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Resonancias de un grito (I)

Actualizado: 4 may 2023

En esta nota se analizan los diversos obstáculos epistemológicos y morales que dificultaron que el sufrimiento psíquico de los niños fuera abarcado por la práctica psicoanalítica. Se propone una equivalencia -con la dificultad que se establece en la actualidad- con otras voces y otros sufrimientos subjetivos difíciles de ser considerados por la teoría y la práctica psicoanalítica.


Crédito imagen: Sicología sin p



Los analistas muy pocas veces nos atrevemos a gritar, en general nuestras palabras se van ahogando progresivamente en un discurso cuya monotonía y previsibilidad consolida una suerte de «sentido común psicoanalítico» al que Winnicott llamó -en la década del ’50- «lenguaje muerto». Lenguaje prostituido, atado a la exactitud de una jerga que ya no explora nuevos modos de abordar lo inesperado, sino que se obstina en ratificar, una y otra vez, lo firmemente establecido.

Sin embargo, de tanto en tanto, algunos analistas alzan inesperados y fabulosos gritos con los que incomodan cierta tendencia a confirmar -a cualquier costo y con delicada acrobacia verbal- lo que se considera ya resuelto de manera definitiva por la teoría. Se cumple, entonces, la sentencia de Bachelard, quien afirma que llega un momento en que el espíritu prefiere más la confirmación de su saber que el tener que enfrentar aquello que lo contradice.

Sin embargo, todavía podemos recordar uno de los gritos más furibundos y fecundos en la historia del pensamiento psicoanalítico, es el que profirió sin lugar a dudas, y hace ya muchos años, la psicoanalista Melanie Klein. Lo hizo en relación al análisis de niños. Evoco en este contexto aquella circunstancia por las curiosas equivalencias que se pueden establecer con las polémicas que actualmente se dan entre los psicoanalistas en torno de las cuestiones de género.

Podríamos decir que, respecto de este tema, una vez más, se vuelve a gritar con una fuerza que alborota un tanto nuestro actual orden instituido en lo que respecta a cómo pensar los procesos de sexuación.

La posibilidad de tratar psicoanalíticamente al sufrimiento de los niños constituyó un verdadero escándalo para el establishment analítico de los años 30′. Hubo en este sentido fortísimas resistencias, argumentaciones indignadas contra tal pretensión y reprobaciones que se prolongaron en apasionadas y violentas discusiones por varias décadas.

En general, los reparos esgrimidos por los grupos reaccionarios se basaban en arraigados prejuicios. Y, como sucede muchas veces, estos prejuicios se trataban de disimular en el aparente respaldo que ellos encontraban en una lectura de teoría psicoanalítica que se presumía como la más estricta de todas.

La argumentación teórica que se desplegaba para descalificar en los niños un funcionamiento psíquico bien establecido y analizable era tan simple como contundente y se lo podría resumir de la siguiente manera.

El conflicto entre demandas infantiles insatisfechas -de un lado- y exigencias vinculadas a las responsabilidades de una vida adulta -por el otro- era todavía una posibilidad inexistente en los chicos, de modo que -desde un punto de vista dinámico, y a diferencia de lo que ocurría con los adultos-, los chicos no podían actualizar -para poner en transferencia- un pasado edípico que en ellos era una pura actualidad.

Inútil, entonces, disponer para los niños un dispositivo que favoreciera la regresión, porque, en buena lógica, ¿a qué pasado podrían regresar los niños? La teoría ofrecía un argumento «tan simple como contundente», porque efectivamente lo contundente se presenta a menudo con la seducción de lo obvio, y más aún, con la garantía incuestionable de lo consagrado por la autoridad.

Era incuestionable que la teoría psicoanalítica ofrecía un razonamiento absolutamente válido para desautorizar la posibilidad de un tratamiento psicoanalítico con niños, sin embargo, lo que M. Klein ponía en tela de juicio al intentar darle la palabra a los niños no era tanto el rigor epistemológico de la teoría psicoanalítica como el fundamento ideológico en que se apoyaban esos razonamientos. Para decirlo de otro modo, la coherencia epistémica de la teoría psicoanalítica era acorde a determinados lineamientos ideológicos respecto de cómo pensar ciertas jerarquías de poder en el orden social, a partir de su matriz elemental: la estructura familiar.

El costo era evidentemente mantener callados a los niños. Hace unos veinte años Deleuze planteaba que: «Si los niños pudieran llegar a hacer oír sus protestas o incluso sus preguntas, en una guardería, eso bastaría para hace estallar todo el sistema de enseñanza”. “En verdad -reflexionaba- vivimos en un sistema que no puede soportar nada» (en fin, también se puede razonar que todo sistema, para su adecuado funcionamiento, determina quienes serán sus excluidos).

El discurso de los niños, su derecho a tomar la palabra y ser escuchados en tanto sujetos, no tenía espacio alguno porque se los consideraba totalmente inmaduros, lo que era equivalente a suponer que no poseían una adecuada capacidad simbólica; que su estructuración edípica era muy frágil y que, por lo tanto, estaban gobernados por regulaciones interpersonales demasiado atadas a sus urgencias pulsionales; de poseer diques emocionales extremadamente débiles y ser muy propensos a la actuación de sus deseos y a deformar la realidad según sus propios caprichos, etcétera, etcétera, etcétera.

De modo que el trabajo analítico con chicos (si no somos demasiado rigurosos con la expresión «trabajo analítico») era -para los analistas de aquellas épocas- una tarea de estricto carácter educativo, lo que se llamó (valga la incongruencia) «pedagogía psicoanalítica», es decir (casi al estilo roussoniano), la tarea de educar al pequeño perverso polimorfo para hacerlo, en definitiva, un sujeto más «sociable». Algo de esto sigue aún resonando, pero desplazado actualmente a otros campos de la consideración analítica.

Hoy, quizás, algunas de estas argumentaciones que le cerraban la boca a los niños puedan parecer pueriles, pero la pregunta es ¿por qué fue tan difícil superarlas? ¿O es que eran aquellos psicoanalistas un poco más estúpidos de lo que eventualmente podemos ser hoy?

En relación a las cuestiones de género, parece reflejarse en la actualidad algo de lo que estuvo en juego en aquellas discusiones operando como un rígido «obstáculo epistemológico», básicamente, la fuerza irresistible que ejercen los prejuicios cuando ciertas manifestaciones de la experiencia que confrontamos no pueden ser fácilmente recodificadas por el saber instituido.



*Daniel Ripesi es Profesor Titular “Escuela Inglesa de Psicoanálisis”, Facultad de Psicología (UCES)


Nota publicada originalmente en Notas Periodismo Popular.


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