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Servidumbres consentidas


En este texto, Gonzalo Sanguinetti nos invita a pensar cómo se articula la gramática del "no hay plata", el "hay que sufrir", el "estábamos pagando poco" en la trama político-afectiva de un presente que consiente su indefensión, ultraje, vejación y humillación en manos de un capitalismo desatado, insaciable e ilimitado.

Nos propone la hipótesis de que nuestro presente político se despliega a partir de una premisa afectivo-existencial tácita: hemos consentido que hay que pagar para vivir, advenimos a la vida como deudores antes que como vivientes. ¿Cómo hacemos para sentir-con-otrxs lo vivido, en lugar de consentir lo padecido?


por Gonzalo Sanguinetti*

Probar seguir la línea de aventura que una hipótesis repentina abre: en la médula del capitalismo hay una servidumbre que consiente su vejación. La hipótesis dice que esa piedra angular sería la extraña convicción de que hay que pagar para tener acceso a la existencia, a los cuidados, a las ternuras, a las amabilidades, a las consideraciones, en suma, una inamovible convicción de tener que pagar con algo para que nos sean concedidos los dones de lo amoroso.

Esta convicción instituye la demanda de un pago por adelantado para tornarnos susceptibles de amorosidades. Dar algo a cambio de que nos sea dado un lugar donde nuestra existencia sea digna de alguna consideración.

Una convicción que puede variar su modo de manifestación según atravesamientos de clase, pero que, sin embargo, los trasvasa transversalmente. Puede manifestarse como una convicción enardecida contra quienes -se considera- no han pagado lo suficiente para adquirir el derecho a existir y pretenden “pagar menos” que lo que correspondería. Se manifiesta como una convicción resignada ante la humillación como destino histórico-social. También puede manifestarse como una convicción pérfida por parte de quienes consideran que son otrxs a quienes les corresponde pagar para existir y gozan de la desigualdad custodiada y asegurada por la vigencia de esa convicción. Y también puede ser desoída, desobedecida, descreída.

 

La lógica del capital encuentra arraigo en el desamparo constitutivo por el cual requerimos, antes que ninguna otra cosa, un don amoroso: que vivir nos sea dado.

Aprovecha esa fragilidad irrevocable y la usufructúa exigiendo alguna forma de pago a cambio del derecho a existir.

Ahí donde la condición viviente enseña que todo lo que existe, existe como un estado de gracia de la materia, que cada cosa, elemento, partícula, átomo, existe dándose para que otra cosa exista, haciendo de esa común gratuidad de la materia, el principio de lo existente, la lógica del capital invierte ese principio y afirma: primero hay que pagar.

Al no poder concebir lo vivo como estado de gratuidad de la materia, el capitalismo como modo de vida y perspectiva del mundo no puede ser sino triste y mortuorio.

Pero como no hay con qué pagar (además de que no corresponde pagar) entonces se nos da a préstamo, se nos endeuda en una moneda incógnita, dentro de una economía oscura, con unos intereses desconocidos que nos serán reclamados de infinitas maneras y formas, bajo la insidiosa convicción de que nunca podremos terminar de pagar.

Mark Fisher (2020) lo señala en su lectura de la experiencia neoliberalizadora modelo del reino unido “La economía entera hoy necesita que las personas estén endeudadas, ese deber con el capital en el pasado es utilizado como una nueva razón en el presente para explotarlas más, recortar los servicios públicos y sus estándares de vida.” La igualación entre vida y deuda conlleva también una dimensión moral: se nos culpa y desprecia por deber, es decir, por vivir.

Así se nos impone nacer a la vida: en deuda y desprecio, y habrá que pagar con algo.

El triunfo de la lógica del capital radica en haber trastocado el don de la vida en una deuda que hay que pagar con la vida. Se trata del traspaso de la vida como gratuidad recibida, a la vida como deuda contraída y como moneda de pago de esa deuda. La vida se paga con vida.

Pero cuando decimos pagar decimos sufrir: el pago exigido por la lógica del capital es en la moneda del sufrimiento suscitado por la desdicha que provocan la humillación, el ultraje y la vejación, es decir, las formas en las que se efectúa el abuso.

El capitalismo es una práctica sistematizada y globalizada del abuso. ¿Con qué verbos se conjuga el repertorio de enunciados con el que habla la lógica del capital? Explotar, expoliar, usufructuar, mercantilizar, rapiñar, devastar, agotar, despojar, privatizar, apropiar, colonizar, someter, aprovechar, forzar, gozar. No hay un solo verbo que no remita al tropo de una fuerza que goza del doblegamiento de aquello sobre lo cual se impone. 

Si esta hipótesis la articulamos con la hipótesis fisheriana de que nuestras vidas ocurren en el sin-afuera del “realismo capitalista”, tenemos que admitir que desde siempre antes, y en medidas disímiles asociadas a cuán expuestas están las vidas que vivimos a ser vulneradas según circunstancias de género, clase y raza, ya hemos sufrido el ultraje, la humillación y la vejación. Entonces, ¿cómo sentimos esto?

 

Vivimos bajo el asedio permanente de esa convicción impersonal que, ante la imposibilidad de dar con vías, enunciados, imaginaciones para recusarla, terminamos haciendo propia y queriendo inscribirla a la fuerza sobre quienes no se subordinan a su imposición. 

¿Resulta más soportable convertir esa imposición en una posición propia antes que admitir que sufrimos algo que se nos impuso a la fuerza? ¿Resulta más soportable convencernos de que la deseamos y desear que sea el destino de todxs antes que admitir que fuimos obligadxs a doblegarnos ante su fuerza? ¿antes que admitir que esa sumisión nos humilló y no pudimos nada, no supimos qué contra ella, no hubo qué o quién la limitara?

La convicción enardecida que pide que otros paguen, que paguen más, que no paguen menos, que no les sea concedido nada, toma sus fuerzas de una humillación sufrida y no “admitida”. La única vía para soportarla es ver cómo toda vida es forzada a reducirse a alguna forma de servidumbre. Y como corolario necesario, tener alguna vida a la cual poder someter en alguna medida, sobre la cual ejercer algún poder.

(Entrecomillamos “admitida” para señalar la necesidad de pensar con detenimiento el estatuto de esta “no admisión” de la vida ya abusada por la lógica del capital ¿con qué palabra pensarla: inconsciente, desmentida, reprimida? ¿y qué significaría su admisión? Ciertamente no una “toma de conciencia” a la manera de una racionalidad iluminadora propia de las tradiciones morales de las izquierdas, sino quizá más bien se acerque más a una transformación radical e irreversible en el modo de relación con el mundo, un salirse de quicio del modo de vida que se habita, un desarreglo, a la manera de Rimbaud, de los sentidos con los que sentimos el mundo).

Si “a mí nadie me regaló nada” (y tuve que tragar sin chistar ese sufrimiento), no quiero ver que le regalen nada a nadie. “Si a mí me pasó, a otrxs también”, “Si yo pude, cualquiera tiene que poder”.

La erizada defensa del "a-mí-nadie-me-regaló-nadaísmo" ¿querrá decir un desfigurado rencor de orfandades inacariciadas por la gratuidad de algún don? ¿inalcanzadas por la inutilidad de lo amoroso? ¿será la forma en que una vida cuenta -como puede- que ha sufrido humillación, ultraje, vejación y desamparo en manos de algo que ni siquiera es localizable, señalable, nombrable?

Pero, ¿tiene algún sustento esa convicción de que nadie nunca nos regaló nada? No resiste a la más mínima meditación, solo trata de negar lo indiscutible: No nos es dado vivir sin que nos sea dado vivir, permanentemente: amistades, amorosidades, erotismos, experiencias de la belleza, experiencias de lo maravilloso, revelan gratuidades improductivas que nos fueron donadas y gracias a las cuales estamos en la vida.

Porque ¿qué mundo es un mundo sin regalos, sin dones, sin gratuidades? ¿qué deseos desean un mundo así? ¿habría amistades, erotismos, amorosidades, bellezas, maravillas sin gratuidades?

 

Quizás sea en aquella premisa afectivo-existencial tácita, que arraiga su fuerza la servidumbre que consiente vejaciones: esa convicción de que debemos pagar, ofrendar sufrimiento, darnos en sacrificio, para adquirir el derecho a vivir con indignidad.

Con premisa tácita decimos premisa capitalista, en tanto la lógica del capital es exactamente lo tácito del mundo, el sujeto tácito del mundo por antonomasia: lo que está supuesto, lo que debe estar supuesto, lo que debe quedar supuesto sin quedar expuesto, lo que no debe explicitarse sino confundirse con el paisaje cotidiano de la existencia. Esto es otra manera de describir lo que Fisher llama "realismo capitalista”.

El corazón de esa premisa es antes que nada afectivo, luego deviene premisa política y premisa económica: explota económicamente la necesidad afectiva del desamparo constitutivo de toda vida, al tiempo que trastoca el don de lo amoroso en una mercancía de oferta limitada, a la que se le asigna un valor de intercambio.

El usufructo de ese principio afectivo es lo que sustenta la política del "hay que sufrir para estar mejor": ese axioma es el paradigma político derivado de una economía de la deuda afectiva, que es su fundamento. El ministro de economía lo señala con precisión: "Gracias por el sacrificio", nos dice.

Ese agradecimiento los revela eximidos del sacrificio. No es cierto que "todxs" hemos sido ofrendadxs en sacrificio. ¿A quiénes se les impone el tener que sufrir? ¿Cómo está constituida la economía del sufrimiento? ¿Quiénes pagan con dolor?

Además de una expropiación, redistribución y concentración sin precedentes de las riquezas, asistimos principalmente a una redistribución concentrada del dolor y del sufrimiento. El programa económico-político del gobierno es esencialmente una reorganización de la economía afectiva.

¿Cuál es la experiencia que marca los límites de lo soportable para una vida? El dolor. Solo percibiendo cómo nos duele y cómo nos lastima lo que se nos ha hecho, se hace posible enunciar alguna forma del no.

Cuando se desmesura un cuerpo a través de la crueldad, se busca quebrantar el límite vital de lo que un cuerpo soporta. Un desgarramiento radical de los umbrales de lo soportable: se nos dice todo el tiempo "Habrá que aguantar más", "Hay que pagar", "Todo va a ser más duro", “Vamos a tocar fondo”.

El dolor en que nos pretenden sumir todavía no tiene nombre ni medida, no es mensurable. Por eso “ajuste” es una pésima manera de llamarlo, un eufemismo que termina consintiendo lo atroz. Necesitamos una refundación de nuestro lenguaje para poder nombrar las formas indecibles de la violencia a las que se nos pretende someter. La magnitud del daño que nos proponen no es ni traducible, ni representable, ni cuantificable: está hecho para ser incalculable.

Primero pagar con la moneda del sufrimiento, recién después nos volveríamos susceptibles del derecho a sobrevivir.

Entonces se hace traducible el slogan: "No hay plata". No es sino la confesión, traducida al lenguaje de la economía, de una verdad de orden afectivo: "No hay dones amorosos, no tenemos nada para darles. No hay dones para ustedes".

Al menos no para quienes necesitan que les sea dado, para quienes necesitan cuidados. No es que no hay nada para dar. Hay y hay mucho, hay todo el patrimonio nacional, el conjunto de los bienes que componen lo común, por eso la vastedad, profundidad e irreversibilidad que intentan dar en un solo golpe. Eso sí será entregado sin límite a quienes no solo no tienen necesidad alguna, sino que abusan del estado de necesidad de otras vidas.

Lo que hace de la lógica del capital una praxis del abuso es este punto exacto: el usufructo de la indefensión y la explotación del desamparo para extraer de allí su ganancia. El principal commodity del capitalismo es la producción mundial de desdichas y desolaciones: extensiones inconmensurables de tierra dedicadas al cultivo y la producción de vidas desdichadas y desoladas. Prácticamente no hay territorio planetario donde el capital no haya inducido desdicha y desolación, y no hablamos solo de países, naciones, porciones de tierra y vidas humanas, sino del conjunto de lo viviente: aguas, océanos, bosques, aires, animales, vegetales, minerales, toda forma de la materia ha sido ultrajada por la lógica del capital. Hablamos de un auténtico monocultivo planetario de pesadumbres.

Es de este monumental e incolmable extractivismo afectivo que obtiene su invaluable plusvalía anímica.

 

Este gobierno declara y nos aclara que no cuenta con capacidad alguna para disponerse a atender las necesidades de lo desamparado. Sí se encargará de garantizar nuestra indefensión ante la desbocada voluntad de goce del capital.

Es en esa incapacidad para la gratuidad de los dones amorosos que se pueden buscar las razones por las cuales les resulta inconcebible que algo no sea privado, que les resulte inconcebible la existencia de lo público como eso que es común a todxs, independientemente de su tributo. Ahí hace pie la compulsión confiscadora que quiere privatizarlo todo: que no quede un solo acto de amorosidad (gratuidad) en pie.

De ahí que a esta forma de gobierno le resulte aberrante la justicia social o cualquier forma de cooperación colectiva, hasta considerarlas la cifra misma de lo abyecto: porque está incapacitado para concebir un dar sin retribución.

Eso es exactamente la definición de una incapacidad para la amorosidad.

 

La economización de la vida, su absurda reducción total a teorema económico, solo es formulable en boca de un modo de vida intocado por la gracia embriagadora del eros.

Esa carencia radical en la capacidad de dar el más mínimo gesto amoroso (que no sería sino un don, una forma de la gratuidad, un dar sin demandar a cambio) es ostensible en todos los actos, decisiones y gestos de gobierno realizados hasta ahora: todos y cada uno se afirman en una rigidez, frialdad y desafectivización mortuorias evidentes en su estética de transmisión.

De ahí que ni en el comunicado telegramático de fin de año nos hayan podido desear que encontremos alguna dicha, que disfrutemos encontrarnos, que la pasemos bien, al menos durante la efímera tregua de una noche: Ni siquiera pueden desearnos la casualidad de un fogonazo de alegría.

Lo propio de lo telegramático es la ausencia de la voz y del cuerpo, de la entoncación y de los gestos, de la boca y la mirada, es decir, de todos los lugares desde donde un afecto es transmisible.

Los cuerpos, las caras y las palabras están guionadas, calculadas, coloreadas y prediseñadas hasta el paroxismo de un mecanicismo que vacía al cuerpo de cuerpo. No hay un solo gesto genuino del que se pueda suponer alguna espontaneidad inherente a una vitalidad.

Habría que incluir en esta línea la estrategia telememética a través de la cual pretende hacer (la) política este gobierno. Quizás se trate menos de una relación con lo gramático (que supondría la complejidad de los múltiples estratos de significación entreverados que supone toda relación con una lengua: su historia, sus memorias, sus discusiones, sus sentidos en disputa, sus relaciones variables de sentido, su literatura, su estatuto de conversación) que con lo memético: un golpe de sentido a través de una imagen que no habla, que no presupone ningún interlocutor, solo replicadores, seguidores, re-tweets, re-posteos, y miméticas que buscan la abolición de la lengua como estado de disputa del sentido.

Like, twit, y reposteo no se dirigen hacia otro como lo haría un argumento, su lógica no es de objeción, refutación, contraargumentación, se trata más bien de una confirmación y reafirmación de sí sin apelación a ninguna otredad. No es la demonización del antagonista o la construcción de sí en oposición a-, sino una abolición anterior, lo otro ni siquiera existe para ser rebatido. Solo existo yo. Así funciona el trolleo materializado en el “no la ven”.

Por eso el presidente likea y twittea más de lo que habla, porque esa es su habla, ese es el modo en que puede relacionarse con la complejidad del mundo: en el solipsismo caprichoso de un nicho que lo consentirá a ultranza. No soportaría una interlocución, pues eso supondría abrirse a la posibilidad de ser interpelado.

No es que twittea más de lo que gobierna, el twittear es la forma de gobernar.

Milei es incapaz de conversar, literalmente: versar con otrxs, en tanto su ley es la abolición del con-otros. Y el lenguaje es uno de los paradigmas del con: se habla hacia, para, con, entre otrxs. Por eso se muestra incapaz y le resulta inconcebible construir ningún tipo de con-senso. Solo concibe dos polos: el acatamiento a sí o la traición a sí, ser consentido o ser traicionado, ser consentido o ser destruido, acatamiento o sedición, no casta o casta, argentinxs de bien o argentinxs del mal. 

 

Pero quizás sea en el fracaso del besar donde asistimos a la cúspide de esta incapacidad amorosa.

¿Por qué el beso no parece un beso? ¿Cómo es que lo malogran al punto de torcerlo hacia lo irreconocible? ¿Cómo es que provoca rechazo y repulsión pero en ningún caso erotismo?

En “El sentido olvidado”, Pablo Maurette (2015) sugiere que la regla de oro del beso, como la del baile en pareja, es sentir al otro. Si en lugar de ser sentido, es teorizado como un gasto o reducido a una transacción económica, toda tentativa amorosa queda destinada a la derrota. De esta incapacidad para la disponibilidad a lo amoroso, no se puede derivar sino una política de la crueldad, la indolencia y la indiferencia que ya está condensada y presagiada en el naufragio de estos gestos mínimos.

Cuando se nos prometen solo dureza, pesadumbre, crudeza, brusquedad, aspereza, flagelos y sacrificios, se entiende mejor por qué el beso fracasa. No disponen de los atributos que dona la amorosidad y que hacen a las condiciones de posibilidad de un beso: tacto, sensibilidad y erotismo. El erotismo, como escribió Bataille, es siempre un gasto, un derroche sin retribución, ni reciprocidad.

Es en la incapacidad de besar donde mejor se anuncia la incapacidad de gobernar para la dicha y el consuelo del pueblo.

Por eso no hay nada que esperar, todo está decidido y anunciado: nada nos será dado. No puede haber sido demostrado con más claridad.

 

En todo esto hay una curiosa verdad de fondo frente a la que parece erizarse y crisparse con toda rabia el capitalismo entero: "Amar nos empobrece". Pero acá es necesario entender por amar el inexplicable ímpetu de darse desinteresadamente y sin retribución alguna a algo por el solo hecho de que esa proximidad nos cause un pulso indómito que sentimos como vida.

Esta es la disputa de fondo cuando se habla del “modelo empobrecedor de la justicia social” y la necesidad de sepultarlo para “ser un país rico”.

Donde hay cálculo económico no hay amorosidad posible, solo intercambio, retribución, equivalencia, contraprestación, oferta y demanda: economía.

Lo más interesante del asunto es que es cierto: el don amoroso no enriquece a nadie. No se relaciona en nada con la acumulación, la concentración y la ganancia. Es irreductible a la apropiación. En el sentido económico del asunto, amar empobrece: vamos a pérdida irremediablemente. No es una experiencia que se rija por los principios del capital: ganar, conservar y acumular, es una materia etérea que solo puede ser recibida y dada a condición de no ser demandada, preciosamente improductiva solo se hace presente en estado de retirada.

Ahí su maravilla: una gracia que adviene a condición de haber perdido de antemano, pero no se trata de una inversión de riesgo, sino de la dicha del instante en que nos volvemos susceptibles del roce con la belleza, sin saber cómo ocurrió eso, cómo es que nos cruzamos en el camino de un relámpago.

¿Cómo hacemos para revocar esa convicción de que tenemos que pagar para vivir (como si no hubiéramos pagado suficiente ya)? ¿Cómo se hace para que nos resulte inadmisible una premisa política y afectiva fundada en la vejación y ultraje de la vida? ¿Cómo hacemos para sentir-con-otrxs lo vivido, en lugar de consentir lo padecido? ¿Con qué premisas afectivo-existenciales podemos concebir la política como la dicha de una común gratuidad?


*Gonzalo Sanguinetti: gm_sanguinetti@hotmail.com

Licenciado en psicología, hace poesía. Escucha, lee y escribe entre aulas universitarias, espacios clínicos e intrigas poéticas de la lengua. 


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