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Leyendo la mater materialista con ojos de mujer

Un (des)encuentro entre Luisa Muraro y León Rozitchner



En Argentina tenemos autoras que por la profundidad crítica de su obra merecen toda nuestra atención. Elsa Drucaroff es una de ellas. León Rozitchner, cuyo pensamiento en política parece cada vez más -tristemente- confirmado por el actual gobierno, nació hace cien años y es parte del tesoro de nuestrxs pensadorxs críticxs. En las Jornadas que lo homenajearon la pasada semana, organizadas por la cátedra La construcción histórica de la subjetividad moderna de la carrera de Sociología de la UBAElsa leyó este potente texto. No hay mayor homenaje para un autor como Rozitchner que ser leído en serio, creativa y críticamente.



por Elsa Drucaroff*


León Rozitchner sienta las bases de un materialismo diferente, contrario a la sociedad patriarcal y capitalista, que se constituye en un hecho fundante para la especie humana: el hecho de que provenimos de una madre. El planteo de Rozitchner es audaz y profundamente revolucionario, no cabe dudas. Pero sí me caben dudas cuando escucho que es original, y más que dudas, serias objeciones cuando escucho que su pensamiento es contundentemente antipatriarcal. Evidentemente él lo autopercibe antipatriarcal, ¿pero lo es?

Empecemos por la originalidad. Si parece un planteo nuevo, es más por una ignorancia ampliamente compartida aún por las cabezas más formadas y brillantes (como la de León): la ignorancia del rico y original pensamiento feminista, que dio obras tan poderosas como no leídas. La fundadora del feminismo de la diferencia, la filósofa y psicoanalista belga Luce Irigaray, empieza a esbozar la posibilidad de un materialismo atávico y materno en 1974, en su monumental obra Speculum de la otra mujer; en 1984 la filósofa italiana Luisa Muraro publica Maglia o uncinetto, un libro también clásico donde sienta las bases de una concepción materialista del lenguaje que ella relaciona con Irigaray, para seguir profundizando este planteo años después, en una obra significativamente llamada El orden simbólico de la madre, donde filia el materialismo en la función de la madre como garante de lo real y piensa en términos afines a los que luego plantearía Rozitchner. Afines, aunque con diferencias importantes.

            Por estos motivos, pese a  que en La Cosa y la Cruz Rozitchner aporta herramientas muy valiosas para considerar el daño subjetivo que el patriarcado infringe a los seres humanos, y pese a que comparto plenamente su valoración negativa de lo patriarcal, no quiero disimular que sus propios postulados chocan con demasiada fuerza con su propia práctica intelectual. Rozitchner comparte con la gran mayoría de los y (lamentablemente también) las intelectuales, una incapacidad que es la marca del patriarcado: es incapaz de tomar en serio el pensamiento de las mujeres, sobre todo cuando no es un pensamiento sumiso al que ya existe y es hegemónico, sino que mira lo que se ve desde nuestra posición, que es inevitablemente diferente, y en vez de tratar de adaptarse a lo hegemónico, insiste en observar desde nuestras experiencias específicas como mujeres, en defender nuestras verdades viscerales cuando las verdades que aprendemos en libros que no escribimos nosotras, por inteligentes que sean, niegan nuestras experiencias, libros construidos desde una perspectiva masculina, por progres que sean o deseen ser, por antipatriarcales que se autoperciban y a lo mejor en algo lo sean.

            ¿A qué llamo “perspectiva masculina”? La podemos tener tanto hombres como mujeres, pero para las mujeres exige alienarnos, negarnos a nosotras mismas. Tener perspectiva masculina es pensar como se piensa espontáneamente, por servidumbre al patriarcado: olvidando que la humanidad no es homogénea, que contiene estructuralmente la diferencia desde los cuerpos mismos y que si, como dice Spinoza, el primer pensar es pensarse como cuerpo, y si pensar es lenguaje, entonces esta diferencia actúa inevitablemente en la ronda cuerpo-palabra que somos los seres humanos y construye nuestras subjetividades. Pensar a la humanidad como homogénea lleva a errores graves. Hoy se dice, y es cierto, que escribir “el hombre y la mujer” en lugar de “el hombre” o usar la letra -e no garantiza de verdad un pensamiento feminista. Coincido, pero agrego que si se escribe o lee “el hombre” y se aclara “donde dice el hombre pienso en el ser humano”, lo que se escribe también se piensa, los significantes no son inocentes y se cae inevitablemente en el olvido de que la humanidad no es uno, es por lo menos dos. Un ejemplo claro de perspectiva masculina es que Rozitchner habla de “el hombre”, igual que todos en su tiempo, como sinónimo de “la humanidad” pero no la concibe conformada por hombres y mujeres, sino por varones y madres. No hay mujeres en La Cosa y la cruz, hay madres. Las mujeres aparecen pero no son sujetos, son objetos de deseo prohibidos o permitidos. La única mujer sujeto, es decir la única concebida como sujeto, es la madre.

            Increíblemente, esto no llama la atención de quienes lo leen, no genera estupor. Pasa a menudo: el patriarcado nos hace aceptar sin crítica cosas completamente disparatadas, como que el cuerpo de la mujer se define porque le falta el pene (con el mismo criterio podríamos definir a los cuerpos humanos diciendo que son aquellos a los que les falta una trompa de elefante), o que el clítoris es un pene atrofiado (con el mismo criterio podríamos definir el pene como un clítoris monstruoso). En sintonía, no llama la atención que para León la humanidad se conforme de hombres que fueron niños y sus mamás, pero cuánto llamaría la atención que un filósofo considerara que la humanidad se compone de mujeres y papás. Nadie tiene que argumentar para demostrar que aunque haya hombres que además son padres, hombre y papá no son lo mismo, pero todo el tiempo hay que argumentar arduamente para que se conciba que con mujer y mamá ocurre algo similar.

            Que Rozitchner no conciba que hay sujetos mujeres le impide, a mi juicio, columbrar el alcance concreto y práctico del materialismo materno como potencia revolucionaria, aunque aporta otras ideas notables, esta vez sí muy novedosas, sobre el rol del cristianismo en el sometimiento de las subjetividades humanas y describe una parte de este sometimiento con precisión extraordinaria, y traza un camino concreto que va desde el cristianismo a la subjetividad alienada capitalista y a su consiguiente disposición a ser sirvienta del fetichismo mercantil.

            Quiero mostrar cuánto hubiera ganado el audaz pensamiento de Rozitchner si él se hubiera detenido a leer a Irigaray y sobre todo a Muraro. Tuve el privilegio de conocerlo y se lo dije, le regalé incluso el libro de 1984 Maglia o uncinetto, donde la italiana describe en qué consiste exactamente ese materialismo materno que León intuye pero reduce a una ensoñación mítica. En Muraro, ese materialismo no es solamente el piso que funda la significación, es un pensamiento cotidiano y preciso,  no es solo el sustento atávico del sentido, sino una herramienta usual considerada gris, desprestigiada y curiosamente invisible pero que, como la carta robada, está ante nuestros ojos presentes, no solo en el inconsciente o la memoria: es un tesoro subversivo al alcance de cualquier práctica política revolucionaria que quiera combatir el patriarcado y la alienación capitalista.



            Ya que el formidable pensamiento de León Rozitchner no lo pudo hacer por su propia servidumbre al patriarcado, me gustaría proponerles esta tarea. ¿Qué coincidencias y disidencias hay entre Muraro y Rozitchner? ¿En qué se enriquecen mutuamente? No es una competencia para ver cuál es mejor, sería triste y gracioso que yo cayera en averiguar quién la tiene más grande. Acá el único que “la tiene” es Rozitchner, pero esa lógica conduce a la servidumbre, así que vayamos por otro camino.  Propongo probar qué ocurre si cruzamos estos dos pensamientos, afines pero no iguales, para continuar con la misma gran pregunta que pensó León toda su vida y que, con más urgencia que nunca, hoy debería ser la gran pregunta de la izquierda: cómo construir subjetividades que se nieguen a la servidumbre voluntaria.

            Rozitchner y Muraro plantean que la experiencia de provenir de madre funda el lenguaje materialista y que este es aplastado por el patriarcado, también trazan un camino desde ahí al fetichismo mercantil, pero en Muraro esto último ocupa un par de líneas, es una intuición, y en Rozitchner, ese camino está muy precisamente construido. ¿Qué entienden ambos por lenguaje materialista? Si para Hegel, Lacan, y para muchas posiciones filosóficas y semióticas, los signos matan las cosas y reemplazan completamente el mundo, dejándonos abismalmente alejados de la materia, atrapados para siempre en un bosque de significantes, privados de la certeza de que el mundo existe, alienados en la abstracción, la perspectiva materialista del signo sostiene en cambio que este no solo reemplaza al mundo, también nos junta con él, no solo reemplaza y construye los cuerpos con discurso, también vehiculiza la potencia no discursiva de los cuerpos, que generan significación en los signos. Para Rozitchner esa lengua materialista está hecha de lo que para Marx es lo “concreto real pensado”, lo contrario de la abstracción. Dice Rozitchner que en la palabra materialista de la madre “todavía el significante coincidía con el significado sin poder distinguirse -allí donde el sonido rosa melodiosa coincidía con la rosa misma, era la rosa-rosa la misma Cosa en la cual se confundían, porque era allí donde se incubaba la representación-cosa antes de incluirse en la representación-palabra.”

            Como escribí en mi ensayo Otro logos. Signos, discursos, política, esta descripción del signo mater-materialista vale más por sus intuiciones que por su precisión. No existe la representación-Cosa. Si hay fusión entre la representación y la cosa, entonces no hay representación. Representar es separarse de la cosa; por materialista que se conciba esta representación, el signo nunca es la cosa y pensarlo así confunde. Y ya dentro del signo, tampoco existen significantes que coincidan con el significado, un signo es por definición la dualidad significado/significante. Y sin embargo entiendo a dónde va Rozitchner con su palabra rosa que sería algo así como la rosa misma: él intuye que sí existe esa palabra que Lacan no concibe, la que se conecta armónicamente con lo real. Para Lacan lo real no tiene palabra pero Rozitchner intuye que sí hay una palabra rosa capaz de tocar la rosa. Está acercándose bien (pero definiendo mal) algo que Muraro definió con precisión a partir de su lectura de Roman Jakobson. Para concebir la significación materialista Rozitchner necesita irse al mito, a un atávico paraíso perdido de la unión entre la madre y el hijo -nunca la hija-, a un magma de poesía sin pensamiento, o a un pensamiento previo al pensamiento. Imagina una lengua madre previa a la lengua, incapaz de ser signo pleno, una lengua casi mítica que se funda en el afecto (con lo del afecto coincido), pero no puede precisar cómo haría esta lengua un orden inteligible en el mundo. Sin embargo, si la madre transmitiera solo eso, no enseñaría a hablar. Y enseña. No solo abraza sensualmente, también habla, nombra, transmite sintaxis y orden de las cosas y del pensamiento. La inmensa mayoría de hombres y mujeres fueron bebés que aprendieron su lengua gracias a una madre o a una persona que ocupó ese rol femenino. Parir no es solo un acto biológico y corporal, dar a luz no es solo sacarse a un cuerpo vivo del cuerpo, como una tierra amante que hace crecer una plantita; dar a luz es fundar una persona, mirarla a los ojos, nombrarla, hablarle, hacerla sobrevivir con eficiencia inteligente, transmitirle la lengua que la subjetiva y la vuelve ser social.

            Si bien hay hiato entre el signo (conformado necesariamente por un significante y un significado), y lo real, si bien la palabra rosa no coincide jamás con la rosa misma, incluso si la enseña la madre en sus amorosos, sensuales y además inteligentes trabajos de cuidado y transmisión, ese hiato no es solamente una infranqueable barrera entre nuestra subjetividad y lo real, también es un puente por donde lo real y el lenguaje se encuentran y cada uno incide dinámicamente en el otro. La madre transmite el lenguaje, dice Muraro, y en ese primer y fundamental proceso de subjetivación y ordenamiento del mundo, garantiza con su autoridad que lo que hay entre la rosa palabra y la rosa-cosa es un puente verdadero, no un abismo. Hay una conexión de la que no se duda, para su hije hay dos entidades que existen con certeza: la palabra y la cosa. Si la madre dice “el fuego quema”, garantiza con su autoridad -una que proviene de su concreta y eficiente praxis materna y no es un magma mítico inefable, no es pasado sino presente- que el fuego, efectivamente, quema; y la criatura a la que ella le enseña a decir “fuego” y decir “quema” lo cree firmemente. Incluso a Descartes, que duda de todo sentado frente al fuego, lo crió una mamá o alguien en ese rol, y él le debió haber creído que el fuego quemaba porque aunque dice dudar de todo y hasta lo escribe en libros que hoy se estudian, no es tonto y observa el fuego pero no mete las manos ahí. Descartes escribe que solo puede estar seguro de que piensa -es decir, del discurso- pero es evidente que está seguro de que mamá tenía razón cuando le decía que él existía y que el fuego quemaba. Un pensamiento negado le dice que la palabra fuego no solamente reemplaza el fuego, mientras tanto, con el pensamiento alienado y patriarcal, él piensa que eso que arde en su chimenea está en el abismo del que se duda o del que, para citar la fórmula lacaniana, “no se puede hablar”. Esa palabra “fuego” también tiende entre el cuerpo y la inteligencia de Descartes un puente materno que su inteligencia patriarcal desprecia. Hay un puente virtuoso entre palabras y real, eso le permite sentarse frente al fuego a filosofar su duda mientras, por supuesto, como en aquel extraordinario cuadro de Rembrandt, Filósofo Meditando, hay una mujer -su esposa, su criada- inclinada sobre la chimenea, manejando ese fuego que será benéfico y eficiente solo si lo hace con su desprestigiada inteligencia, de modo que el señor pueda pensar sus importantes libros sin agarrarse una pulmonía o arder como ardieron tantas brujas que usaron su inteligencia para cosas que los hombres no querían.

            El mater-materialismo existe, sí, pero puede ser explicado con precisión lingüística. Muraro lo descubre desde Jakobson: la significación tiene dos direcciones siempre tensas, dice Jakobson, siempre en contradicción, y de ambas depende por igual el lenguaje: en una, las palabras reemplazan y hacen callar al mundo y a la experiencia, actúan como metáforas del mundo. Esa, dice el lingüista ruso, es la significación metafórica, la más prestigiosa y estudiada. Pero hay otra igualmente necesaria en que las palabras tocan el mundo sin sustituirlo y nos permiten construir saber sin dejar de tenerlo al lado, desde nuestra directa experiencia. Ahí las palabras actúan como metonimias, son contiguas al mundo y en ese contacto se alimentan de él y lo alimentan; esa significación es la que permite por ejemplo experimentar con un virus y generar el pensamiento/lenguaje necesario para inventar una cura y con ella, a su vez, incidir en lo real debilitando ese virus. Si la palabra solo reemplazara, matara, la cosa, no habría modo de que la cosa respondiera activamente a la palabra. Jakobson se asombra de que la metáfora tenga tanta prensa y la metonimia tan poca, porque ambas son igualmente imprescindibles para que haya significación. La dirección entre el signo y la cosa es doble, el signo construye el mundo pero el mundo también construye al signo. Lo mismo puede decirse de la relación de las palabras con el cuerpo: lo reemplazan pero también se generan desde ellos.

            Muraro retoma la oposición de Jakobson entre dirección metafórica y dirección metonímica del lenguaje y la politiza, demostrando que la hipermetaforización y la invisibilización de la metonimia están en relación directa con la opresión patriarcal. Esta demostración se apoya en el psicoanálisis y como Rozitchner, ella encuentra el origen de la significación metonímica -materialista por definición- en el lazo materno entre madre e hijo y entre madre e hija, dos lazos con diferencias estructurales que puntualiza en cada caso. Y apunta a las consecuencias políticas: la lengua materna no es ensoñación, sino una forma de la comprensión inteligente del mundo; el problema es que esa forma es rápidamente desprestigiada por el patriarcado, enviada al cajón vergonzoso donde guardamos las pantuflas viejas y la ropa interior raída, esas cosas entrañables que necesitamos con urgencia cuando precisamos reposar de la miseria del mundo. Sin la certeza de que tenemos ese refugio no podemos vivir y sin embargo no lo consideramos digno de ser mostrado en público. Exhibimos con prestigio y petulancia que el lenguaje reemplaza el mundo y estamos perdidos y alienados en un bosque de palabras, privados para siempre de la certeza de que hay un puente con la experiencia, el cuerpo y la materialidad, mientras sabemos que en el cajón nos esperan las pantuflas tibiecitas. Ahora bien, creer esa certeza horrorosa nos hace carne de alienación capitalista y la servidumbre voluntaria. Pero es evidente que si no tuviéramos también muy abajo, muy negada pero viva, otra certeza, no funcionaríamos subjetivamente. Una cosa es estar alienades, otra es la  desesperación o la psicosis. La convicción muda pero evidente del señor Descartes de que el fuego sí existe y quema proviene de confiar en la experiencia, y la experiencia que funda toda otra confianza en lo que existe es la de provenir de madre, de ella o de alguien que se puso en el lugar de ella y transmitió esta misma lengua que hablamos, pero que entonces era materna. Es decir, una lengua donde lo metonímico y lo metafórico tenían (tienen) igual prestigio y coexistían (coexisten) cada una con su tensión complementaria y no pretendían (pretenden) resolverla mutilando una parte que, además, nunca se puede mutilar y queda escondida como las pantuflas viejas, listas para usar sin reconocer que las usamos. El patriarcado confía a las mujeres la misión inicial y fundamental de hacer para sus criaturas un orden simbólico que las subjetive. La realice la madre o quien por ella, esa tarea es culturalmente una potencia y un saber de mujer que tiene enorme potencia política, porque si la sacamos del corralito permitido de la crianza y las madres, dinamita la alienación y permite otra inteligencia, una que no puede usar el capital.

            Ahora, dice bien Rozitchner que a los humanos nos separan violentamente de esa lengua materna imprescindible para que los signos tengan sentido. ¿Pero igual de violentamente, a todos y todas? Este es el punto donde Rozitchner, para el que solo hay varones y madres, se pierde algo esencial. Dice que el terror a la castración obliga a abandonar la lengua materna, que las huellas de esta se borran por “el espectro persecutorio racional del padre”. Claro, está hablando del varoncito que renuncia al cuerpo de la madre aunque no solo a eso, agrega Muraro: renuncia también a su autoridad, renuncia a respetar la inteligencia materna, con la promesa de que en el futuro amará a un cuerpo como el de mamá, pero permitido. El problema es que la humanidad no tiene ese miembro imaginariamente tan poderoso que salvaguardar, solo una parte de la humanidad lo tiene; más de la mitad de los  cuerpos humanos nacen con una genitalidad diferente que se hunde en el cuerpo en lugar de colgar y que está preparada para albergar dentro de sí a otro ser humano. A esas niñas enamoradas de su madre, a esas niñas confiadas en su autoridad a las que imaginariamente se las fuerza a creerse irremediablemente castradas, ¿cuál terror las haría abandonar la lengua materna? Ellas reciben de la madre la misma potencia para subjetivar vida, se integran en lo que Muraro llama la cadena de la vida de un modo diferente del de los varones, reciben el lenguaje de sus madres junto con la habilitación para transmitirlo, para hacer ellas también orden simbólico en nuevos sujetos. ¿Qué ocurre ahí con la potencia materialista de la mater? ¿Cómo las convence el patriarcado de que se aparten de sus madres y se entreguen a eso que Muraro bien llama “el orfanato de la razón”, y Rozitchner bien caracteriza como “espectro racional persecutorio del padre”?

            Las respuestas del psicoanálisis son patriarcales pero debemos escucharlas porque son una formidable descripción de cómo opera la opresión del patriarcado. Hay que leerlas a contrapelo, pero no negarlas. A las niñas, dice Freud, no se les promete que tendrán un cuerpo como el de la madre sino que las habitará un hijo y podrán alucinarlo como el falo que, absurdamente, las convencieron de que “les falta” y parece ser tan importante. Servidumbre voluntaria: me convencieron de plegarme a toda esta estupidez a cambio de que llevaré en mí un falito y durante muchos años podré manipularlo y, si me sale la de Mónica con Agustín, conservarlo para mí.

            Es una propuesta rebuscada pero evidentemente seductora. Mi pregunta es si realmente funciona tanto como fingimos nosotras que funciona. Porque se sabe que somos expertas en fingir. Siempre hay algo insatisfecho, torcido, desviado, chirriante en nosotras, algo que nunca nos termina de cerrar. Con su entrañable honestidad, Freud lo reconocía, estupefacto. Sospecho que en esa dis-funcionalidad nuestra, en esto de no terminar de hacer metáfora y no obstante no estar locas, hay un arsenal subversivo. Y si están pensando que sí están locas las mujeres, les recuerdo que hacen cosas como ser jefas de hogar, tener un importante puesto directivo o trabajar en 3 casas limpiando por horas y se las arreglan, en ambos casos, para lavar la ropa (una con lavarropas automático, otra a mano, pero lavar lavan ellas), ocuparse de que esté lista la comida antes de salir a trabajar, cuidar a un padre anciano y controlar si la nena preparó la tarea para la escuela. Y hacen todo eso bien y al mismo tiempo, solas o dirigiendo a otras mujeres multitarea, sus empleadas domésticas.  Y seguramente, también, están angustiadas, visceralmente incómodas en los lugares que les ofrece el mundo. Incómodas incluso leyendo a Rozitchner y encontrando que no podemos no ver que sus ojos no ven evidencias que nosotras vemos.

            Hay en nosotras una potencia de resistencia e invención, un acervo de pensamiento materno -seamos madres o no, nos han preparado para transmitir su lengua- que podrían ser políticamente muy efectivos para la lucha contra el sistema patriarcal capitalista. Porque en definitiva no nos hicimos mujeres por terror a la castración, sino por astuta conveniencia. Tienen razón las religiones que nos ponen del lado del demonio, de lo poco confiable, saben que detrás de cualquier sumisa se esconde la traidora. Es esa posibilidad de traición la que tenemos que pensar, tengo algunas intuiciones borrosas sobre esto pero voy al otro punto.

            Apunté a lo que le resta a Rozitchner no conocer a Muraro. ¿Qué le resta a Muraro no conocer a Rozitchner? Iré más rápido porque a Rozitchner ustedes lo leen y a Muraro, no. Muraro descubre que al despojarnos de la relación palabra-cosa, el patriarcado nos deja en el orfanato de la razón. Escribe: “Y entonces, si no podemos decir que hemos sido generados por una mujer y por un hombre, si las cosas que compramos y usamos no nos prueban la existencia de quienes las habrían producido, si el contacto de los cuerpos no tiene una eficacia reconocible, ¿de qué cosa podemos decir que está hecho eso que somos? Simple, lo dice Lacan: del orden simbólico.” Pero Rozitchner va más allá cuando precisa el rol que tiene el cristianismo en el despojo de todo esto que es obvio pero “no podemos decir”: León muestra que este despojo del orden simbólico de la madre tiene una perfección tan perversa que parece imposible de desarmar. Así como Luce Irigaray leyó a Platón, a Descartes o a Freud como si sus discursos fueran carne de diván y deconstruyó así la significación patriarcal, Rozitchner lee a San Agustín y descubre la estructura inconsciente clave para el sometimiento. En la religión judía, dice León, Dios es una radical otredad respecto a los humanos; aunque tan radical no es, digo yo, si pensamos que eso de que a Adán -no a Eva, por supuesto- Él lo creó “a su imagen y semejanza” es cosa del Antiguo Testamento y que es ese fundamento patriarcal el que vuelve posible la operación posterior cristiana que León describe. En esta, dice Rozitchner, se pasa del judaísmo donde Dios tiene distancia radical con sus criaturas a una religión donde Dios se encarnó en un humano, donde un Padre divino engendró a un Niño divino en el cuerpo de una mujer. Y ese Padre-Dios y ese Niño-Hombre-Dios le expropian a esa madre la ternura y contención y se vuelven algo muy raro: un Padre-materno, abstracto y sin cuerpo pero al mismo tiempo amoroso materno, un Padre que, si es obedecido, alberga y promete vida, promete un destino en la muerte, promete el final de la muerte. Ahí el cristianismo se beneficia de una suerte de vacío legal del judaísmo, que no da respuestas marketineras a lo que pasa en la muerte. El cristianismo  contamina lo divino, abstracto y ausente, con el humano, carnal y presente triángulo edípico de mamá, papá y varoncito. Rozitchner descubre esta maniobra, tan rebuscada y perversa como irresistible… pero irresistible para los hombres. Al niño el patriarcado lo obliga, bajo amenaza de muerte-castración, a desprestigiar el orden simbólico de la madre, a renunciar a su autoridad, a dejar de concebirla sensual y carnal para someterse al hielo de la significación paterna, sin cuerpo ni experiencia. Pero el cristianismo, a cambio de eso, le permite soñar con una imposible  madre virgen que mediará entre él y otro Padre, uno abstracto capaz de castigar pero también de premiar ni más ni menos que con la vida eterna. ¿El precio? Renunciar al propio cuerpo sensual y a la propia experiencia.

            La pregunta es por qué esa madre real se presta a la servidumbre cristiana, por qué elige al Padre abstracto y no al varón de carne y hueso, por qué Mónica reniega del padre de Agustín para optar por el Padre que está en los Cielos y no la toca. Obnubilado por prejuicios masculinos, a Rozitchner le basta pensar en términos de represión, histeria o madre devoradora. Sospecho en cambio que para Mónica y para muchas es una astuta opción servir a un Padre abstracto en lugar de a un marido de carne y hueso, con derecho a la violencia y posesión del dinero. Cuando no se es un oprimido, no es tan fácil comprender las negociaciones que hacen las oprimidas para salvaguardar algo de libertad.

            Me desvela la pregunta de cómo aprovechar el gran talento que tenemos las mujeres para hacerle al poder tomas de yudo. En todo caso, hay que empezar pensando ese talento y para eso hay que concebir a lo humano como por lo menos dos. Rozitchner mostrará que hay un camino perfecto entre la domesticación de la subjetividad masculina que consigue el cristianismo y el imperio de la mercancía que llegará siglos después, que sin uno no podemos concebir el otro. Encontrará en el cristianismo las claves para la disposición a dejarse humillar y tener la voluntad de servir; en ese sentido, aporta algo que Muraro no ve y tiene inmensa importancia. Pero quedan grandes preguntas, sobre todo si esto lo lee una mujer. Porque otra vez, la seducción de entregarle el cuerpo a una fuerza omnipotente y abstracta se entiende desde la mirada del niño enamorado de su madre y temeroso del padre que lo puede castrar/matar. ¿Pero por qué seduce a una mujer? A una madre, porque le promete que el hijo se queda al lado de ella y no se va nunca. Pero ya vimos que una mujer no es una madre. Sospecho que para entregarse a servir el capitalismo, una mujer tiene que desoír mucho más de sí misma que un hombre. Por lo pronto, no creció imaginando que “la tiene” y no precisa en principio sostener esa impostura con una billetera abultada o consiguiendo poder. Sospecho que cuando abraza esa lógica (y a veces lo hace), violenta algo más fuerte de sí que cuando lo hace un hombre, sospecho que hay en nosotras una potencia subversiva que nadie (el progresismo tampoco) nos alienta a investigar y que nos da mucho miedo. Nos cuesta mucho leer buscando desde nuestras propias palabras, en vez de ceder a las que ellos escribieron.

            Tengo intuiciones vagas pero no es vago ni intuitivo esto con lo que cierro este trabajo: la servidumbre voluntaria no puede investigarse sin la premisa de la diferencia sexo-genérica. La subjetividad humana se funda en una exclusión estructural de las mujeres; en esa exclusión, que se reproduce generando otras opresiones, nosotras podemos hallar una potencia subversiva inigualable. Por ahí avanza mucha teoría feminista pero choca constantemente con la ceguera y la sordera de una humanidad que sigue atrapada en la servidumbre voluntaria al patriarcado.



* Elsa Drucaroff. Docente (JVG), escritora y crítica, doctora en Ciencias Sociales (UBA). Enseña e investiga en Filosofía y Letras UBA. Dictó numerosas conferencias y cursos de posgrado en universidades sudamericanas, norteamericanas y europeas. Autora de numerosas obras de ficción y ensayo, entre ellas: Otro logos. Signos, política, discursos (2015) y El pasadizo secreto, escenas de una autobiografía feminista (2024). Parte de su obra se tradujo a varias lenguas, fue periodista y gestora cultural y jurado de concursos literarios. En 2024 recibió el Premio Konex Diploma al Mérito en la categoría ensayo literario.


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