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¿Dónde vivimos ahora?

Crédito de la imagen: Emilia Tajman Russo


¿Hay una mutación antropológica de los lugares que nos vitalizan, donde ocurre eso que llamamos cultura? Pablo Tajman nos ofrece un pequeño escrito donde una escena cotidiana cobra otras dimensiones...




por Pablo Tajman*


En al menos tres capítulos de su libro Jugando y Realidad (traducción que prefiero a Realidad y Juego, la usual en español) Winnicott se ocupa de preguntarse por dónde vivimos, sobre todo cuando no estamos tomados por exigencias de orden interno o externo. Se pregunta por dónde estamos cuando estamos siendo. Dónde es posible que se dé el logro de que haya alguien. Alguien que pueda sentirse-sintiendo, tanto para disfrutar como para penar. Alguien que va andando el camino de tener el problema que tiene en lugar de rechazarlo y seguir funcionando según lo que espera su entorno o lo que se haya traducido de lo que el entorno pide. Alguien que se conecta con la música que le gusta. 

 

Piensa a la cultura como heredera del espacio potencial, al que a su vez piensa como aquello que nos permite habitar la realidad sin adaptarnos ni enloquecernos en demasía. Es una zona intermedia entre la realidad y lo intrapsíquico que permite hacer experiencias, experimentar sin exigencias de resultados a la vista. Ese lugar ayuda a surfear entre los extremos de la normopatía y la locura extrema y permite que ese laburo subjetivante que en psicoanálisis se llama separación, ocurra bajo modos donde en ese espacio se cuide y transforme lo lúdico, que ayuda a crear en lo cotidiano, preservando espacios de no sometimiento. Eso implica tareas tan contraintuitivas como un especial cuidado de la agresividad. Prestémosle especial atención a que Donald piensa todo esto en términos de lugar, lo cual no es nada obvio; aunque lo hace, aclara, en un sentido abstracto. 

 

Cuando hace referencia a las experiencias culturales en el capítulo “El lugar en que vivimos”, menciona: escuchar una sinfonía, leer un clásico de la literatura, jugar al tenis y el jugar muy concentrado de chico con sus juguetes, que juega “a solas” pero en presencia de su madre. Todas experiencias que requieren de tiempos largos no interrumpidos. Todas experiencias que se hacen con otrxs, aun cuando no estén presentes. Todas experiencias que requieren de un lugar, esta vez en sentido literal, que tenga y sostenga ciertas características. 

 

Winnicott hace referencia a que el posible fracaso de la confianza que reduce la capacidad de juego depende de las limitaciones del espacio potencial. Este espacio peligra cuando hay severas dificultades en quienes crían para hacer de mediadores culturales y, a su vez, estará dificultado por un entorno social sostenidamente adverso. Cuando uno lee esos párrafos del capítulo mencionado que estoy parafraseando, no queda tan claro si allí se está hablando únicamente de algo que puede ocurrir con las personas o si también se está pensando sobre algo que a su vez puede ocurrir con las sociedades, ya que estamos pensando aquella función de la vida cultural que inventa nuevos modos de sentir, de imaginar y de relacionarse. Cuando dicha función está muy dañada, la “normalidad” y la locura extrema se acercan peligrosamente entre sí, reduciendo cada vez más ese espacio que Donald Woods llama potencial y que solo puede ser recreado en su práctica habitual, cotidiana, por lo que el precio de las entradas al cine y al teatro, la posibilidad de acceder regularmente a distintas prácticas culturales, la posibilidad de que les artistas vivan de su quehacer, es determinante de todo esto. 

 

 

El domingo pasado a la noche fui al cine en familia. En la sala había personas de entre nueve y sesenta años aproximadamente. Era de esas películas que no son exclusivamente para chicos y que de ninguna manera son para chicos chicos. Había familias con hijxs adolescentes, principalmente. 

 

A la séptima u octaba interrupción lumínica por la prendida de celular para chequar guasap o mirar instagram (según llegué a discernir) de parte de espectadores que estaban en las filas delanteras a las nuestras, siendo que el celular en cuestión pertenecía a una mujer de cincuenta y algo, le pido si por favor puede apagarlo. No lo hace. Ya otrxs espectadorxs habían pedido lo mismo en ocasiones anteriores a otrxs celuleadores. Se lo vuelvo a pedir. Lo guarda con fastidio. La que supongo es su hija adolescente se da vuelta y me dice “¡Qué violento que sos!”1. La acusación me dejó un poco anonadado, pero decidí aprovechar la recientemente ganada oscuridad para sumergirme en el maravilloso y terrorífico mundo de Coraline y sus personajes con ojos de botones. 

 

Al irnos del cine, me di cuenta de que no tenia registro de que al comienzo de la función se hubiese proyectado el aviso que pide que se apaguen los celulares. Los miembros de mi familia tampoco estaban seguros de si lo habían dado…¿Se habrían rendido los del cine? Cierto es que dicho anuncio era contradictorio con el estímulo por parte de las salas a comer pochoclos durante la función. Y cierto es también que este texto escrito en medio del empobrecimiento dirigido más grande de la historia de nuestro país, parece un tanto desubicado. Si tantos compatriotas no saben qué van a comer mañana, qué tengo que andar diciendo yo que todavía tengo para ir al cine...  

 

Volviendo al suceso que motivó este texto, me propuse pensar qué pasaría si diese valor de verdad a la frase acusatoria de esa adolescente (“¡Qué violento que sos!”) ¿Y si tiene razón? ¿Y si es violento pedirle a alguien que se separe de su celu, mejor dicho, de activar su pantalla, durante dos horas? ¿Será que lo que Winnicott pensó para describir el lugar donde ocurren los fenómenos transicionales y los culturales está cambiando de locación?  

 

¿Es un cambio de locación o es que estos bichos son dispositivos que así como están siendo programados sirven para colonizar ese lugar, interrumpirlo, lograr que donde estaba la complejidad de una tragedia como Edipo o Hamlet o la belleza del stop-motion de las marionetas de Coraline figurando la imaginación de Neil Gaiman, aparezcan afectos binarios y opositivos, blanco o negro, river-boca, encauce para el odio fácil? Pero ahí también suceden fenómenos culturales valiosísimos: pude “asistir” mientras daba largos paseos en bici a un excelente curso de veinte horas de duración sucedido en México hace algunos años, gracias a que su registro se subió a Youtube. He participado de encuentros virtuales donde se ha podido pensar -pensar en serio- entre participantes que viven en lugares muy alejados entre sí ¿Y si se trata de todas estas cosas a la vez? 

 

Lo que no es inocente es la cantidad enorme de videos cada vez más cortos que proliferan versus los de larga duración. Lo mismo con los textos. Importa la cuestión del lugar donde ocurre la cultura, donde ocurre la discusión pública en política, donde ocurren nuestros lugares de formación, sobre todo en el sentido de las características que este lugar adquiere y de las secuencias que favorece. No es lo mismo si los “ciclos” de pensamiento son cada vez más cortos o si hay lugar para las argumentaciones que requieren de tiempos prolongados. No es lo mismo si las plataformas donde nos encontramos son públicas o de unos pocos milmillonarios. 

 

Escribo esto y me suena en la cabeza la voz grave del Carpo: “Yo soy un hombre bueno, lo que pasa es que me estoy viniendo viejo…”. Aunque a mí no me guste este cambio de lugar, a no dudarlo, ocurrió. El asunto es qué disputas necesitamos dar para pensar los límites y características que ese lugar requiere para funcionar en ciertos sentidos, sus interacciones con el “anterior” lugar donde la cultura y nuestras vidas ocurrían, aún ocurren (aquel que Winnicott describía en términos concretos pero también abstractos). Entonces los modos en que se programan los espacios virtuales y los dispositivos que usamos o con los que nos hibridamos para acceder a ellos, no son una cuestión menor que no tenga que ver con las prácticas en salud mental. 

 

 

Hace un tiempo hice un experimento: saqué todas las aplicaciones comunicacionales de mi celular y las instalé en la compu. Dejé solo la de escuchar música. Quedó una especie de walkman con teléfono (escribiendo este párrafo me imaginé un teléfono fijo gris de Entel con cable enrulado atado a un pasacasette rectangular con auriculares de felpita naranja como los del Walter de la propaganda…) 

 

A los dos días de comenzada la experiencia ya se habían producido, necesariamente, varias secuencias de horas o minutos donde yo me alejaba de los mensajes que reclamaban mi atención. Registré una especie de desacelere temporal y baja de la tensión del tono muscular en mi cuerpo: mi cabeza pensaba con más pausa, veía y escuchaba lo que pasaba a mi alrededor con más atención, me encontré aburrido en algunos momentos al no tener el recurso fácil de activar la pantalla del celu. Los primeros días me ponía nervioso tener que sentarme frente a la laptop para responder mensajes, pero una vez que vencía el fastidio de no poder hacerlo mientras hacía cualquier otra cosa (como escuchar audios mientras hago malabares para caminar al mismo tiempo con las bolsas de las compras), responder esos mensajes se daba en mayor conexión con quien estaba intercambiando.  

 

Esto me trajo algunos problemas por tardar más que los tiempos supuestos en contestar mensajes, pero mi entorno venció su fastidio y amorosamente me acompañó, con las bromas y gastes que corresponden a semejante situación. Mi hija me dijo “Papi, ¿por qué cada vez sos más raro?”. El día anterior me había dicho que le daba vergüenza que use poncho delante de sus amigas (técnicamente es una ruana, pero bueh) y para colmo de males unos meses antes yo había puesto el celular en blanco y negro, cosa que ella aun no logra entender (“¿Por qué tu papá tiene el celu en blanco y negro?”, le pregunta Oli, su amiga, cuando viene a almorzar). Admito que Emilia podría haber tenido más suerte en la repartija de papás (ojo que también los hay peores). 

 

  Aunque me cueste, estoy dispuesto a admitir que ha cambiado ese lugar al que Winnicott hace referencia, pero también pienso que es posible disputar sus usos tanto en relación a qué nos hacen hacer las apps, porque no es lo mismo si se sabe que recibiste el mensaje que si no se puede saberlo -hay algo de la mirada que cambia un montón-, y desde los dispositivos, porque no es lo mismo lidiar con algo tan difícil de despegar del cuerpo como un celular, que con algo que se separa y se vuelve a encontrar, como una computadora. Mirá vos, che, modos de la mirada y del fort-da acá nomás, en nuestro cotidiano transcurrir, según qué uso le demos a la tecnología.  

 

 

Voy a intentar encontrarme a medio camino con mi acusadora: mi violencia es producto de mi dificultad en admitir que el lugar donde vivimos, el lugar donde sucede mucho de lo más importante de nuestras vidas, cambió. La de ella considero que deriva de no pensar que puede poner algunas condiciones de uso que le habilitarían otros modos de estar…¿será que podremos retomar la conversación truncada por el choque entre nuestros lugares concebidos de distinta forma? 




* Pablo Tajman: Psicólogo y trabajador de la salud mental pública, en donde ejerce como clínico, docente, supervisor y analista institucional.


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