Pandemia (o de la ilusión de Win Wenders)
- Roberto Salazar
- hace 4 días
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Actualizado: hace 3 días

Hoy, a un siglo de Más allá del principio del placer, tenemos una agudización (¿similar?) de los modos de gozar de antes de la pandemia, pero con una escasa exégesis, o una al menos plausible, de sus consecuencias.
En esta nota, Roberto Salazar ubica que los psicoanalistas venimos sabiendo ocupar el último eslabón de la cadena de atención de los padecimientos modernos y se pregunta ¿podremos construir un saber que permita incidir sobre la época, y aspirar a tener efectos en algunas de las causas coyunturales del malestar contemporáneo?
por Roberto Salazar*
Hará cosa de un año, Perfect days, del director alemán Wim Wenders, tenía una presencia indiscutida en casi cualquier cine foro. Muchos de estos incluían una perspectiva psicoanalítica, o al menos contaban entre sus panelistas con algún psicoanalista, por lo que no es difícil pensar que durante unos meses (hasta la aparición de Bebé reno) fue la película más psicoanalizada del momento. No recuerdo bien cuándo se llegó al consenso de que el análisis de personajes ficcionales y de tramas podría ser una caricaturización de los conceptos psicoanalíticos, y muchos analistas fuimos descreídos con la relevancia de lo que se podría llegar a decir en un cine foro, pero de cuando en cuando hay una excepción, un volcamiento a cierta obra que irrumpe y que nos empuja a explicarla, seamos analistas o no, como en el caso de Adolescence. Pero de la serie de Netflix no voy a hablar hoy.
La interpelación que encontré, como analista, en Perfect Days fue menos por la película en sí (que me gustó mucho, dicho sea de paso) que por las palabras que dijo el propio Wenders sobre su concepción:
Durante la pandemia, tuve constantemente pensamientos de cómo viviríamos el día después. Todos pensamos que luego de eso, la vida sería diferente. Habríamos aprendido como sociedad… milagrosamente, de alguna manera… habríamos aprendido a vivir y a decidir vivir de otra manera… a manejar la abundancia de otra manera. Pero poco de eso sucedió… más bien se hizo algo más salvaje que antes. Entonces me di cuenta de que había algo que decir sobre eso.
En el primer momento de la pandemia, la verdad es que no pensé al capitalismo con su clásica imagen de Hidra inmortal. Me sentía más cercano a esa vida diferente de la que habla Wenders. Quizás por contagio: recuerdo aquel libro editado a toda velocidad en marzo de 2020, Sopa de Wuhan, en donde los intelectuales más relevantes de Occidente vaticinaban el freno, el límite o el final del capitalismo tal como lo conocíamos. Judith Butler, Jean-Luc Nancy, Giorgio Agamben, Paul B. Preciado, Byung-Chul Han, Alain Badiou…dejo a un par de nombres para más adelante. Pero como constató Wenders, no solo fue una falsa alarma (más), sino que recrudecieron varios de los viejos males: algunos algo entendibles como el hiperconsumo; otros que ya venían desplegándose, como los neofascismos.
El porvenir de una ilusión, esa que nuestro modo de existencia contemporáneo parece limitar, (como bien lo plantearon Frederic Jameson o Mark Fisher), pareció tener una oportunidad única, en tanto que el shock fue absolutamente mundial. Pero como un tren al que apenas le pudimos divisar la cola, que partió antes de que pudiéramos subirnos a él, la ilusión mutó, como dice Wenders, en desilusión. Puede que haya algo del régimen de los goces que lo hace refractario incluso a eventos tan supremos como este. Pero lo que denuncia el director de cine alemán es algo más grave: es que ni siquiera se llega a padecer, somos incapaces de convertirlo en síntoma.
Quizás es algo que se repite. Es cierto que una pandemia mundial seguida por consumo desenfrenado y el ascenso de los fascismos no es un asunto nuevo. En esta misma década, pero hace cien años atrás, concurrían los mismos fenómenos. Sigmund Freud venía extrayendo las consecuencias del último conflicto europeo y su Más allá del principio del placer, más que la neurosis de guerra, explicaba (o predecía) muy bien los modos de violencia y exceso que se agudizarían en buena parte de Occidente hasta su apoteosis en el desencadenamiento de otra guerra mundial. Hoy, un siglo después, tenemos una agudización (¿similar?) de los modos de gozar de antes de la pandemia, pero con una escasa exégesis, o una al menos plausible, de sus consecuencias: Slavoj Zizek, psicoanalista y cineforista, en Sopa de Wuhan anunciaba que el coronavirus le había infligido al capitalismo moderno un golpe a lo Kill Bill, uno que le haría explotar el corazón. Todavía esperamos, como en la película, que se apure en dar los últimos cinco pasos antes de, finalmente, desplomarse.
La dificultad de los psicoanalistas en dar cuenta de las incidencias subjetivas de la pandemia (allende a la casuística y al uno por uno) habla de cierta renuncia que viene recorriendo, en primer lugar, a la teoría psicoanalítica: confinados los psicoanalistas a hacer retornos a de autores canónicos o revivals de autores ninguneados históricamente, como si fuésemos presa de esa retromanía que bien describió (en otro terreno) Simon Reynolds; con la dificultad aparejada de borronear el pulso sincrónico tanto de lo de entonces como lo de hoy, haciendo remedos de vanguardias. En segundo lugar, y no sin relación a ese compost conceptual, la aparente renuncia a dar cuenta no solo de los efectos, sino a intervenir sobre las causas de otras epidemias: depresión, ansiedad, adicción a los dispositivos electrónicos, suicidios, violencia intrafamiliar. Los psicoanalistas venimos sabiendo ocupar ese último eslabón de la cadena de atención de los padecimientos modernos, contentándonos con (y no es poca cosa) aliviar, pacificar y, a veces, hasta curar, sin poder construir un saber que permita incidir sobre la época, en aspirar a tener efectos en algunas de las causas coyunturales del malestar contemporáneo. Un psicoanálisis que no es ciego, ni mucho menos sordo, pero que se ha acomodado en cierta mudez epocal.
Otros de los autores de Sopa de Wuhan, Bifo Berardi, viene hablando de la Gran Renuncia, de la dificultad de lo político, de la que no nos podemos excluir los psicoanalistas (para no hablar de las Escuelas), pero cabría hacer algunos atenuantes. La pandemia del 2020 es quizás un evento todavía cercano, demasiado próximo para extraer consecuencias sólidas. Los psicoanalistas, fuimos, como cualquier otro, padecientes. Pero la contención analítica, tan cara en nuestras curas (y que a veces se le ha confundido con la abstinencia), no solo no nos es exigida fuera de allí, sino incluso, impugnada: el trabajo intelectual, de discusión pública, de estar a la altura de la época, reclama un psicoanálisis (o a unos psicoanalistas) comprometidos con el bien decir. Es lo que hace Wim Wenders con su película, haciendo ahí de analista (o mostrándonos el camino) ante la abulia del nada pasa, ante la vuelta al refugio de las viejas trincheras, ante el aparentemente inconmovible programa de goce que reina.
Wenders arma su obra con base a su propia ilusión y desilusión: pudo entrever una ruptura genuina, una primavera revolucionaria… y como tantas veces antes, verla disuelta, escurrida de entre las manos. No es del todo preciso que los psicoanalistas hayamos renunciado a alzar la voz; quizás no hemos sabido hacernos escuchar. Tampoco creo que la parálisis teórica o asistencial sea irreversible; le convendría, eso sí, una buena sacudida. Lo que creo que nos urge a los psicoanalistas es una ilusión. Una tan feroz que exija saberle atajar sus propios efectos imaginarios. Una tan vehemente que sea difícil no notar su propia impostura. Una que, como todas, esté condenada a su propio desvanecimiento. Pero una ilusión al fin. Una ilusión como la de Wim Wenders, una de la que después haya que hacerse cargo.
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