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¿Dónde empieza y dónde termina el psicoanálisis?

Actualizado: 18 abr 2023





Esta es la historia de Juan, analista comprometido y apasionado. Es la historia de sus reflexiones a partir de más de veinte años de profesión, es la historia de cuando llega a poder pensar de un modo más complejo -en términos menos binarios y opositivos- sobre lo valioso de su práctica al mismo tiempo que sobre las consecuencias políticas de su repetición. Esta es la historia de Juan y un poco también del narrador de este texto.



* por Pablo Tajman



Un analista en sus cuarenta y largos, recibido de psicólogo bastante joven, llamémoslo Juan, Juan A. Méndez, si es que quieren saber cómo firma sus trabajos. De clase media, vive en la ciudad de Buenos Aires y es un apasionado de su trabajo.


Juan lleva a cabo tratamientos psicoanalíticos desde hace poco más de dos décadas. Escucha siguiendo la regla fundamental, otorgando valor parejo a los distintos elementos del discurso de sus pacientes. Trata de desprenderse de los saberes que porta de antemano, exceptuando ideas-guía como las siguientes: que sus pacientes portan un saber no sabido y que él empleará un método para ponerlo en juego.


Durante su carrera profesional fue aprendiendo a trabajar con otras disciplinas (cuando resulta necesario), a tomar en consideración la dimensión de lo comunitario, a armar redes, a pensar en términos de salud pública y a interesarse y comprometerse con nuevas leyes que reconocen derechos largamente pasados por alto. También fue incorporando cuestiones de género que lo fueron volviendo más sensible a distintas relaciones de dominación que antes no veía con claridad. Desarrolló todo esto especialmente en su práctica en el hospital público en el que trabaja desde que se recibió.


Con los tratamientos que conduce a veces las cosas van mejor y a veces peor, pero, en términos generales, a lo largo de los años muchas personas se han beneficiado con estos espacios, personas que han ido pudiendo pararse mejor en su vida, en términos más deseantes, más creativos, con menos culpa y con menos de ese mantener “completos” a sus otrxs significativxs.


Sin embargo, una madrugada lo despierta un pensamiento: “que las canas no sean al pedo…”. No recuerda más que impresiones vagas del resto del sueño. Entrenado por los largos años de sus tres análisis, no deja escapar a la enigmática frase que lo despertó. Asociando a partir de ella se le presenta otra, que recuerda haber escuchado en algún lado: “En psicoanálisis hay distintas temporalidades en juego”.


A partir de ahí, el encadenamiento de ideas sigue casi sin esfuerzo: claro, una cosa es una entrevista o una sesión donde en muchos momentos se necesita habitar esa temporalidad irrepetible del caso por caso, donde no se sabe por dónde saltará la liebre que permitirá el trabajo de simbolización, trabajo que implica transitar, muchas veces, por los caminos más inesperados; y otra cosa es cuando, fuera de sesión, pensando transversalmente sobre nuestras distintas experiencias clínicas encontramos recurrencias llamativas, que parecen exceder lo particular de tal o cual situación.


Se le ocurre un ejemplo: con cuántas situaciones de abusos y violaciones intrafamiliares se ha encontrado en sus años de trabajo. Al principio tendía a no creer que fuesen verdad, pero se fue rindiendo ante la evidencia. Freud mismo se enfrentó con esto. Y no solo Freud, sino el mismo psicoanálisis de fines del siglo XIX y principios del XX se enfrentó a ello y terminó decantándose -mayoritariamente y de la mano de su fundador- por una teoría que privilegiaba la explicación a través de mecanismos psíquicos (la fantasía inconsciente) por sobre aquellas explicaciones que resaltaban cuestiones de orden social (hoy las veríamos como alguna teorización sobre la violencia en una sociedad Patriarcal, Colonial y Capitalista). Se trataba, entonces, de fantasías inconscientes y no de una sociedad estructuralmente violenta y al mismo tiempo escondedora de sus violencias, violencias que en este caso estaban dirigidas hacia lo que esta sociedad misma consideraba su base, lo más sagrado, es decir, la familia, la sagrada familia.


Esto tuvo como consecuencia que en psicoanálisis fuese coherente trabajar con exclusividad con la temporalidad del caso por caso y su correlato técnico de asociación libre y atención flotante, que entonces campearon a sus anchas, ocupando todo el espacio de trabajo, reservando, claro está, un lugarcito para las interpretaciones, cortes, escansiones, producto todas ellas de la aplicación de la regla fundamental: hable, diga lo que sea aunque no le parezca pertinente, le resulte nimio o le dé vergüenza, en su encuentro con la atención flotante de quien ocupa la posición de analista.


Si la fantasía inconsciente era estructural de lo humano, si la sexualidad era traumática en sí (sin necesidad de haber sufrido traumatismos por medios sexuales) y dicha sexualidad se procesaba a través de la fantasía inconsciente, que podía variar en contenidos manifiestos según tiempo y lugar pero tenía siempre una estructura común (como la ley de prohibición del incesto a la levistró), entonces no había nada para hacer con lo común a la especie. Con lo que sí había mucho para hacer era con las diferencias individuales del procesamiento psíquico que se lograba -o no- de lo traumático de la sexualidad humana, esa sexualidad que hace estallar el instinto que guía a nuestros hermanos animales. Había que ocuparse del vínculo de cada “sujeto” con sus fantasías inconscientes, trabajar con los lugares que ocupaba con respecto a su propio discurso y con el lugar que daba al analista en la transferencia, esa especie de teatro psíquico.


En el caso de Juan, los años de hospital y los años de feminismo a los que la sociedad de nuestro tiempo lo expuso, no fueron al pedo. Doy fe como narrador de este texto. Por eso Juan hoy sabe que, si bien lo traumático siempre es procesado de algún modo por la fantasía inconsciente, eso no implica que no vivamos en una sociedad que, estructural y sistemáticamente, produce violencias y las oculta. Justamente, es la fantasía inconsciente la que permite a sus víctimas realizar intentos -no siempre exitosos- de procesar lo vivido. Que esta no sea la única función de la fantasía inconsciente no implica que no sea una parte importante de ella. Hace un tiempo que, en algunas discusiones entre colegas, Juan se encuentra haciendo un chiste que no causa gracia: “Che, para mí no es lo mismo si te violaron que si no te violaron…”, suele decir cuando la discusión psicoanalítica parece estar perdiendo todo vínculo con la realidad.


Sigue la noche, Juan sigue despierto y un poco preocupado por el estado en que va a trabajar mañana todo el día -habiendo dormido tan poco- y entonces le ocurre que piensa en la siguiente obviedad (que de tan obvia no sabe si es una estupidez o una gran cosa): ¿Será que la tarea del psicoanálisis no termina en el tratar de llevar a buen puerto cada uno de los tratamientos que conduce? ¿Y será que tampoco termina en el escribir sobre las diferentes estructuras clínicas que trata, ni en estudiar y enseñar Freud, Lacan (y otres), ni en supervisar?


¿Será que, en psicoanálisis, además de lo antedicho, también se trata -o se debería tratar- de diseñar y llevar a cabo dispositivos para intervenir con respecto a los modos sociales de producción de sufrimiento que las recurrencias clínicas pueden revelar? ¿Será que, sin esta segunda y consecuente parte de nuestro trabajo, la primera se arruina en buena medida?


El ejemplo de los recurrentes abusos y violaciones intrafamiliares es claro al respecto. Si recibo a unx niñx abusadx en su ámbito familiar y trabajo bien, evito un mayor daño, soy parte de la elaboración psíquica de esa violencia y eso es valiosísimo. Lo mismo con la segunda, la tercera y la décimo cuarta oportunidad. Pero quizá a la ocasión número, digamos, ciento veintisiete, sea razonable preguntarnos cuáles son las condiciones de producción de tantxs niñxs abusadxs y preguntarnos también si el psicoanálisis no desplegaría mejor su potencia al intervenir también sobre dichas condiciones de producción de las violencias. Claro está que, de intervenir en ese nivel, los campos disciplinarios no pueden mantener una identidad rígida y opositiva porque se hace necesario intervenir en redes con otros campos (disciplinas, instituciones, activismos).


Para quienes trabajamos en lo público (como Juan y yo), estas reflexiones nos invitan a reconsiderar nuestro nivel de obediencia hacia las instituciones y hacia el Estado. Cuanto más nos marcan la cancha y son otres quienes diseñan los equipos y dispositivos que nosotres deberemos “aplicar” al territorio (quizá a veces nos den libertad de diseño, pero nunca recursos), más cerca estamos de la reproducción. Y cuanto más podamos decidir sobre estas cuestiones, sobre el uso de recursos modificando las mismas instituciones, más cerca estaremos de incidir sobre estas violencias. Nuestra participación en lo público puede ser como técnicos que repiten procedimientos heredados con cierto nivel de creatividad (que se juega en límites muy estrechos) o como agentes clínico-políticos que disputan el sentido de lo público y la función del Estado. Que desde trabajo social se le dé a cada paciente sumido en la pobreza alguna migaja o que desde varias disciplinas se ayude a que se organicen comunitariamente haciendo otro uso de los recursos conseguidos, puede hacer una diferencia importante.


Como narrador me veo llevado a proporcionar algunas referencias teóricas para ampliar las intuiciones de Juan. Hay una serie de relaciones que propone el sociólogo argentino Daniel Ferenstein. Los seres humanos somos los mamíferos más heterónomos del planeta, es decir, quienes desarrollan más tarde sus posibilidades de autonomía, porque lo hacen mayoritariamente fuera del vientre materno, es decir, en contacto con su entorno, que suele ir más allá de sus progenitores. Somos los que más tardan, pero los que pueden producir mayores variaciones porque la diversidad de entornos bio-socio-culturales en que nos desarrollamos presenta variaciones mucho mayores al vientre materno donde los demás mamíferos realizan una cantidad de conexiones neuronales (entre otras muchas cosas), que nosotres tendremos que hacer por fuera de él, en intercambio con nuestros otres.


Es por esto que Piaget plantea que el desarrollo de la autonomía (no solo en el comportamiento individual sino en el diseño de modos de vivir en común) se da principalmente en el intercambio entre pares. Es charlando con otre chique del jardín que nos enteramos lo que nuestra familia no nos revelaba: Papá Noel son los xadres. Desde allí se abre la posibilidad de hacer el camino para decidir sobre nuestra vida en común sin tantas mediaciones y delegaciones como las que proponen las democracias representativas occidentales, no sea cosa que creamos que sus bondades son nuestro máximo desarrollo de autonomía posible.


Frente a la pregunta de cuáles son los puntos en común que unen a las víctimas del genocidio Nazi o el de la última dictadura militar argentina, ya que estuvieron muy lejos de asesinar solo a judíos o a militantes armados de organizaciones de izquierda, puede responderse que se apuntó a todxs aquellxs que desarrollaban algún tipo de autonomía en sus vidas en común: en su vida política, sexual, laboral, educativa y de producción de conocimientos, en los modos de armar familia y comunidad y largos etcéteras. Y para destruir esas autonomías, no solo se asesinó, sino que se implementaron distintas medidas para evitar todo intercambio pensante entre pares. En contra de la figura popular del militar argentino inculto, haciendo cosas de “bruto”, podemos citar la precisión quirúrgica de una de estas intervenciones: en la última dictadura argentina se prohibió en los jardines de infantes de todo el país la realización de trabajos grupales, todos debían ser individuales.


Este movimiento que va desde la identificación de aquello que nos vuelve autónomos y creadores de nuestras vidas en común a aquellas intervenciones más sutiles que desarman las condiciones que lo posibilitan (no solemos pensar la relación entre la dictadura y los jardines de infantes), llega hasta nuestros días. El fin formal de la dictadura no implica que no tengamos aún fuertes efectos de destrucción de nuestra capacidad para, como decíamos, crear formas de vida en común, intercambio entre pares, asociarnos con distintos fines, etc. Como desarrolla magistralmente el psicoanalista Sebastián Plut, hace no tantas décadas, donde frente a avasallamientos masivos contra sus derechos laborales, lxs obrerxs de una fábrica o lxs empleadxs de una empresa hubieran hecho una fuerte movida en común, en la actualidad lo común ha mutado, es habitual que frente a situaciones similares se registre una ola de depresiones y suicidios y ninguna o una muy pobre acción conjunta. Los genocidios han sido más exitosos de lo que nos gustaría pensar.


En la salud pública sufrimos fenómenos similares en relación a nuestra capacidad de intercambio entre pares y de gestión de la realidad institucional común. Nos lamentamos del avance del desarme de lo público y de las malas conducciones, pero no nos organizamos o lo hacemos muy pobremente, a duras penas, por ejemplo, para defender un sueldo que va dejando de alcanzar, pero no logramos organizarnos para intervenir con respecto a lo que les ocurre a los que peor están, más allá de un nivel individual de intervención, caso por caso. Y ahí se homologan psicoterapias varias, prácticas médicas, de trabajo social (con honrosas excepciones, claro).


Lo desarrollado hasta acá nos invita a tomar en consideración las teorías en que el psicoanálisis se apoya, a veces sin saber lo muy determinantes que pueden llegar a ser tanto de lo que se nos vuelve pensable como de lo que resultará impensable desde ellas. Ya que tomamos el ejemplo de los abusos incestuosos, podemos revisar un apoyo que resulta muy determinante para nuestra disciplina, la antropología, pero sobre todo atenderemos a qué es lo que importa de la antropología para el psicoanálisis.

La antropología estructural levistraussiana es la teoría que desde hace unos setenta años hasta la actualidad nos da sostén en nuestro trabajo con relación a lo incestuoso. Para ejemplificar esto, tomemos dos sociedades que se estructuran según dos modos, dos variaciones de la ley de la prohibición del incesto. Una de ellas, la nuestra, produce sistemáticamente hambre en una gran cantidad de sus miembros y la otra, la Guayakí, no. Es más, en esta última no es ni siquiera pensable que uno de sus miembros pueda sufrir hambre mientras que los demás no: o todes comen lo suficiente o todes comen menos de lo que necesitan. Entonces, ¿deberíamos quedarnos en la universalidad de la prohibición del incesto como dato antropológico transversal a ambas sociedades y suficiente para el psicoanálisis, que trabajaría igual tanto en una como en otra, buscando la salida exogámica en el caso por caso? ¿O deberíamos tomar en cuenta como diferencia importante para el estudio del sufrimiento psíquico lo particular de una sociedad que se estructura sobre un modo de prohibición del incesto relacionado de alguna manera con la producción sistemática de miembros hambreados en comparación con la que no? Podría argumentarse que la forma de presentación de la prohibición del incesto en una sociedad no tiene ninguna relación con la producción -o la no producción- de hambre para sus miembros, pero para demostrarlo también hay que ir más allá de la universalidad levistraussiana, que está más enfocada en las continuidades entre sociedades que en las diferencias.


Juan -que escucha lo que pienso- sospecha que ya no va a poder volver a dormirse antes de que suene el despertador, así que se levanta, toma un jugo de naranja, come lo que queda de un budín y busca algo que leyó hace tiempo y que le está rebotando en el bocho desde hace rato: “Existe para el cazador aché [autodenominación de los llamados “guayakíes”][i] un tabú alimenticio que le prohíbe formalmente consumir la carne de sus propias capturas: ‘los animales que uno ha matado, no debe comerlos uno mismo’ [¿Cómo? ¿Es que también hay otros tabúes que importan?]. De manera que cuando un hombre llega al campamento, comparte el producto de su caza entre su familia (mujer e hijos) y los otros miembros de la banda; naturalmente él no probará la carne preparada por su esposa. Ahora bien, como se ha visto, la caza ocupa el lugar más importante en la alimentación de los guayakíes. De ello resulta que cada hombre pasa su vida cazando para los otros y recibiendo de ellos su propio alimento. Esta prohibición es estrictamente respetada, incluso por los niños no iniciados cuando matan pájaros. Una de sus consecuencias más importantes es que ella impide ipso facto la dispersión de los indígenas en familias elementales: el hombre moriría de hambre a menos de renunciar al tabú [prohibición al desarrollo de algo como el individualismo moderno y su disminuida familia nuclear]. Es necesario por lo tanto desplazarse en grupo…” dice Pierre Clastres (quien hizo su trabajo de campo con estas sociedades entre 1963 y 1974) en el capítulo “El arco y el cesto” de su libro “La sociedad contra el Estado”.


Juan limpia con la mano las migas del budín que cayeron sobre la página, sigue leyendo y encuentra que, unos párrafos más abajo, continúa la explicación: “…Vemos así al intercambio de la caza…transformar, por su carácter obligatorio, cada cazador individual en una relación. Entre el cazador y su ‘producto’ se abre el espacio peligroso de la prohibición y de la transgresión; el temor [al tabú alimenticio]…fundamenta el intercambio al privar al cazador de todo derecho sobre su caza: este derecho sólo se ejerce sobre la de los otros. Ahora bien, es asombroso constatar que esta misma estructura relacional, por la cual se definen rigurosamente los hombres al nivel de la circulación de los bienes, se repite mucho en la esfera de las instituciones matrimoniales.” “Tomá ‘pa vos, Claude”, piensa Juan con una sonrisa, “acá está bien clara la relación entre un intercambio y el otro, entre una circulación y la otra, ¿será que podemos explicar mejor el capitalismo por la desarticulación entre prohibiciones fundantes y por la caída de una de ellas (prohibición alimentaria), que por el sostenimiento de la otra (prohibición del incesto)”? “Y tomá ‘pa mí”, remata su pensamiento produciéndole un gesto que le tuerce la expresión cuando piensa en qué dice esto de su práctica y la de sus colegas[ii].


¿Es para el psicoanálisis un problema cuán seguido falla la prohibición del incesto o solamente atendemos a sus víctimas sin que sean “asunto nuestro” los mecanismos que generan dichas violencias sistemáticamente?


¿Hay alguna relación entre cuánto falla la prohibición del incesto y el individualismo moderno donde lo que finalmente importa es mi persona y poco más?[iii]

En una sociedad donde no hay hambre[iv], ¿cuál es la relación de co-determinación entre unas y otras violencias? ¿Habrá menos casos de incesto donde no haya miembros hambreados? Entonces, si al psicoanálisis le interesase que no se violenten niñes en nuestra sociedad, por medios sexuales u otros, ¿debiese interesarse también por lo que ocurra con otras violencias?


Dicho más sencillo aún: no hay psicoanálisis que no se apoye en una consideración general -explícita o implícita- de lo humano, lo que es equivalente a decir que no hay psicoanálisis que no se sostenga en una -a veces mínima- mirada antropológica. De qué se ocupe, qué resalte esa mirada tendrá consecuencias directas sobre los objetivos que podamos dar a nuestra práctica. Entonces, prestarle atención o pasar por alto la relación entre la producción de unas y otras violencias será importante para el psicoanálisis o no lo será en absoluto. Es decir que, desde una mirada antropológica de la continuidad (donde importa principalmente una única prohibición más allá del tiempo y el lugar), se considerará que hay violencias socialmente producidas que resultan significativas y otras que no[v], por lo que quedará descartada la importancia del cambio histórico. Por el contrario, si sí importase la relación de co-producción entre las violencias, eso dará a ver grandes diferencias y discontinuidades entre sociedades en las que, a pesar de tener todas una prohibición del incesto en alguna medida operante, importará ver en qué medida se hacen efectivas y cuán determinado está ese hecho por otras prohibiciones y los grados de efectividad que logren, habilitándose entonces la importancia del cambio histórico tanto en la comparación entre sociedades como en la de distintos momentos históricos de una misma sociedad.


Como no es evitable -ni deseable, agregaría- que la práctica del psicoanálisis conlleve una práctica política, se lo sepa o no, se lo quiera o no, entonces resulta preferible elegir cuál, en lugar de ser tomados por default por la violencia hegemónica que nos pondrá a su servicio. “Elegir cual” implica ensayar dispositivos que en general son híbridos, porque cuando se los quiere “puros” se trata más de una preocupación por la identidad de quien los arma -entendida por oposición a otras- que por las intervenciones que podrían llevarse a cabo si los esfuerzos estuvieran dirigidos de otra forma.


Volviendo a Juan, de más está decir que, como sospechó desde un principio, no volvió a dormir esa noche. El amanecer lo encontró preparando el café, bien cargado, para el desayuno. Sabe que su pareja, Rafael, que sigue durmiendo como un lirón, va a protestar por eso. Mientras lo filtra piensa que hace años que lleva a cabo solo la mitad de su trabajo en un campo,[vi] que considera que esa mitad es todo el trabajo y, así, ayuda creativamente a cada paciente con su sufrir al mismo tiempo que normaliza las condiciones sociales de producción sistemática de las fuentes de dicho sufrimiento. Esto no quiere decir que a Juan le deje de importar cómo se posicione cada quien con respecto a dichas fuentes, nunca dejará de ser de lo más importante del trabajo psicoanalítico. No se trata de A o B, si no de A y B.


Juan, con las tostadas un tanto atragantadas -Rafa empezó con la prevista protesta, pero al verle las ojeras se detuvo a medio camino y lo abrazó-, se sube al auto y sigue pensando que lo que hizo los últimos veinte años es solo una parte del laburo. Pero que no es “solo una parte” a la que se le podría agregar otra, así, sin más, como un cubo de madera que se apoya sobre otro. No es inocua esa división que en su repetición torna a nuestra práctica políticamente retrógrada porque sostiene -cuanto menos por omisión- la producción de pacientes tal como la conocemos. Al no intervenir sobre aquello a lo que las recurrencias clínicas apuntan (las condiciones necesarias, aunque no siempre suficientes de la producción de cada “caso”), ayudamos a cada pibe violado al mismo tiempo que colaboramos con que se siga violando a nuevos pibes.


De mínima, pasar por alto la posibilidad de intervenir sobre las condiciones sociales de producción de violencias recurrentes nos marca límites muy altos, asfixiantes, empobreciendo severamente los efectos de nuestras intervenciones, que quedarán estrictamente confinadas a lo individual, al caso por caso de ninguna generalidad, mejor dicho, de una generalidad que ya no podremos leer, aunque nos determinará, por eso mismo, mucho más fuertemente.


Si esto es así, no hay psicoanálisis sin orientación política. No hay psicoanálisis que sea solo “una parte”, siempre es las dos: la intervención “clínica” y la intervención “social”. Cuando se enfoca exclusivamente en el caso por caso, la política que consecuentemente se estará produciendo -quizá, honestamente, sin saberlo y con las mejores intenciones- será una política de la reproducción del horror (que después podremos aliviar con nuestros tratamientos). Ocuparse de esto es parte de ocuparse del saber no sabido. Des-cubrir qué proyecto de sociedad propugnamos con nuestra práctica, mostrarlo, revelarlo, habilita el intento de darle otra direccionalidad a nuestro trabajo que no sea la de la colaboración no sabida en la reproducción identitaria de las violencias sociales sistemáticas de nuestra sociedad.


Resumiendo, ¿es siquiera posible seguir pensando que puede haber un psicoanálisis que no implique una práctica política a menos que sigamos “absteniéndonos” de la búsqueda de la mínima información socio-antropológica que nos informe sobre las consecuencias de las recurrencias de nuestra práctica? ¿Es que el uso de la abstinencia en el caso por caso -ahora sí, abstinencia sin comillas y como algo de lo que no podemos prescindir en nuestro quehacer clínico- no se corresponde con una práctica política específica sobre todo cuando incluye el pensar que no la hay? Si la modernidad se caracteriza por producir violencias sistemáticas al mismo tiempo que las condiciones de su ocultamiento, esto también debiera formar parte de lo que entendemos por inconsciente y llevar a una reconsideración de las consecuencias de la repetición del modo en que llevamos adelante nuestra práctica. Práctica que puede tener, como decíamos, un valor “positivo” para tal situación específica (cada caso del “caso por caso”) y un valor muy distinto a otro nivel de consideración.


En lugar del ejemplo tomado, el del incesto, podrían tomarse otros: mujeres víctimas de violencia de género, acceso a trabajos con las peores condiciones para las personas racializadas, etc. Cualquiera de ellos puede mostrar cómo tendemos a pensar que algo es bueno o es malo y entonces el psicoanálisis también, es bueno o es malo, pero nos cuesta pensar que pueda ser productor de salud en un nivel y cómplice en la producción de violencias en otro y que ambos niveles no tengan la misma importancia con respecto a la producción de sufrimiento[vii].


Somos algo así como un servicio de cuidados paliativos de una sociedad muy enferma -en el sentido de que se provoca a sí misma una enfermedad terminal en la reproducción de sus relaciones de dominación-, pero somos un servicio tal que no reconoce su función, que cree que cura sin más, mejor dicho, que solo ve donde cura y no donde enferma. Podríamos ser algo distinto si ejercitáramos colectivamente de otro modo nuestra función.


Mientras pisa el acelerador, Juan comienza a sentir una acidez estomacal que presagia un mal día y piensa:

Cada vez me parece más patética y cómplice la frase “El Psicoanálisis es subversivo”.



* Trabajador de la salud pública, psicólogo, supervisor clínico e institucional, docente.




[i] Lo que está entre corchetes son agregados míos, al igual que las itálicas del final de la cita. [ii] Uso “levistró” y “Claude” para diferenciar a la antropología estructural tal como la entendió el psicoanálisis mainstream de la obra de Claude Levi-Strauss, la cual no está exenta de posibles críticas, como las que el mismo Clastres realiza, pero las diferencias y relaciones entre lo que el psicoanálisis entendió y lo que Levi-Strauss dijo, merecen un estudio aparte. [iii] Lamentablemente no dispongo de una estadística de casos de incesto entre los Guayakíes. [iv] Estoy dando por entendido que el hambre sistemática para algunxs (que nunca son “elegidos” al azar) es una violencia y que los modos de ocultamiento de la misma no son siempre los mismos. No siempre se niega que hay hambre, ni siquiera que es sistemática (“siempre habrá pobres”, escuchamos), alcanza con negar que su producción esté dirigida hacia personas sistemáticamente determinadas por su racialización, su género, su clase social, etc y que esto sea una condición necesaria para la reproducción de la sociedad tal como la conocemos. [v] Esto, que haya violencias que por coherencia teórica no importen demasiado para el psicoanálisis, no quiere decir que todes les psicoanalistas no lamentemos, como buenas personas que somos, que este triste hecho ocurra (me refiero al de los miembros de nuestra sociedad sometidos sistemáticamente al hambre) aunque lamentablemente, como decíamos, haya quedado por fuera del alcance del psicoanálisis. [vi] Juan se refiere a los psicoanálisis hegemónicos. [vii] Insisto -les habla el narrador nuevamente- con que considero la práctica que solemos llevar a cabo muy valiosa y que no me parece que ese nivel que solemos llamar “individual” pueda ser pasado por alto. No hubiera querido que los análisis que me ayudaron a lo largo de las últimas décadas hubieran tenido que esperar a que produzcamos una sociedad más justa, sí que participaran más integradamente de su construcción, que estuviesen menos desvinculados de procesos de ese tipo, pero creo que se hace necesario admitir que todes estamos bastante verdes en llevar adelante lo que se plantea en este artículo.


Dónde empieza y dónde termina el psicoanálisis
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