A propósito de Mi educación sentimental de Nicolás Riveros
/ Imagen: Santiago Hardoy /
En la reciente novela de Nicolás Riveros/Jorge Reitter se ensaya una escritura del trauma que resuelve los dolores padecidos en los límites de una sentida narrativa de sí. En este nuevo trabajo, el autor de Edipo gay, evidencia que esos dolores, que se siguen de nuestras rupturas amorosas, también dan cuenta de otras violencias que no cesan, de aquellas faltas de reconocimiento que sobreviven a las conquistas jurídicas logradas, de una temporalidad extemporánea que usualmente resulta irreconocible a los cánones de visibilidad hegemónicos.
por Eduardo Mattio*
“Nadie puede hablar de lo que verdaderamente lo atormenta” (Riveros/Reitter, 2021: 63). Esta afirmación, en el corazón mismo de Mi educación sentimental, es uno de los ejes desde donde es posible abordar el artefacto narrativo de Nicolas Riveros que conocemos de manos de Jorge Reitter. Esa idea transversal, ese motivo de la escritura, lo que nos atormenta y se vuelve inenarrable, es una moneda corriente para muchos gays maduros que quieren dar cuenta de su propia experiencia vital aún hoy cuando las porciones más aventajadas del colectivo LGTBIQ+ gozamos de los beneficios de la llamada “ampliación de derechos”. Un gay de más de cincuenta, por ejemplo, hoy puede casarse y formar una familia, pero tal vez todavía no pueda dar cuenta para sí ni para otrxs próximxs de ciertos pasajes angustiosos de su propia trayectoria biográfica. Hay algo del orden de lo traumático que se anuda en la lengua y que debe disfrazarse para ser contado. Así puede leerse la novela de Riveros: como un “archivo de sentimientos” (Cvetkovich, 2018), como un mosaico de postales personales, en el que se elabora un trauma que no es solo personal, sino también colectivo. Que por personal, como enseñaron las feministas, es político. Pero que por ser doloroso, solo puede ser compartido, elaborado y finalmente asumido cuando se lo pone quizá en la forma de una novela.
Jorge Reitter es el responsable del artificio borgeano con el que comienza la novela. Cuando el autor de Ficciones, se proponía volver verosímil un asunto fantástico, lo colocaba en un marco espacio temporal próximo, reconocible, prosaico, a los fines de darle una cuota de plausibilidad. Lo que resultaba inenarrable por fantástico se volvía próximo bajo el velo del testimonio que una persona reconocible le compartía o través de un manuscrito que otrx conocidx ponía en manos de Borges. En este caso, Reitter también va a contar algo inenarrable, algo que aunque no sea del orden de lo fantástico muchas veces puede resultar irreconocible, algo que a esta altura de los tiempos puede creerse inexplicable: el dolor que involucra vivir ciertas experiencias afectivas personales (el amor, la ausencia, el deseo, el duelo) cuando a la propia identidad (en este caso, la identidad gay) no se le ha reconocido la “legítima rareza” de tales experiencias. Es por eso que quizá Reitter pone esta historia en las manos de otro autor: Nicolas Riveros es un amigo suyo que relata en nombre propio el duelo que sigue a una ruptura amorosa, ese dolor que se enmarca en la amargura más amplia de una vida afectiva aplazada, de deseos no reconocidos, de placeres conculcados por el desacato moral que se les atribuye. A través de un tercero —Hernán, el amante con el que rompe—, Riveros deja en manos de Reitter una historia que, por dolorosa y significativa, aquél se ve en la necesidad de dejar atrás al momento de abandonar todo y radicarse en Canadá. Esta es la historia dolorosa que Riveros cuenta, es el trauma que elabora en la escritura y que deja en manos de Reitter, para que eventualmente sea publicada. Así en esa ida y vuelta, entre las manos de Riveros y las manos de Reitter, se hace próxima una historia que quizá en esta época pueda parecer desfasada, incluso para muchos gays, ahora que sí nos ven, ahora que podemos casarnos. Pero así quizá se hace posible, disfrazando el propio relato en el relato ajeno, haciéndolo pasar por una narración que estrictamente no es propia, que es el marco narrativo de toda una generación, así tal vez toma la forma de algo que puede ser narrado, algo que puede ser contado, que puede ser audible no solo para lxs demás, sino también para unx mismx. Como en ese epígrafe que Hannah Arendt (1998) toma de Isak Dinesen, “[t]odas las penas pueden soportarse si las ponemos en una historia o contamos una historia sobre ellas” (p. 199).
Quizás algunxs crean inadmisible volver a considerar el trauma afectivo que se destila en estas páginas: ¿por qué Reitter quiere detenerse tan morosamente en el dolor que supuso para Riveros la ruptura amorosa con Hernán, el amor de su vida? ¿Por qué no contar otras historias, con finales felices, en las que se haga justicia al presente luminoso que las disidencias parecen disfrutar desde hace un tiempo? ¿Qué puede haber de relevante en aquellas figuraciones anacrónicas, en sus deseos fallidos, en la reiterada recuperación de aquellas violencias que presuntamente quedaron en el pasado? ¿Qué se gana en el insistente gesto de volver la mirada atrás, como la mujer de Lot, a los dolores que pretendemos pretéritos (Love, 2007)? En efecto, la novela de Riveros trafica con emociones que pueden no ser “celebrables”, que preferiríamos abandonar a su suerte: la tristeza persistente, la melancolía advenediza, la calentura insatisfecha, un deseo estereoscópico que (nos) interrumpe todo el tiempo, ese fracaso gris que, como dice Halberstam (2018), tan bien nos sale a las personas sexo-diversas. La novela insiste en recordar que algunas formas de sentir en realidad no son raras o extemporáneas, sino que son indicio de una incomodidad que a muchxs de nosotrxs nos vuelve “parias emocionales” (Ahmed, 2019). Se nos crió para ser felices siguiendo el rol heteronormado —casarnos, tener hijxs, perrx, casa y auto—, en nuestra niñez y juventud se nos impugnó por no repetir el guión heredado, y hoy ya maduros, cuando carecemos de recetas emocionales precisas, parece que somos viejos para vivir una vida sexo-afectiva legitimada. Es decir, la novela de Riveros expresa una rara temporalidad en la que se maceran dolores que no cesan, en la que se visibilizan los efectos del reconocimiento que nos fue retaceado, en la que se ponderan dificultades emocionales que persisten porque no recibimos la educación emocional apropiada.
Hay algo poderoso en el título de la novela que a cualquier lectorx le llama la atención. En primer lugar, esa dimensión personal —i.e., los sentimientos, afectos y emociones— que parece muchas veces espontánea, intrínseca, singularísima, es referida a una tecnología que la produce. Hay un dispositivo educativo, hay una serie de condiciones históricas, contingentes, culturales que hacen posible que hoy unx sienta como siente. Es decir, eso que nos emociona muchas veces es producto del modo como hemos sido criadxs, de la forma como hemos sido reconocidxs, de las condiciones en que se hizo (im)posible nuestra legitimación como unx agente emocional competente y realizadx. En este sentido, la novela de Riveros es un artefacto preciso en el que se puede reconocer y reconstruir a través del mosaico de postales que se suceden aleatoriamente cómo alguien viene a sentir así como siente. Hay una historia que puede ser contada, hay un relato opaco en el que se pueden expresar todas esas situaciones en las que Riveros vino a convertirse en ese que siente así, de esta forma singular (aunque no propia). Y es en esa historia sentimental que se reconoce, repito, no solo la historia de Riveros, sino también la de toda una generación a la que se le expropió el derecho a sentir de otro modo, a la que se lastimó por sentir el deseo idiosincrático que sentía. En diversas escenas de la novela, ese deseo que podemos denominar “gay” (para abreviar), en esta “fenomenología del amor entre varones” que Riveros va desplegando, se va destejiendo una manera de sentir que ha sido conculcada, prohibida, interdicta. Por esa razón, insisto, hay algo en el “mi” del título, el “mi” de la educación sentimental narrada por Riveros que no se limita a una experiencia privada o propia, sino que tiene nítidos visos de generalidad. Y no porque sea una Experiencia Universal con mayúsculas, sino porque ofrece una buena figura de los amores que nos fueron despojados, de los placeres que nos fueron quitados, de las dificultades que se sucedieron sobre nosotrxs al momento de alterar mínimamente la gramática emocional heteronormada.
No quiero terminar esta breve reseña sin detenerme un momento en el epílogo, quizá la clave desde donde releer la sugestiva novela de Reitter. En ese final sentido, Riveros relata su vuelta a Paraguay, su país de origen, al momento de realizar los trámites sucesorios y desarmar la casa de su madre recién fallecida. Allí, en esas pocas páginas finales, se perfila otro maravilloso capítulo de esa novela personal, y por eso colectiva, que Riveros relata y Reitter recupera. El narrador repasa y reconstruye el vínculo hostil con su madre y así da cuenta de un primer reconocimiento que resulta constitutivo, que pone su sello a cualquier otro vínculo afectivo porvenir, que circunscribe las pautas a las que se verán sujetas las escenas de reconocimiento que nos esperan. En esa casa abandonada, lo habitan voces, el espectro de su madre, la ausencia ubicua de Hernán, todo aquello que es lo más difícil de perder, lo que no fue: “La buena relación que vos y yo nunca pudimos tener, la vida que no hice con Hernán” (p. 125), apunta Riveros. Todo eso se llora en el texto final de Mi educación sentimental. En el marco de esa lamentación conclusiva, el polvo “rápido y sucio” que acuerda con un desconocido poco antes de dejar la casa materna, realiza un cierre: Riveros parece romper el contrato que lo sujeta a un pasado que lo lastima. Así, vacío pero satisfecho, Riveros prepara su partida que es también una huida. Escribiendo el trauma que deriva de lo perdido, el texto actúa un duelo que tiene la forma de una retirada afectiva, de una fuga necesaria que permite la supervivencia. Esa evasión, una de las tantas que Riveros intenta en el relato, contiene la promesa de una vida con otras reglas, en la que se olvide, si eso es posible, el daño amargo que nos hiere desde el inicio.
* Eduardo Mattio: marica feminista; docente e investigador de la FFyH, UNC.
Referencias bibliográficas:
Ahmed, Sara (2019). La promesa de la felicidad. Una crítica cultural al imperativo de la alegría. Buenos Aires: Caja Negra.
Arendt, Hannah (1998). La condición humana. Barcelona: Paidós.
Cvetkovich, Ann (2018). Un archivo de sentimientos. Trauma, sexualidad y culturas públicas lesbianas. Barcelona: Bellaterra.
Halberstam, Jack (2018). El arte queer del fracaso. Madrid-Barcelona: Egales.
Love, Heather (2007). Feeling Backward: Loss and the Politics of Queer History. Cambridge: Harvard University Press.
Riveros, Nicolás/Reitter, Jorge (2021). Mi educación sentimental. Buenos Aires: La docta ignorancia.
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