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La angustia por el coronavirus y aislamiento obligatorio, ¿universal, particular o singular?

Actualizado: 4 may 2023

Las siguientes reflexiones surgen ante la demanda de aportar una mirada psicoanalítica a la hoy mediatizada “angustia de les argentines” en el contexto de la pandemia que sufrimos. A partir de esto, intentaremos no perdernos en los tecnicismos, ni en ninguna pretensión cientificoneutral, para problematizar qué se dice cuando se enuncia esa frase.




La base sobre la que reposa la sociedad es en última instancia de naturaleza económica” Freud

En el contexto de la actual pandemia, bajo el lema de “la angustia” se ha expuesto un campo de batallas que en general resulta velado: el de los afectos. Es así que luego de una conferencia de prensa (mejor no usar el significante cadena nacional) del Presidente Fernández, probablemente de las más recordadas, la “angustia de les argentines”, resulta un tema insoslayable: el gran diario de los argentinos, no puede sino decirnos que hay angustia de los argentinos.

Está claro que éste tópico ya venía siendo planteado con antelación, enunciándose más que nada para –luego de indicar en el encierro su causalidad– poner en cuestión la duración, el tenor y hasta la validez del aislamiento obligatorio. Sin embargo, puede ser pertinente preguntarnos si la respuesta conveniente es negar la discusión en aras de posicionarnos frente a las intenciones políticas que allí se vehiculizan, o es un debate que podría dejarnos algún saldo a cuenta de un cambio social.

Por ejemplo, de la mano de la “angustia de les argentines”, se ha llegado a juguetear con cierto tabú y se ha propuesto hablar de la “salud mental” de les coterranees. Cabe destacar que aún hoy el uso referencial de dicho sintagma suele arrastrar el “estigma de la locura”, lo que en ocasiones significa una barrera de accesibilidad a la oferta de dispositivos de cuidado de la salud mental.

Relacionado a esta cuestión, también sería beneficioso distinguir si el malestar psiquico generalizado puede ser una puerta abierta para un cuestionamiento del modo en el que se aborda socialmente la salud mental, y para producir condiciones facilitadoras de una superación de la mirada individualista (de la causa del padecimiento psíquico) imperante.

Se trataría de poder –de una vez por todas– confrontar los efectos segregativos del poder psiquiátrico, pero también desmontar los más sutiles efectos reguladores (estabilizadores) de la salud mental, en tanto desde la perspectiva hegemónica (en un sentido gramsciano, es decir que se impone también como interés de quien no forma parte de la corporación dominante e incluso en ocasiones por quienes se proponen enfrentarlo) no es sino índice de adaptación. Como vemos, una revisión de esa índole llevaría a poner en cuestión determinantes que exceden lo coyuntural (como la desigualdad social o el modelo sanitario, por no pretender demasiado y apuntar al sistema societal y la relación intrínseca entre trabajo y salud mental en la sociedad capitalista).

Concluyendo en lo que respecta a éste punto, resultaría pertinente sospechar de aquellos enunciados en los que, apelando a la preservación o restitución de la salud mental, o a la consideración de la angustia de los particulares como índice de ponderación de una salud no meramente “física”, solo ven en el “encierro” la unicausalidad suficiente de los males anímicos. Volver a la normalidad (a la vida pre-pandemia) implicaría, entre otras cuestiones, continuar (porque no se ha detenido con la pandemia) con la práctica del encierro en instituciones cuya función sería cuidar la salud. Vale preguntar: ¿de quién?, o ¿de qué?. Vaya paradoja. Por todo lo anterior es importante pensar de qué hablamos cuando hablamos de angustia o de salud mental.


Potencias de lo vulgar

Por otro lado, tenemos un uso más cotidiano, que podríamos asociar a lo que el historiador francés Canguilhem propone en términos de la salud como concepto vulgar, es decir “al alcance de todes”. En ese orden, se escucha hablar de nuestras angustias en esta coyuntura, y como lo hacen muchas veces nuestres pacientes, con angustia no se hace referencia a su especificidad como categoría de alguna ciencia, sino a experiencias diversas que podríamos precisar como “malestar” psíquico, que ponen en juego cierto carácter sufriente. La angustia, por lo menos desde algunos planteos de Freud, sería un afecto privilegiado para el trabajo psicoanalítico, y la experiencia a la que remite es sin dudas plausible de entrar en el conjunto de los “malestares”, pero no es la única.

Llegado a este punto podemos preguntarnos: ¿la generalización del malestar, tan visible hoy, da cuenta de una experiencia Universal? ¿O resultan necesarias algunas especificaciones? Lo universal tiende a homogeneizar lo diverso, pero también a brindarse como justificación en tanto resultaría ineludible, ineliminable. Por ello, es que como enseñó Foucault, una manera de producir “universalidad”, es presentar un hecho de la historia como un hecho de la naturaleza.

En las sociedades modernas los afectos, las emociones, se han pensado de esa manera, lo que estableció una barrera para las interpretaciones historizantes. Hablar de la “angustia de les argentines”, quizás, no haga sino reforzar ese imaginario, posibilitando afirmaciones que impugnan la cuarentena, evocando al fin a la angustia como experiencia universal y univoca, apoyándose para esto en que “la naturaleza del ser humano es ser libre”.

Llama la atención que les militantes anticuarentena exigen ser libres de enfermar, sin explicitarse que en el contexto actual también implica la libertad para contagiar o colapsar el sistema de salud, lo que da cuenta que tal libertad, lejos más que ser la antítesis de la sociedad, solo les posible como hecho social.

En la propuesta de Freud, por el contrario, los afectos implican siempre contenidos, ya que estos suponen para nuestro psiquismo un primer nivel de cualificación, de carácter rudimentario tal vez, pero imbricados de cualidad al fin. En ese contexto de significación, la angustia se distingue adquiriendo dos formas elementales: como señal de un peligro para el aparato psíquico, o como una angustia que, como he indicado en un texto anterior publicado en este mismo portal, detiene la máquina, y remite a un momento de desimbolización o descualificacion.

En tal sentido, es importante recalcar que desde determinada lectura freudiana la angustia orienta en un trabajo analítico respecto de un conflicto, y siempre supone la oportunidad analítica para su reelaboración, que no puede sino remitir a una “verdad histórico-vivencial”. Es decir, a una dialéctica colectivo-individual, aun cuando el dispositivo analítico no haga sino resaltar la irreductible particularidad de cada sujeto.

Desde este lugar es posible impugnar otros modos de conceptualizar los afectos en el terreno del debate teórico. Pero también nos permite tener presente que, en general, las concepciones naturalizantes además resultan individualizantes, en tanto hacen nacer los afectos “del interior del individuo”, y que ello privatiza el sufrimiento. De allí que en la actualidad se supone que un fármaco pueda oficiar de solución.

Lo vulgar del malestar, y su expresión en este contexto como malestar generalizado, vuelve sumamente incoherente y hasta ridículas las concepciones presentes en los mencionados reclamos. Pero también es necesario señalar que no son otras que las que se han impuesto con la mercantilización de la salud, con la emergencia del sector privado (ocurrida en la fase neoliberal del capital en nuestro país) que individualizan la atención y el cuidado.

Por cerrar este punto, quiero recalcar que tampoco me interesa derivar en razonamientos reduccionistas y románticos, como que el malestar es patrimonio de las clases subalternas, por que no lo es. Más bien de lo que se trata de tomar partido: hay malestares y malestares. Preguntémonos, ahora, si en tal diferenciación entre unos y otros es posible trazar condiciones vivenciales atadas a los antagonismos propios de nuestras sociedades.


Un saldo posible: una política del malestar

Desde otra vereda, sobre todo la de los movimientos sociales, feministas, de las disidencias sexuales, se ha tratado de poner el eje en la desigualdad de la reclusión, que no es otra que la reclusión en la desigualdad, en tanto no es la pandemia la que creó la misma, aunque posiblemente pueda agudizarla. Echando, aquellos, un poco de luz sobre realidades más complejas, visibilizando tensiones dignas de ser albergadas: morir de hambre, a manos de un femicida, por un policía tucumano o morir de coronavirus, podría ser una forma de sintetizarlo. Es decir: por más esfuerzo estatal, hay cuarentenas y cuarentenas.

Por ello, es que conviene asumir una perspectiva interseccional (que haga un mapa a partir de nociones como clase, género, raza, entre otras variables posibles) en la delimitación de tal tema. En lo que respecta a esta perspectiva los autores Exposto y Rodriguez Varela, han insistido en denominar “Giro Malestarista” a la incorporación que se está haciendo en la teoría y la práctica política anticapitalista de tal consideración, en tanto se tornaría insoslayable el malestar en los particulares que el capitalismo y sus crisis generan.

Para esta perspectiva, no se debe desatender que en la crisis actual se intensifican causales del malestar. Entre estos últimos ejemplos urgentes pueden ser la formación del trabajo nominada “precariado” y la expansión de las fronteras del “trabajo” en el contexto que estamos viviendo, y estratégicamente el antagonismo que realmente existe entre la vida y la tendencia a la realización de la lógica del Capital.

Esto último se vincula a aquello que en definitiva podría pensarse como problema de fondo: que el capitalismo no habilita otra organización posible que aquella en la que la reproducción de la vida humana -en su sentido más concreto- no puede sino entramarse en la producción de Capital. Dicho en criollo, no va de suyo que para poder vivir haya que trabajar. Esa es una verdad capitalista y un antagonismo realmente existente. En ese contexto, el dilema “morir de hambre o morir de coronavirus” tiene sentido, como también lo tiene el de la economía y la vida, aunque este no se restringe a los meses de cuarentena.

A partir de esto último no sería conveniente, entonces, subsumir el malestar como un problema de salud e incluso psicoanalítico. Cuando colegas suman su expertise y se posicionan a partir de no sé cuál psicoanálisis (en general se plantea del siguiente modo: “El psicoanalisis dice…”) como modo de legitimación, no hacen sino confiar en cierta extrapoliticidad del psicoanálisis que no se distancia sustancialmente de la posición defendida por cualquier tecnócrata (que por alguna casualidad suelen ser de derecha).

Dicho esto, resulta conveniente no solamente antagonizar con esos “discursos autorizados” por su filiación política renegada o por los intereses que involuntariamente nutren, sino proyectar desde la coyuntura actual discursos y prácticas germinales para un cuestionamiento de las causas de dichos malestares. Por ello, también, es que no debemos creer que se trata solamente de un debate teórico.

Si resulta inviable políticamente e institucionalmente hacer lugar a “más frentes”, si no hay con qué, si la prioridad está en mantenernos vivos en el sentido orgánico (no doy por cierta ninguna variable, pero si no podemos ponernos de acuerdo en esto) entonces por lo menos no escotomicemos los efectos secundarios -más poder a las fuerzas represivas, más poder al poder bio-médico, etcétera–.

Tampoco deneguemos la relevancia del malestar psíquico –hagámoslo síntoma trasponiéndolo a la estructura social–, aun cuando pueda considerarse que sería peor morirse, o que el Estado siguiera las recomendaciones made in Macri o Milei.



*Trabajado de la salud pública / psicoanalista


Nota publicada originalmente en Notas Periodismo Popular.

La angustia por el coronavirus y aislamiento obligatorio, universal, particular o singular
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