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La irreverencia (o cómo hacer para trabajar en las instituciones y no morir en el intento)

Actualizado: 2 oct 2023



Imagen: "Eloísa y el río" - Alejandra López Ferreiro



En este octavo trabajo del dossier "Psicoanálisis y modernidad", Nadina Goldwaser nos invita a reflexionar en torno a cómo desarticular las encerronas institucionales, resistir y doblar las apuestas todas y cada una de las veces en que la violencia y la crueldad operan, proponiendo una ética del semejante asumida con irreverencia.



*Por Nadina Goldwaser



También hay otro arte, el de encontrarse a gusto en lo desconocido sin que esto cause pánico o sufrimiento, el arte de encontrarse a gusto estando perdido.

Rebecca Solnit, Una guía sobre el arte de perderse



“Irreverente”: que muestra falta de reverencia o respeto

Procuro escribir sobre lo irreverente. Una persona intuyó que, al decirle que compartíamos cierta irreverencia, la estaba acusando de “faltar el respeto”. Como si le estuviera soltando un insulto. Precisamente yo, que no hacía más que buscar alianzas que pudieran acompañar mi sufrimiento en ese organismo de salud que se jactaba de ser justo sin reparar en sus vacíos. Paradojas de las instituciones que intentan contener y sostener mientras que a veces repelen y expulsan.

Empecé a pensar en este escrito dialogando y compartiendo internamente con Juan (el personaje-narrador creado por Pablo Tajman) una pregunta lacerante: ¿por qué, a pesar de haber corrido tanta agua bajo el puente, de tantos feminismos, leyes, convenciones y políticas de niñez, siguen produciéndose tantos abusos? Como a Juan, tampoco a mí me deja dormir el descubrir las razones de un reiterado descreimiento hacia la voz de las infancias por parte de instituciones (judiciales, organismos de niñez y otros) que deberían alojarlas pero, por el contrario, les ofrecen muy pocas resoluciones favorables.

Sabemos que los abusadoresno tienen problema en atacar a niñas y niños muy pequeños [1]. Si n embargo, en muchos casos, nos enfrentamos con que operadores judiciales rechazan hacer la cámara Gesell. ¿El argumento? Que son — ¡justamente!— muy pequeños. ¿Pero “pequeños” para qué? Porque parece que la edad no importa cuando son abusadas y abusados. A esta paradoja, se suma otra: algunos organismos de las áreas de Salud y de Niñez, que deberían bregar por el bienestar psicofísico y la salud integral de estas infancias, no les atienden porque no han pasado aún por la cámara Gesell. Aquí, absurdamente, las justificaciones corrientes son que esas niñas y niños quizás puedan contar lo sucedido solo una vez y (o) que no se quiere “contaminar” sus relatos. En ambos casos, se les deja sin tratamiento y sin justicia, dado que la cámara Gesell no se realizará seguramente sino hasta mucho tiempo después. O tal vez, nunca.

La Doctora en Psicología Claudia Amigo (2018) llevó adelante una exhaustiva investigación sobre el comportamiento de niñas y niños muy pequeños, de entre 8 y 36 meses de vida. En su trabajo, Amigo identificó diferencias estadísticas sensiblemente significativas en algunas pautas evolutivas entre quienes sufrieron abuso y quienes no. Estos hallazgos nos interpelan acerca de cómo es posible que gran número de profesionales de la Salud sigan absteniéndose todavía de pensarse dentro de una práctica política cuando estamos ante una modernidad que —como bien sostiene Tajman— “se caracteriza por producir violencias sistemáticas al mismo tiempo que las condiciones de su ocultamiento” (ibidem). Las paradojas mencionadas más arriba nos convencen de que el trasfondo de esas intervenciones es una ideología imperante en muchos actores sociales que sostienen aún uno de los mayores pilares de la sociedad moderna: la familia. Esto explica por qué se deja sin efecto la voz de estas infancias y, a contracorriente, se opta por revincularlas con la persona agresora, restableciendo de esta forma “el orden” que —para quien actúa desde la Justicia, la Salud u otra institución— habría sido quebrado por el develamiento del abuso. Cabe agregar que, en esa misma línea, las madres y otras referentes femeninas de las víctimas (por ejemplo, la maestra o la psicopedagoga de la escuela, la pediatra o la psicóloga de un servicio hospitalario), que son con frecuencia quienes logran escuchar y denunciar el abuso, quedan pisoteadas, estigmatizadas y hasta atacadas durante y después del proceso judicial. En efecto, podemos corroborar por diversos programas que vienen trabajando con esta problemática que, en el 92% de los casos, el abuso fue denunciado por las referentes afectivas femeninas[2] (madres o figuras afines tales como una abuela o una tía), mientras que las consecuencias que ellas debieron afrontar ilustran tristemente la expresión institucional de la violencia de género.

No me alcanzaría el espacio para mencionar todas las violencias institucionales respecto de los delitos sexuales contra infancias y adolescencias con las que me vengo encontrando en la práctica profesional. Que se entienda bien: no pretendo que todo sea como lo soñamos. No. Pero, al menos, me pregunto si las instituciones desde donde intervenimos no deberían ofrecernos amplios espacios para el pensamiento sobre nuestra práctica, para el ir y venir de la palabra. Los imagino como espacios necesarios para que circule la energía vital, la potencia del hacer, las preguntas acerca de cómo intervenir en estos casos, las complejas respuestas ante la vulnerabilidad. Porque, junto con ciertas ideologías, se hacen presentes asimismo las dificultades que se nos plantean a quienes abordamos esta clínica que —con otrxs autorxs— dimos en llamar “clínica del vacío”. Dificultades que producen muchas veces mecanismos de renegación porque, desde nuestro posicionamiento ético, ¿cómo soportar, si no, ese nivel de sufrimiento desde la posición de testigo? ¿Qué hacemos —como analistas, como profesionales que operan en el Sistema de Salud o en la Justicia— cuando nos vemos ante ese ser humano sacudido por la crueldad, desarmado absolutamente? ¿Qué hacemos ante un sobremuriente, término acuñado por Kancyper (2010) que me parece lo más cercano al estado en que se hallan algunas de estas niñas, niños, adolescentes o personas adultas que sufrieron abusos en sus infancias y llevan todavía en sus ojos las marcas del horror?


“Irreverente: quien no hace reverencia, quien no se ubica en el sitio del súbdito”

Entonces, cuando soy irreverente me quedo un poco sola, mirando mi propio vacío de respuestas, mi propia precariedad, mi intento de armar redes intentando confiar en la (cada vez menos) pequeña grupalidad que sostiene lo colectivo. Esto quizás sea tan solo el comienzo, el inicio de un recorrido que pueda irnos guiando en el armado de un circuito. Prefiero no decir “un camino”, porque eso implicaría unidireccionalidad, una política de lo Uno, de lo binario, de caminos que nos devuelven al trabajo individual con cada paciente, lo cual —sin duda— es más ordenado y produce éxitos a corto plazo. Por el contrario, estoy convencida de que se trata más bien de seguir trabajando de manera integral e interdisciplinaria, en programas y políticas que nos permitan acceder a estas poblaciones y a esta problemática escribiendo, compartiendo experiencias y aportando también a generar mayores conocimientos en esta materia.

Considerando nuestra práctica, por tanto, me vuelvo a preguntar: ¿ser irreverente implica necesariamente la soledad? En ocasiones, siento que se opta por una soledad particular: la soledad de quien elige una posición y la sostiene, de manera impertinente, fastidiosa, a veces hasta las últimas consecuencias. Es cierto también que, en algunas oportunidades, tropezamos, nos frustramos y quisiéramos volver a esa senda pequeñita y sesgada, pero tan segura… O sea, volver al camino, abandonando el circuito y sus eventuales ausencias de certezas.

Trabajar con el sufrimiento supone, en todos los casos, trabajar con nuestros límites. Poner el horror en palabras —lo sabemos— es atravesar barreras propias y ajenas, individuales y colectivas, ante lo siniestro. Trabajar con las violencias, así, en plural, implica realizar una elaboración interna de nuestros propios fantasmas y de los ajenos, de rumiaciones del pensamiento teñidas —de cuando en cuando— de ciertos dogmatismos inevitables.

Desde la disciplina que más me atraviesa, el psicoanálisis, me interrogo acerca del modo de acompañar, de la escucha que hago. Me encuentro también con las vacilaciones características de esta clínica: con los lugares fuera del tiempo, con las fronteras de lo incierto, de lo imposible de ser encuadrado. Con la necesidad de no perderme en la bruma neblinosa del sinsentido, con ese lugar del ser fuera del ser. Con ese otro ser humano, con esa otredad. Y a veces, incluso, con el ostracismo de esa víctima, que no tiene ya ganas de más.

Quienes trabajamos con esta clínica conocemos bien la frustración ante las demandas sin respuesta, así como las respuestas impensables que nos aparecen (no tan) mágicamente ante demandas imposibles. Sabemos del intento de abstenernos de la indignación ante la escena de la narración del horror, tanto como de la tentativa de semblantear el relato de lo siniestro. Cuando escuchamos estos relatos de boca de pacientes o consultantes, quienes habitamos esa escena como profesionales, ni más ni menos que por eso, nos encontramos ante una situación de asimetría ante la cual debemos mantenernos en alerta, cuidando de no repetir en lo posible ninguna estigmatización o victimización de esa persona que —somos conscientes— ha sufrido un infierno.

¿Ser irreverente será eso entonces? ¿Será intentar sostenerse en el borde, en ese adentro-afuera de estos otros laberintos? Valga la paradoja, valgan todas ellas, a la hora de sostener estas escenas. ¿Será que para entrar al universo impensable de estas violencias se hace necesario pensarse desde otras lógicas? Modos de ficción tan reales que duelen.

Las instituciones son eso: por un lado, amparo y potencia de la construcción colectiva; por otro, territorio de lo siniestro. ¿Cómo resistir y doblar la apuesta frente a la violencia y la crueldad operantes? Quizás con irreverencia, escribiendo, pensando, repensando, difundiendo, armando redes.


La irreverencia como elogio

¿Cómo desarticular, desde dentro de nuestras prácticas, las encerronas institucionales? ¿Cómo resistir y doblar las apuestas todas y cada una de las veces en que la violencia y la crueldad operan?

Pienso ahora que calificarnos de irreverentes puede ser un elogio si, como psicoanalistas, logramos evitar perdernos en el (falso) dilema de atender sufrimientos psíquicos o sociales, como si fuera posible abordar a uno sin el otro. En ocasiones, en el intento de ser leales a una disciplina —o más bien, a un modo de pensar una disciplina—, nos compartimentamos en nuestras teorías así como en nuestras miradas del problema. Sostener esa contradicción entre lo que valida mi hacer (especialmente, cuando debo legitimar una práctica que se ve bastardeada desde muchos flancos y, en particular, por parte de los abusadores cuando se ven en aprietos ante la inobjetable prueba de la perversión de la que hicieron uso) y la obsolescencia de algunas prácticas que han quedado tan vetustas como naturalizadas, ¿se tratará quizás de trabajar desde dentro del psicoanálisis, redefiniendo nuestro objeto, nuestras lecturas, nuestros esfuerzos por mitigar el sufrimiento en una clínica compleja por donde se la mire?

Gran desafío el de la inevitable articulación con los procesos judiciales que vemos pasar muy de cerca o que se entrometen directamente en nuestra práctica durante las innumerables ocasiones en que debemos testificar, presentar informes o —si la familia no está pudiendo hacerse cargo de la situación— denunciar para que se proteja a una niña o un niño. Intentar desarticular las encerronas en las que nos vemos con frecuencia es también una tarea ineludible. Implica tratar de desangustiarnos frente al sufrimiento de un semejante a fin de que eso no impacte en la escucha y el acompañamiento. Implica escuchar el tiempo fuera de tiempo del relato del abuso, los olvidos no olvidados, los recuerdos que no son tales ya que aparecen como novedad, como reviviscencias traumáticas siempre presentes. E implica salirse de la posición de quien investiga —que tantas veces tienta y en la que en ocasiones quieren posicionarnos— aun cuando no nos relevemos de la posibilidad de ser testigos indispensables y privilegiados para aportar prueba a causas judiciales que deben lidiar con un delito producido siempre en forma oculta y sin acceso para alguien más que quien lo sufre.

En suma, retomando a Solnit (2020), creo que lo irreverente es animarse a perdernos y soportar tropezar con las incertidumbres y las dudas, no con resignación sino como elección consciente, como un modo de estar en el mundo. Por lo menos, en este mundo tan desconocido y a la vez tan cotidiano de la crueldad y el horror. Y algo más: es soportar la soledad que esta labor supone sabiéndonos a la par de otras personas que andan por ahí, igualmente irreverentes —“impertinentes” al decir de Berger—, acompañando y jugándosela también.


*Licenciada en Psicología, co-autora junto con Andrea V. Quaranta de La tenue luz de las luciérnagas-Cartografías de una experiencia: intervenciones frente al abuso sexual intrafamiliar contra infancias y adolescencias (2022, Letra Viva), miembra de Fórum Infancias. E irreverente. nadinagold@gmail.com


Voces que acompañan y combaten los vacíos

Amigo, Claudia (2018). ¡De esto sí se habla! Abuso sexual en bebés: Indicadores por medio de instrumentos de medición del apego y del desarrollo cognoscitivo-psicomotor (1ª ed.). Buenos Aires: Letra Viva.

Berger, John (2017). Confabulaciones. Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Ed. Interzona.

Bleichmar, Silvia (2010). El desmantelamiento de la subjetividad: estallido del yo (1ª ed.). Buenos Aires: Ed. Topía.

Jofre, Graciela D. (2017). Niñas y niños en la justicia. Abuso sexual en la infancia. Ituzaingó: Maipue.

Kancyper, Luis (2010). Resentimiento terminable e interminable (1ª ed.). Buenos Aires: Ed. Lumen.

Solnit, Rebecca (2020). Una guía sobre el arte de perderse. Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Fiordo.

Tajman, Pablo (2023). ¿Dónde empieza y dónde termina el psicoanálisis? En Revista Froi. https://www.revistafroi.com/post/dónde-empieza-y-dónde-termina-el-psicoanálisis

Taller “El Coraje de Narrar”, coordinado por Lila Feldman, que estimuló algunas de las ideas que me inspiraron a escribir este texto.

[1] Según el Programa Nacional “Las víctimas contra las violencias”, período 2019/2020, en los casos registrados de violencia sexual, el 83,3% eran agresores de género masculino (aunque hay un 13,3% que figura como “no sabe, no contesta” (NS/NC), es decir que pueden ser aún más). [2] La jueza Graciela Jofre (2017) refiere que, estadísticamente, las madres son mayormente quienes visibilizan el incesto en la Justicia y quienes denuncian estos delitos, dando cuenta también de cómo estas madres quedan inmersas en el trauma junto con sus hijas e hijos.

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