Vázquez en su artículo publicado en El grito del sur [3], no nos extraña que resurjan los cuestionamientos a la ley justo en el momento en que se hacen públicos los anuncios de nuevas acciones y aumento del financiamiento para la plena implementación de la ley en el marco de la Estrategia Federal del abordaje integral de la salud mental y consumos problemáticos (al menos en lo discursivo ya que el aumento anunciado es mínimo y no queda claro el destino de esas partidas).

La ley no es suficiente por sí sola. Como mínimo, también se requiere la provisión de una infraestructura adecuada de servicios, una participación más directa de las personas usuarias en todo el sistema de salud mental y acciones dirigidas a abordar el estigma.


Existe un negocio en sostener el discurso dominante: la "locura" requiere un tratamiento específico y de cierta complejidad, y en lugares determinados. Además, como sucede generalmente, se suman al discurso neoliberal de achicamiento del estado, otros intereses más particulares, por ejemplo, el sostener las hegemonías disciplinares. Hay una lucha corporativa que excede los intereses de lxs usuarixs del sistema de salud mental y que tiene que ver con pugnas de poder (que no son solo simbólicas sino que se traducen en puestos de trabajo y cargos). Así escuchamos también a profesionales del sistema de salud hablando en contra de la ley. Y por más que salgan a desmentir otrxs colegas, usuarixs y familiares, no alcanza, porque el discurso que prevalece en los medios de comunicación y de difusión, es el discurso que conviene al sistema hegemónico.


En el campo de la legalidad existente, se propone salir de la perspectiva que propicia ubicar la enfermedad como el eje del trabajo, haciendo sanitario un problema que también es social, político y económico. En este sentido, consideramos que es importante no limitar el debate a la ley de salud mental, sino poder ampliar la discusión a pensar el rol del estado en nuestros padecimientos y en nuestras prácticas.


[1] Frase tomada textual de "Novela clínica psicoanalítica. Historial de una práctica" de Fernando Ulloa. Ed. Paidós, Buenos Aires (1995). Tercera Parte; Cultura de la Mortificación y proceso de manicomialización. Una keactualización de las neurosis actuales, p. 242. La cita completa, en relación a los riesgos de poner en palabras un cierto diagnóstico, es la siguiente: "Por esta razón, con frecuencia queda encuadrado de un modo estándar, con todos los beneficios de la nosografía, pero también con todas las arbitrariedades anuladoras de la singularidad clínica de ese sujeto."

[2] Ibíd., p. 242.



* Rebeca Faur: Psiquiatra. Trabajadora del Centro de Salud Mental "Dr. Arturo Ameghino" en la Ciudad de Buenos Aires; rebecafaur@gmail.com


** Mercedes Perullini: Investigadora (CONICET) y docente (UBA); mercedesp@qi.fcen.uba.ar


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