La primera parte de esta nota se refirió a los diversos obstáculos epistemológicos y morales que dificultaron que el sufrimiento psíquico de los niños fuera abarcado por la práctica psicoanalítica, en la segunda edición se propone una equivalencia con la dificultad que se establece en la actualidad con otras voces y otros sufrimientos subjetivos difíciles de ser considerados por la teoría y la práctica psicoanalítica.
Crédito imagen: Psicología sin p
En Argentina, en mayo de 2012, se sancionó una normativa pionera en el mundo: según la Ley 26.743, identidad de género es la “vivencia interna e individual del género tal como cada persona la siente”. Puede corresponderse con el sexo asignado al momento del nacimiento, o no. Para muchos analistas este asunto sigue siendo un tema sumamente controvertido y la situación se tensa al máximo -una vez más- cuando se plantea en la experiencia de un niño.
La contrariedad se evidencia en dos tipos de argumentos, uno que puede sintetizarse en un «habría que esperar» (para que se tenga una mayor certeza y claridad en la elección de la identidad de género del niño), y la otra que afirma que en rigor no se trata de un deseo genuino del niño lo que está en juego, sino del deseo avasallante parental.
El primero de los reparos implica un criterio adultocentrista que siempre pone el acento en la inmadurez del niño para decidir su forma de goce, este argumento disimula apenas la esperanza de que el tiempo «ponga las cosas en su lugar» o, en todo caso, como objetaba M. Klein a Anna Freud -y recién comentaba-, afirmando que con este punto de vista se miran más las «debilitadas capacidades yoicas» del niño para una adecuada captación y adaptación a las normativas sociales, lo que «obliga» a ejercer al adulto-analista una necesaria influencia pedagógica que los normativice como corresponde (antes de
-como ella lo proponía-, respetar el impulso de sus propios deseos inconscientes).
El segundo argumento es -desde el punto de vista psicoanalítico- un tanto extraño, puesto que según confirma la experiencia, todo niño está captado siempre y en diversa medida por el deseo parental. Dejando a un lado la catástrofe subjetiva que supondría para un niño la ausencia de todo deseo parental hacia ellos, y aun contemplando la captación iatrogénica de ciertos deseos parentales, en este caso el verdadero problema parecería ser que dicho deseo es dañino sólo porque no se ajusta, como al parecer debería suceder, a un criterio estrictamente hetero normativo.
Si se considera inquietante que un varoncito quiera jugar con muñecas es porque parece más natural que tenga que jugar a otro tipo de juegos. Es
simplemente ese «parece más natural» lo que habría que empezar a problematizar, para que los niños y niñas puedan finalmente jugar a lo que quieran, incluso a aquellos juegos que ni siquiera suponían que podían jugar, pero que sólo ellos pueden inventar desde sus propios gestos creativos. ¿Estamos dispuestos a dejarnos tomar por el jugar de los niños y dejarnos afectar por sus incidencias (como tratamos que suceda en la experiencia analítica en general)?
Otro problema serio se presenta cuando -aferrado a la intimidad de su consultorio- esta carga de recelo prejuicioso le hace desconocer al analista ciertas determinaciones que el orden social hace recaer especialmente sobre determinados grupos vulnerables de la sociedad, provocando efectos que luego son leídos como manifestaciones patológicas.
La transexualidad, por ejemplo, que es -en este sentido- objeto de las peores sospechas diagnósticas y que se asocia tan fácilmente a la prostitución, pero no porque se considere que ciertas condiciones de vulnerabilidad socio-ambiental los somete especialmente a ese ejercicio, sino porque se considera que gravitan en ellos condiciones de estructura subjetiva que facilitan dicha conducta.
Volviendo a M. Klein, digamos que su grito -un grito que podríamos llamar grito «de guerra»-, desbarató la aguerrida oposición a que los niños fueran escuchados, desnudando con total crudeza los enormes prejuicios que sostenían a esa obstinada resistencia, la teoría no estaba en este sentido enteramente a su favor gobernada como estaba por la noción de «inmadurez».
Lo inmaduro como criterio para la evaluación del desarrollo subjetivo sólo podía articularse en una consideración genético-evolutivo del proceso de subjetivación, y derivar, en consecuencia, en una dirección de las curas de carácter rígidamente normativo. Y la madurez, por otra parte, estaba articulada a un criterio ciertamente heteronormativo.
Pero claro, para que los niños pudieran ser por fin escuchados, para que ellos pudieran obtener el estatuto de verdaderos sujetos con derecho a la palabra, tuvieron que ser rescatados de la consideración social que los pensaba como pequeños salvajes, seguramente seres buenos pero un poco torpes e indóciles, a quienes se debía educar adecuadamente para su «normal» desarrollo y su adecuada inserción en el orden social.
Como se sabe, para poder hacerse sensible y dar lugar a una experiencia que era absolutamente inédita a la teoría psicoanalítica de aquellos tiempos, M. Klein puso en cuestión el funcionamiento de un complejo de Edipo, que articulaba en la dialéctica falo-castración la lógica de una estructuración subjetiva que separaba de
manera dogmática y con criterio fuertemente normativo a las categorías «niño»-«adulto», cerrando así su escucha e invalidando, por efecto de esa misma lógica, al discurso de los chicos en tanto sujetos.
Al disolver las categorías niño-adulto (Melanie veía entre estos términos más una equivalencia estructural para la regulación del deseo inconsciente que una disparidad que los diferenciara por sus distintas capacidades adaptativas), al disolver -entonces- dichas categorías tan firmemente establecidas en la consideración del establishment psicoanalítico por el sentido común, se perdieron dos registros que operaban como expresión de una clara política de la diferencia en tanto valoración y establecimiento de jerarquías en el orden social, con sus correspondientes dispositivos de poder y de exclusión más o menos naturalizados.
La inclusión de los niños como sujetos con derecho a la palabra, como toda inclusión verdaderamente comprometida, no implicó un simple “hacerle lugar” a lo que estaba excluido sino, en todo caso, dejar que en ese proceso de inclusión se conmoviera profundamente la propia singularidad de los analistas, y que -en esa conmoción-, se desalojaran definitivamente las certidumbres y comodidades intelectuales que mejor definían y orientaban ideológicamente las curas.
Para concluir, más allá de la consideración que se tenga de la teoría kleiniana, M. Klein tuvo la infrecuente virtud de producir un relanzamiento del pensamiento psicoanalítico haciendo evidente los prejuicios dominantes en su época.
Y para eso fue inevitable gritar, gritar muy fuerte, pero en el sentido deleuziano de producir nuevos conceptos, sin lugar a dudas aquella epopeya de Klein quizá sea un espejo oportuno en el que tener que mirarnos actualmente tomando en cuenta ciertas resistencias que se hace necesario vencer para no reducir al silencio absolutamente a nadie.
*Daniel Ripesi es Profesor Titular “Escuela Inglesa de Psicoanálisis”, Facultad de Psicología (UCES)
Nota publicada originalmente en Notas Periodismo Popular.
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