Oferta y demanda
- Roberto Salazar
- hace 5 días
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En esta nota, el autor nos convoca a repensar la singularidad de nuestras prácticas en salud mental, pero no solo desde los entramados teóricos y las herramientas técnicas que las guían, sino desde la especificidad de lo inherentemente humano.
por Roberto Salazar*
Basta de dar rodeos, de analistas haciéndonos los distraídos con el ChatGPT. A las IAs hay que atravesarlas, aunque no sepamos muy bien qué habrá del otro lado. Táctica y estrategia. Ojo, ni románticos ni cínicos: la singularidad de la práctica, en disputa.
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Ya tiene rato siendo trend, pero hace unas semanas me apareció por primera vez la publicidad: Curso de ChatGpt para psicólogos. Brindaba certificado, por supuesto. Para mostrárselo vaya a saber usted a quién. Era, sin mucha sorpresa, un curso de prompts, como se le llama en la neolengua digital a las instrucciones que le damos a la máquina para obtener respuestas. No es puro humo: hay toda una área en programación dedicada a hacer más eficientes los comandos que le damos a los programas, reduciendo las repreguntas, los pasos en falso. Hasta para hablar con el ChatGPT hay que trabajar en eso de recibir el propio mensaje de forma invertida.
Ironía aparte, aprender a usar mejor las IA, dadas las circunstancias actuales, no es descabellado. Distinto es el diseño de un “asesor virtual” personalizado, debidamente “entrenado” con mi estilo terapéutico o docente. Dicho en cristiano, un ChatGPT (dentro de la misma plataforma) a mi nombre, como el que ofrece supervisiones psicológicas emulando a un tal Miguel López Gil, o terapias familiares similares a las de un tal Rodolfo Arce. No sabemos si realmente estos profesionales existen, o si son como los artistas fantasma de Spotify, pero en la versión paga del ChatGPT, están disponibles. Y es posible armar uno propio.
Con oferta se crea demanda.
2
Por la fecha en que veía el curso de ChatGPT para psicólogos, también leía una honesta nota del New York Times sobre el suicidio de una chica y la imposibilidad de su “acompañante virtual” en evitar el acto. Todo lo relataba la madre, revelando que, en realidad, el ChatGPT le dio numerosas sugerencias de consultar con un profesional real. Llegó a verse con un terapeuta, pero decidió ocultarle su ideación suicida. Terminaba todo nuevamente en manos de la IA, que está programada para advertir y exhortar, pero también para no ir más allá. La madre de la chica no culpa a la industria big tech, ni a sus programadores. No dice que las IA basadas en modelos de lenguaje sean un peligro para la salud mental. Narra lo que pasó con su hija, tratando de encontrarle sentido a algo que raramente lo tiene, pero que en estos tiempos empieza a tener un nuevo actor: un programa virtual que hace las veces de compañía, que es servil y discreto al extremo.
Quizás esto último es lo que lo haga tan atractivo para adolescentes y adultos jóvenes. La plasticidad casi irrompible de la IA para complacer al usuario, para hacerlo sentir en control, para darle la sensación de una escucha perenne, de parecer incapaz de juzgarlo, y mucho menos de delatarlo, como se podría llegar a sospechar de hasta el más incondicional de los amigos reales. La sensación de intimidad que puede producir, aun artificialmente, el ChatGPT, no es menos real. O, al menos, en aquel sentido en el que Freud pensaba la transferencia: una reproducción artificial de la neurosis. La transferencia es, siempre, artificial. Otra manera de decirlo, más lacaniana: la transferencia es realizante. Bien leída, no entra en contradicción con el aserto de Freud. Tampoco con la ley de Say, que escribimos arriba. La demanda lacaniana es tan real como aquel objeto perdido que el Otro nunca deja de ofertar.
3
Me enteré hace unos días de que, entre sus más allegados, un colega se ufanaba de haber usado el ChatGPT para resumir e integrar, en un solo texto, tres trabajos de investigación, aparentemente bien distintos entre sí. Al leerlo como si fuese propio, sus interlocutores no solo no notaron ningún error o incoherencia, sino que lo felicitaron por haber logrado “condensar muy bien tanto el contenido como el estilo” de cada investigación. Leo una simple picardía del colega, como mucho un señalamiento a cierta inercia con la que a veces se dan las evaluaciones entre pares. Por supuesto que sé que las IA puede hacer textos que podrían engañar al juez más severo: hace rato pasaron cualquier Test de Turing filosófico o literario. Hay chicos en la Facultad pidiéndole clarificaciones al ChatGPT de Lituraterre párrafo a párrafo, línea a línea, hasta el colmo de lo trivial. Hay cada vez más citas de Miller proliferando en ponencias que nadie está seguro de haber escuchado antes. (citas verosímiles, probables, consecuencias de un algoritmo). A salvo están todavía, creo, las presentaciones de caso, sobre todo los fallidos, quizás porque un análisis que no anda no necesita adorno. Además, la máquina es menos buena fingiendo que se equivoca que fingiendo que acierta. Al final, los analistas (como todos) no escapamos a los sacudones tecnológicos. Pero si hace cinco años estábamos apenas enterrando cualquier prurito asociado a un proceso que no empezara o terminara al menos presencial, el desarrollo técnico superlativo del lenguaje de las máquinas nos hace correrla de atrás: demasiado dispersos entre nosotros para pensarlo como colectivo, demasiado compactos como para señalar la pluralización que se avecina. La singularidad profesional de hoy está en esa paradoja que reza que siempre hemos sido sustituibles.
4
No tengo afinidad política ni personal con el libertario Ramiro Marra. Diría que todo lo contrario. Lo que le pasó hace unos meses, expulsado de manera humillante de su espacio político, me pareció algo penoso, pero la lección del Diego es inapelable: lástima, a nadie. Entiendo que alejado de la órbita del Presidente, la incidencia de Marra en su propia tropa es muy menor, o algo de eso demostraron las elecciones. El caso es que la mengua de Marra no me hizo pasar desapercibidas unas declaraciones en donde relataba cómo se había dado su destierro. El patetismo no lo reproduzco acá, pero sí una de sus confesiones: le preguntó al ChatGPT, en medio de la crisis, qué había hecho mal. Dio a entender que fue con la IA con quien tuvo las conversaciones más significativas, no recuerdo si incluso obtuvo una respuesta específica de cómo manejarse mejor. No tengo intención de juzgar, desde lo personal, lo idóneo de que un legislador de la Ciudad, en medio de un escándalo político, se apoye, principalmente, en el ChatGPT. En cambio, sí subrayo la validación que termina otorgándole a la IA, a los ojos de los más jóvenes, una figura como la de Marra. Quizás por ser precisamente alguien como Ramiro: sin doble juego, transparente, incluso ingenuo, sacrificado. Roto. No hay pose, no hay especulación del beneficio de llegar a contar algo así a los medios. Marra, como otros de su espacio, y como otros que no pertenecen a él, parece no tener más remedio que restringir las noches difíciles a la compañía de ese pequeño otro, ese que se guarda en el bolsillo. Siempre optimistas con una pantalla que promete todas las respuestas, o al menos todas las que les gusten, todas las que los dejen, probablemente, en el mismo y miserable lugar.
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No soy ni un ludita decimonónico, ni un entusiasta californiano. Creo que soy hasta tibio, a falta de mejor palabra, con el desarrollo tecnológico. Trato de dejarme interpretar por eso, acaso interpretar a otros, o de interpretar a mi tiempo. La idea es que ni cínico, ni romántico. O, cada tanto, ser un poco de cada uno, según cómo venga la mano. Al truco se juega con las cartas propias, pero también con las del compañero. El mazo va en la mesa, pero va también en el bolsillo. De lo único que doy fe: esto no lo escribió mi ChatGPT.
A veces me lamento de que la formación psicoanalítica sea tan balcánica. Hubo una época en que esa especificidad tan radical me emocionaba, pero ahora me incordia. Parece imposible aprender de todos los maestros que nos antecedieron: la técnica psicoanalítica no es como la técnica de la guitarra, o de la cerámica, sino que necesita fidelidad a la teoría, una suerte de militancia al arte por encima de la artesanía. Como si los tapping de Van Halen valiesen solo si sirven para tocar folclore o no. El psicoanálisis, aun con muchos paralelismos, no es como el ajedrez, en que el desarrollo técnico empuja adelante toda la disciplina, a todos los jugadores. Lo tomen o no.
Yo era muy joven para entender qué significaba la derrota del campeón Garry Kasparov ante la computadora Deep Blue en 1997, para entender qué significaba que en una actividad tan humana como el ajedrez, la máquina superase al hombre. El cimbronazo fue, diría Freud, copernicano: ni la tierra es el centro del universo, ni el humano es un ser completamente racional, y, desde finales de los 90, ni su inteligencia logra superar a la de sus propias herramientas. Curiosamente, no ocurrió una obsolescencia programada en el juego. Es posible que hasta se haya popularizado, al menos brevemente, por entonces. Y el desplazamiento de grandes competencias de ajedrez humanas a otras, llevadas adelante por las mejores máquinas, nunca terminó ocurriendo. Nadie terminó queriendo ver una partida de computadora contra computadora. Como creo que nadie querrá ver un fútbol de robots, o leer genuinamente una novela hecha por IA. En esa rebeldía está el futuro del arte. Acaso el del psicoanálisis.
Pero a los tiempos previos a 1997, a esa inocencia maquínica, no se puede volver. El mejor ajedrecista de este siglo, y acaso de la historia, Magnus Carlsen, es tanto hijo de Kasparov como de Deep Blue. No existiría sin admirar a uno y entrenarse con el otro. Extraigo de Carlsen dos lecciones para la propia práctica: Hay, siempre, un nuevo uso posible para la oferta, la del gran Otro tecnológico. Y, con suerte, la posibilidad de llegar a tener una relación más honesta con la propia demanda, una que no esté ni más acá ni más allá del semblante de las pantallas.
* Roberto Salazar: Psicoanalista, trabajador de la salud. robertoeliassalazar@hotmail.com
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