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Neuróticxs y heterosexuadxs: mecanismos psíquicos y afectivos de la subjetividad colonial - Parte I


Este ensayo organizado en dos partes explora los mecanismos de conformación del libreto-guión de vida edípico-neurótico en tanto régimen de subjetividad subordinado(r) a la norma de la diferencia sexual. En este sentido, se atiende a la dimensión psíquica, social y afectiva que llega a conferirle a esta última el carácter de Ley Simbólica universal, ahistórica e invariante, garante de la cultura y la civilización (heterosexual y colonial).




* por María Agostina Silvestri



Si la crisis no es sólo política y económica,

sino también una crisis de los modos de subjetivación, (...)

insurgir o sublevarse implica diagnosticar el modo de subjetivación vigente

y el régimen inconsciente que le es propio;

e investigar cómo y por dónde

se viabiliza un desplazamiento.


Suely Rolnik




El discurso dominante del psicoanálisis (junto a las modalidades clínicas que le corresponden) conlleva una eficacia performativa de doble dirección: a la vez que tiende a la legitimación -e intensificación- de ciertos libretos (Butler, 1988) o guiones[1] de vida (Ahmed, 2004, 2010) y repertorios afectivos, opera en connivencia con la degradación -y patologización- de otros. La transformación de dichos efectos hacia un horizonte de justicia epistémica -y, en particular, en los términos de disputar las grillas de des/reconocimiento de sujetxs marcados (interseccionalmente) por especificaciones sexogenéricas- no puede mantenerse ajena a la revisión crítica de los fundamentos (epistemológicos) del aparato teórico psicoanalítico. En este sentido, resulta insoslayable -todavía- apuntar hacia el llamado “complejo de Edipo”. Pues, en la línea abierta por Freud (1905, 1912-1913, 1915b, 1924, 1924b, 1931), el psicoanálisis hegemónico otorga a este “concepto soberano” (Nasio, 2015) el valor de una instancia crucial en tanto (des)organizadora del desarrollo (psicosexual, pero también, según procuro argumentar, social) “normal” o, más precisamente, normativo[2].

Precisamente, la relevancia del Edipo deriva de su carácter nodal: articula una dimensión explicativa de lo psíquico, lo individual y lo ontogenético con una comprensión específica de lo histórico, lo social y lo filogenético (Freud, 1924b, 1929-1930). De este modo, el atravesamiento del Edipo supone un derrotero mayormente inconsciente que transcurre en el umbral entre lo particular y lo común, y cuya culminación implica la asunción (del tabú del incesto en los términos) de la diferencia sexual, o -desde una perspectiva (freudo)lacaniana (Eidelsztein, 2020)- de la Ley Simbólica universal, ahistórica e invariante, garante de la cultura y la civilización.

La maquinaria edípica -y su producto privilegiado: la subjetividad neurótica- exhibe algunos de los engranajes constitutivos (pero también muchas de las fallas) del sistema sexo-género (Rubin, 1975) y del régimen y matriz heterosexual[3], colonial y capitalista (Butler, 1990; Hocquenghem, 1972; Preciado, 2000; Rovira, 2023). De allí que una lectura crítica del Edipo -esto es, una lectura advertida del carácter normativo de la llamada “diferencia sexual” y de las relaciones constitutivas entre sujeto y poder (Butler, 1997)- puede ofrecer especulaciones de interés respecto al funcionamiento de los mecanismos (psíquicos, discursivos y afectivos) por los cuales los sexos-géneros llegan a ser producidos, divididos y organizados (Butler, 1990; Preciado, 2000; Rich, 1996; Rovira, 2023; Rubin, 1975; Wittig, 1992). Pero este uso (Ahmed, 2019) del Edipo no agota su productividad teórica. Pues el Edipo opera, también, como una máquina que produce y divide dos libretos-guiones de vida, diferenciados entre sí por su modo de respuesta a la norma de la diferencia sexual. Estos libretos-guiones vitales se encuentran, al mismo tiempo, modelados y definidos por ciertos repertorios afectivos que les son constitutivos, y que regulan la capacidad de afectar y de ser afectados de los cuerpos que los encarnan. En particular, me referiré aquí al proceso de subjetivación -y libreto-guión de vida- neurótico. Es decir, retomaré el concepto de Edipo para explorar las performatividades afectivas y discursivas mediante las cuales se llega a producir un régimen de subjetividad que se subordina a la norma de la diferencia sexual mediante la asunción (angustiosa) de la castración -más precisamente: que, mediante un procedimiento reflexivo, asume en sí mismo (o en un otro imaginado como amenazante), la falta-falla inherente a la norma, de manera tal que esta última es representada como una Ley inapelable- y, por tanto, la (re)producción de la heterosexualidad y el familiarismo[4].


La subjetividad neurótica se soporta en una identificación (hetero)sexual vehiculizada por la angustia ante la (amenaza de) castración

En íntima relación con el discurso dominante de las sociedades modernas que interroga y clasifica (pero también multiplica) la(s) sexualidad(es) en busca de una verdad esencial al ser (Foucault, 1976)-, Freud se interesa por la sexualidad en tanto fundacional del psiquismo[5]. En este sentido, sostiene que la sexualidad no es una condición que se desarrolle con la madurez, sino que forma parte de la vida del ser humano desde sus inicios y, en todo caso, sigue una trayectoria de desarrollo hacia su forma más reconocida. Así pues, el fundador del psicoanálisis toma materiales heterogéneos (i.e.: análisis de pacientes “nerviosos crónicos, pertenecientes a clases cultivadas” (Freud, [1898] 2012: 328), autoanálisis, estudios del campo de la medicina y de la antropología, textos literarios, y otros) como fundamento y evidencia de una investigación que asume neutral[6], para argumentar, entre otras cosas, que la sexualidad es, originalmente, perversa y polimorfa (1905, 1915b, 1923, 1924, 1924b). Es decir que, entre los atributos fundamentales de las pulsiones[7] sexuales (infantiles), el psicoanálisis freudiano destaca 1) su carácter parcial y numeroso -en la medida en que, según se asume, brotan de múltiples fuentes orgánicas y zonas erógenas (oral, anal, escópica)- 2) su actuación independiente entre sí 3) su apuntalamiento en funciones vitales primarias[8], 4) su satisfacción autoerótica (es decir, en el cuerpo “propio”) y 5) su subordinación al principio de placer[9]. No obstante, si durante las fases[10] oral y anal las zonas genitales no desempeñan un papel primordial, durante la fase fálica -período en que se manifiesta el complejo de Edipo- las pulsiones parciales se organizan bajo la primacía de los genitales, al servicio de la diferenciación (hetero)sexual[11] que garantiza la función de reproducción y la organización familiar.


En lo que respecta a su dimensión psíquica, individual y ontogenética, el complejo de Edipo refiere al despliegue de la triangulación de los deseos de la “madre”, del “padre” y del “niño” con respecto al falo[12]. En este sentido, la maquinaria edípica funciona imprimiendo (retroactivamente) sobre lx niñx una diferenciación (hetero)sexual que (luego) asume apriorística y natural. La operación de la (amenaza de) castración opera diferentemente según “el sexo” -esto es, la operación de lectura efectuada en los cuerpos por la matriz de inteligibilidad heterosexual- de lx niñx. En el caso del “niño” (varón), y en la medida en que se presume una investidura libidinal (heterosexual) conferida a la madre (mujer)[13], la (amenaza de) castración que recibe en relación a dicha investidura (y que cobra eficacia por la mera visión de los genitales “femeninos”) apunta a desposeerlo de potencia ante el padre (varón-autoridad) (Freud; 1905, 1924b). El conflicto conduce al niño a resignar su deseo por la madre y a asumir, mediante la identificación con el padre (varón-autoridad), una masculinidad marcada por la rivalidad. Pero, invirtiendo el orden de relaciones, la “resolución” del conflicto edípico también puede ser formulada en términos de una negociación con la norma: en la medida en que se desea la autoridad del padre, se obedece a su interdicción. Así pues, la (amenaza de) castración pone fin al complejo de Edipo en el niño o, más precisamente, el complejo de Edipo culmina, en este caso, en cuanto la angustia[14] ante la diferenciación sexual que le es impuesta a lx sujetx se transforma en la asunción de una posición sexuada masculina en los términos de la triangulación edípica (es decir, que toma por modelo al padre).


Por otra parte, si bien para “la niña” (mujer) será (también) la madre (mujer) el primer objeto con el que se establece un vínculo libidinoso (homoerótico), la llamada “envidia del pene”[15] pondrá fin a dicho lazo. Pues, desde la perspectiva de la primacía del falo, la madre sólo puede ser amada en tanto madre fálica. De allí que, en este esquema, en cuanto se revela despojada de pene-falo -e, inclusive, responsable de la propia castración de la niña- la ligazón libidinosa por la madre es sustituida por una identificación marcada por la frustración y la mortificación, identificación que se extenderá luego a una posición “femenina” que toma por modelo a la madre “castrada”. El padre es entonces tomado como objeto de amor a causa del deseo de “recibir de él un hijo” que llegue a sustituir[16] al pene envidiado. En este caso, la castración -ya no como “amenaza de”, sino como una castración que se expresa efectiva en el afecto de envidia por el pene-falo- da inicio al derrotero edípico. En otras palabras, el itinerario edípico comienza cuando la angustia ante la diferenciación sexual que le es impuesta a lx sujetx se transforma en la asunción de una posición sexuada femenina-castrada-pasiva y, en último término, maternal. Así pues, a excepción de que opere el mecanismo psíquico de la desmentida (relacionado con la subjetividad perversa más que con la neurótica), “la niña” continuará deseando y buscando el falo-pene en múltiples sustitutos (entre los cuales el privilegiado es, como ya se ha señalado, “el hijo”).

En ambos casos, hacia el final de la etapa fálica y transitado el drama edípico, las pulsiones sexuales (“originalmente” perversas y polimorfas) habrán quedado reguladas por la norma fálica para luego ser organizadas bajo la primacía de los genitales, a la vez que se habrán introyectado -en mayor o menor medida- la autoridad (de la pareja) parental, las modalidades de relación entre los diferentes vértices del triángulo edípico (fálico/castrado en los términos freudianos y ser/poseer el falo en los términos lacanianos) y las normas culturales asociadas, conformándose así el núcleo del Superyó (una instancia psíquica estructurante de la personalidad que expresa, mediante los afectos derivados de la vigilancia y el castigo, la moral social) y la matriz de la “identidad sexual” (Nasio, 2015). Esta instancia inaugura, así, un período de latencia que favorece la amnesia respecto a la sexualidad (infantil), y el desvío de las pulsiones hacia metas de carácter cultural para, más tarde, declinar en la elección de objeto que abre paso a la (hetero)sexualidad y a la neurosis[17].


Es preciso destacar que -dado que las posiciones de ser y poseer el falo funcionan siempre y solamente como imposturas o mascaradas (Butler, 1990)- la subjetividad edípica-neurótica supone una forma de subjetividad inexorablemente marcada por castración. En efecto, es la angustia ante (la amenaza de) castración la que despliega y organiza el derrotero edípico y, en ambas posiciones (hetero)sexuadas de hombre y mujer, esto supone asumirla bajo la forma de la falta que habilita el deseo. “La niña” ha de asumirse castrada para desear un hombre o un hijo; “el niño” ha de asumirse castrado ante/por el padre para desear -y poseer- una mujer que no esté representada como perteneciente a este último. De este modo, si bien las posiciones (hetero)sexuadas de hombre y mujer se diferencian por el modo en que ponen en juego su castración (para vincularse con lx otrx semejante y con el gran Otro del lenguaje y la cultura), ambas comparten -a su pesar- el hecho de (asumir) la castración[18]. En esto constituye, en efecto, el pasaje del “orden imaginario” al “orden simbólico”: el derrotero edípico funciona como modelo de la transformación de una relación (presuntamente) dual[19], mítica, continua y gozosa (entre la madre y lx niñx) en una es­tructura triádica, pero lo hace mediante la intermediación de la figura del padre-castrador que encarna la norma de la diferencia sexual.


Así pues, la subjetividad edípica-neurótica supone un modo del deseo que toma la forma de la falta y la carencia (Deleuze, Guattari, 1972,1980; Hocquenghem, 1972). Si bien, cuando se enuncia en los términos de “no hay relación sexual” (Lacan, [1971-1972] 2012: 12), la castración (y la falta) parece(n) remitir a lo inabarcable de la felicidad (heterosexual) como promesa (Ahmed, 2010), en tanto (también) operan como modos de nombrar la ausencia o extravío de lo prometido, su efecto es sostener el ideal. Puesto que se asume el carácter inapelable de la Ley-Simbólica-de-la-castración (y la "diferencia sexual"), la neurosis asume asimismo su (im)propia "falta" en términos de pérdida (irremediable) de un goce mítico. Lo paradójico es que, precisamente, es esa falta lo que hace consistir la norma en tanto Ley.



La (amenaza de) castración que opera la maquinaria edípica cobra eficacia por

medio de la cita al tabú contra la homosexualidad


Ahora bien, ¿qué escenas de enunciación producen las posiciones -significantes y afectivas- “madre”, “padre” y “niño” del drama edípico? A este respecto, cabe destacar que la maquinaria edípica se escribe con elementos propios de las narrativas producidas por el dispositivo psicoanalítico (esto es, ciertos recuerdos infantiles de neuróticxs adultxs) y con ciertas mitologías a las que se recurre para explicar la dimensión filogenética del Edipo. Pues, si bien Freud se inspira en la tragedia de Edipo Rey escrita por Sófocles para desarrollar su teoría[20], es en Tótem y tabú (1912-1913) que postula el “mito científico[21] de la “horda primitiva” para explicar la universalidad del (complejo de) Edipo, en la medida en que ficciona -con apoyo en investigaciones antropológicas- la instauración del tabú del incesto y la inauguración de la cultura. En este sentido, -discutiendo con teorías nominalistas y sociológicas- Freud postula que, lejos de ser “natural”, el horror al incesto se instala como una ley precisamente en la medida en que responde a un deseo inconsciente propio de una (des)organización sexual perversa y polimorfa.


Por su parte, Lacan (1957-1958) retoma -y reconstruye, mediante una formalización[22]- el complejo de Edipo en los términos de la llamada metáfora paterna: una operación simbólica que implica la sustitución del deseo de la madre[23] (DM) por el Nombre-del-Padre (NP) y que funda la posi­bilidad de toda metáfora en tanto creación de significación (fálica[24]). De allí que, en la conceptualización lacaniana, el Edipo supone tres tiempos lógicos. En un primer tiempo, lx niñx se identifica con el falo pues supone ser el objeto de deseo de una madre que, por entonces, se presenta como completa en tanto tiene el falo en su hijx. En un segundo tiempo, el padre imaginario -coincidente con el padre primordial del mito científico de la horda primitiva- intercede prohibiendo la identificación de lx niñx con el falo y, de este modo, representando él mismo el falo en tanto significante primordial, castra a la madre en la medida en que la priva de su hijx-falo[25]. En un tercer tiempo, el padre real y potente (genital) demuestra que él tiene el falo, pues, si bien ya no representa en sí mismo la ley, opera como portador de esta última[26].


Las elaboraciones freudianas y lacanianas en torno al Edipo coinciden en una cuestión fundamental: si bien señalan que el mismo comporta una dimensión (en apariencia) individual -dimensión que, en última instancia, es por la que más parecen interesarse en lo que concierne a la clínica psicoanalítica-, también argumentan que este no se reduce a la influencia ejercida efectivamente sobre lx niñx por la pareja parental. Pues la familia nuclear no opera como una entidad aislada, sino como una célula germinal de la cultura (Freud, 1929-1930). En este sentido, ambos autores coinciden -sin expresarlo en los siguientes términos- en que la eficacia performativa del complejo de Edipo proviene de que cita una ley que no puede instituirse como tal sino por medio de sus sucesivas y múltiples iteraciones. Esta ley es trabajada por Lévi-Strauss en Las estructuras elementales del parentesco (1955) con el nombre de “tabú del incesto”: la prohibición fundante de cualquier “cultura humana” que se precie como tal en la medida en que, por medio de la organización de un sistema de parentesco (heterosexual), llega a diferenciarse de “la naturaleza”. En este sentido, según la antropología estructural de Lévi-Strauss, la esencia del sistema de parentesco radica en el “intercambio” o “regalo” de mujeres entre los hombres. Así pues, el tabú del incesto -presentado como una ley universal- impone al sexo y la reproducción los objetivos sociales de la exogamia y la alianza[27].


Nótese que -tal como el complejo de Edipo en sí mismo- la ley de la exogamia supone una distinción y división de carácter fundacional entre (las posiciones y funciones que ocupan) hombres y mujeres[28]. Así pues, -al dar por “natural” una heterosexualidad que, en todo caso, se produce reatroactiva y obligatoriamente al servicio del matrimonio y de la cultura- el tabú del incesto supone un tabú anterior contra toda forma de unión no heterosexual (Butler, 1990, 1993; Rubin, 1975). En este sentido, el Edipo (re)encuentra como principio de formación y cifra de inteligibilidad al sistema de alianza y a la Ley (simbólica) de parentesco. Y, por consiguiente, si bien en un comienzo el psicoanálisis pretende desoldar la pulsión sexual (perversa y polimorfa) de los fines reproductivos, la misma es concebida en el marco de un código edípico que continúa imponiéndole una forma o motivación heterosexual y familiarista.

En definitiva, la maquinaria conceptual edípica no se limita a describir los itinerarios mediante los cuales se llega a “asumir”[29] la identidad (hetero)sexual (y a “reprimir” la sexualidad perversa “originaria”), sino que, además, intensifica -pero también satura- el dispositivo de organización familiar, en la medida en que ubica a las figuras de la triangulación edípica como campo privilegiado de circulación de la libido -y, en suma, del inconsciente-. Así pues, el dispositivo psicoanalítico produce -o, al menos, sofistica la producción de- aquello que dice meramente descubrir y describir: la diferencia sexual opera como en un bucle que retorna a sí mismo, corolario y fundamento del derrotero edípico.


Este problema ha sido ampliamente trabajado por Deleuze y Guattari en obras como El Anti Edipo (1972) y Mil Mesetas (1980), y (reformulado) por Hocquenghem en El deseo homosexual (2000). Desde el campo de los estudios feministas, Firestone (1970) y Rubin (1975) han trabajado sobre la íntima relación entre el Edipo y la ley de la exogamia o tabú del incesto para explicar el origen ya no de la cultura (única, universal y necesaria) sino de la opresión de las mujeres, las infancias y lxs homosexuales. En este caso, me interesa destacar el problema del carácter heterosexual del tabú del incesto -y, por consiguiente, de la maquinaria edípica- para argumentar que ello supone como efecto productivo la división no sólo entre hombres y mujeres, sino, antes bien, entre neuróticxs y perversxs. En otras palabras, me interesa analizar cómo es que, por medio de la reelaboración del tabú del incesto efectuada por la maquinaria edípica, llegan a producirse, dividirse y diferenciarse un cierto proceso de subjetivación y una cierta figura-figuración (Haraway, 1991, 1997, 2016). Por una parte, un proceso de subjetivación neurótica que tiende a la reconstitución e intensificación de la maquinaria que lo produce, en la medida en que, tras atravesar el derrotero edípico y mediante la asunción de la castración en términos de la pérdida de un goce mítico y la subordinación a la coerción de los deseos homoeróticos, arriba a una elección de objeto heterosexual al servicio de la función reproductiva y la organización familiar. Por otra, la figura-figuración perversa como una forma degradada de subjetividad que emerge como tal en las fallas y límites de la maquinaria que lo produce y que, por tanto, amenaza permanentemente con desbaratarla.

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* María Agostina Silvestri

Lic. en Psicología (UBA)

Doctoranda en Estudios de Género (FFyL, UBA)


[1] Las expresiones “libreto” (Butler, 1988) o “guión” (Ahmed, 2004, 2010) -en afinidad con la idea del Edipo como representación teatral (Deleuze y Guattari, 1972)- apuntan, en suma, a la indisociabilidad del cuerpo, la materia, los gestos y las experiencias con el lenguaje, las normas sociales-culturales y las formaciones discursivas e ideológicas de un tiempo y espacio particulares. Los actos que los cuerpos ejecutan y las formas que dichos cuerpos toman responden a un libreto o guión que los antecede pero que, sin embargo, los requiere para ser actualizado y reproducido como realidad. Tanto la materialidad de los cuerpos como las normas que los regulan funcionan al modo de un performance (colectiva) que requiere (inter)texto, interpretación, ensayo y repetición a lo largo del tiempo en espacios culturalmente restringidos. Dicha repetición supone, no obstante, una reactuación y reexperimentación. Así pues, el libreto o guión no puede ser equiparado con un orden simbólico cerrado y totalizante, tanto como el cuerpo no puede ser remitido a una naturaleza pre-discursiva. Por el contrario, en la repetición -entendida como resignificación-, radica la posibilidad de desarticulación y desplazamiento de los significados del libreto-guión. Para un análisis que desarrolla la cuestión de la constitución del cuerpo como performance y su relación con el texto (dramático), sugiero la lectura de Cuerpos en escena: materialidad y cuerpo sexuado en Judith Butler y Paul B. Preciado (De Mauro Rucovsky, 2016) [2] En El Edipo: el concepto crucial del psicoanálisis, Nasio (2015) presenta un resumen del alcance de la significación del concepto de Edipo. Dice: “el Edipo es: 1) una llamarada de sexualidad vivida por un niño [...] en la relación con los padres 2) una fantasía sexual [...] 3) [...] la matriz de nuestra identidad sexual de hombre y mujer [...] 4) [...] modelo de todas nuestras neurosis [...] 5) una fábula simbólica [...] 6) [...] el concepto soberano que genera y ordena todos los demás conceptos psicoanalíticos y justifica la práctica del psicoanálisis 7) el drama infantil que todo analizante vuelve a representar en el escenario de la cura tomando como pareja a su psicoanalista” (las cursivas son propias). Por otra parte, la entrada “Complejo de Edipo” del Diccionario introductorio de psicoanálisis lacaniano (Evans, 1997), expresa: “el complejo de Edipo es la con­quista del orden simbólico, [...] tiene una función normativa y normalizadora [...] con referencia a las estructuras clínicas y también a la cuestión de la sexualidad” (p. 55) (las cursivas son, también en este caso, propias). [3] Siguiendo a Butler (1990), la matriz heterosexual supone la relación causal, continua y coherente entre sexo (como dato bioanatómico macho/hembra), género (como interpretación cultural de la diferencia sexual masculino/femenino) y deseo (como orientación sexual hétero/homo). Esta matriz de inteligibilidad presupone la existencia de un “núcleo” (de género) y, por tanto, funciona a partir de la separación interno/externo. Como procuraré argumentar más adelante, dichas separaciones en binarios mutuamente excluyentes constituyen fronteras y límites que luego -en función del sostenimiento de su aparente estabilidad- toman la forma de (argumentos en favor de) la violencia, la exclusión y la dominación de lo (que es representado como) otro. [4] Pero también -y este será asunto de un siguiente trabajo-, la maquinaria edípica produce, como desecho, una figuración y forma de subjetividad degradada que amenaza insistentemente con desbaratarla. [5] En la obra freudiana, la sexualidad se ubica como un imperativo epistémico que atraviesa la mayor parte de las elaboraciones conceptuales, entre ellas: la teoría de la seducción, la teoría de la mala higiene sexual (en las neurosis actuales), la teoría del conflicto sexual/moral (en las psiconeurosis de defensa), la teoría de la perversión polimorfa de la sexulidad infantil, la teoría de la pulsión como energía sexual, la teoría del síntoma como satisfacción sexual sustitutiva, el complejo de Edipo, el complejo de castración, la teoría de la diferencia sexual anatómica y sus consecuencias psíquicas, etc. [6] La posición epistemológica que sostiene Freud se encuentra alineada con el modelo científico del empirismo-positivismo lógico. Es decir, con un modelo de ciencia experimental -contrario a la ciencia conjetural- que asume que la fuente de “acceso” al conocimiento es la observación de fenómenos que son pensados como objetivos y desafectados del propio dispositivo de investigación, seguida luego por la elaboración teórica. En otras palabras, el impulso cientificista que anima a Freud se apoya en la idea de que el mundo se llega a conocer primero con observaciones y experiencias, para luego teorizar sobre ello. Así pues, incluso cuando argumenta, por ejemplo, que “para adquirir la convicción de que las neurosis tienen una relación con la vida sexual de los enfermos, habrá que interrogarlos insistentemente sobre su vida sexual hasta lograr un completo y sincero esclarecimiento” (Freud, [1898] 2012: 317), Freud parece no llegar a advertir los efectos que el propio dispositivo psicoanalítico conlleva en la producción del material clínico que luego es leído como evidencia de base. En este sentido, (pre)supone que los relatos de sus pacientes son “espontáneos”. En todo caso, desde un posicionamiento epistemológico crítico advertido de las relaciones entre las condiciones en que se produce el conocimiento y las condiciones de existencia que se le atribuyen al “objeto” de estudio (Despret, 2022; Haraway, 1991), podría argumentarse que son precisamente aquellas interrogaciones e intervenciones repetidas -y en absoluto neutrales- las que (re)construyen los modos de relación entre sexualidad y neurosis. [7] El concepto de pulsión se sitúa en la frontera entre lo psíquico y lo somático, en la medida en que refiere a un exigencia impuesta al aparato psíquico -y que constituye el motor de su funcionamiento- desde una fuente de excitación intrasomática constante, de la cual no se puede huir sino por medio de una acción específica en relación con el mundo “exterior”. Según Freud (1905, 1915b), una pulsión tiene su fuente en una excitación corporal (estado de tensión experimentado en el cuerpo bio-anatómico), y su fin o meta es aliviar dicho estado de tensión gracias a un objeto que posibilita el alivio (esto es, alcanzar una satisfacción parcial). Si bien, desde esta perspectiva, en las primeras fases del desarrollo psicosexual (fases oral y anal) la fuente de excitación intrasomática se localiza en múltiples zonas erógenas -y, por tanto, el objeto que permite la satisfacción de la tensión resulta asimismo variable y contingente-, en la medida en que durante las fases siguiente (fases fálica -coincidente con el atravesamiento del Edipo- y genital) resulta esperable que las pulsiones se organicen bajo el primado genital para ponerse al servicio de la función de reproducción, la fuente de excitación -devenida genital- y el objeto de satisfacción -devenido los genitales del “sexo opuesto”- vuelven a encontrarse enlazados y sobredeterminados hacia la “madurez” psicosexual. En este sentido, aunque los desarrollos teóricos en torno a la pulsión sexual (aun si sostienen una epistemología que, en cierto sentido, supone la existencia de una materia pre-discursiva y un cuerpo bio-anatómico “natural”) conducirían a afirmar que ni los genitales ni el coito heterosexual tendrían una conexión privilegiada con la sexualidad (eminentemente perversa y polimorfa), los ensayos freudianos reintroducen, al modo de un automatismo, el forzamiento de la soldadura anteriormente mostrada insostenible (Davidson, 2004). De allí que las prácticas perversas resultan consideradas patológicas toda vez que no se limitan a funcionar como un mero “mecanismo de placer preliminar”, y llegan a sustituir u oponerse al “fin sexual normal” (Freud, [1905] 2012: 1187, 1216, 1218). [8] Esta combinación diferenciada entre pulsiones sexuales y “funciones vitales primarias” se expresa luego como un dualismo entre “pulsiones sexuales” y “pulsiones de autoconservación” o “pulsiones del yo”, en el que las primeras continúan regidas por el principio de placer, mientras las segundas se rigen por el principio de realidad (Freud, 1915b). Resulta curioso cómo, en este segundo dualismo, la pulsión sexual se deslocaliza del cuerpo bio-anatómico en términos de su continuidad o subsistencia, cuya prerrogativa se llevan las pulsiones de autoconservación, relacionadas con los procesos de nutrición-egestión. [9] Según las tesis freudianas, el principio de placer opera, en conjunto con el principio de realidad, regulando el funcionamiento del aparato psíquico según un criterio económico que toma alternativamente un carácter cuantitativo o cualitativo. Su finalidad última supone evitar el displacer -entendido como un aumento de las cantidades de excitación- y procurar el placer -entendido como una disminución de las cantidades de excitación- (Laplanche y Pontalis, 1967). [10] Si bien Freud aborda las fases del desarrollo psicosexual como un derrotero que coincide con una temporalidad crononormativa (Freeman, 2010) y heterolineal (Muñoz, 2020) -y, por tanto, cada una de ellas se corresponde aproximadamente con una franja etárea; ubicándose, por ejemplo, la fase fálica entre los tres y los seis años de edad-, pensar dichas “fases” como superpuestas entre sí permite desorganizar el carácter normativo de una tal apuesta teórica para hacerla funcionar como clave de lectura de ciertos modos en disputa de organización de la sexualidad (y de la vida). En este sentido, la maquinaria edípica funciona como un aparato de captura civilizatorio, que reúne multiplicidades pulsionales al servicio de la reproducción de la organización familiar. No obstante, otras pulsiones, constitutivas y constituyentes de otros territorios erógenos, subsisten. En este sentido, cabe señalar que son precisamente los síntomas neuróticos -y, también, las desobediencias de la perversión- los que dan cuenta de “fijaciones”, “regresiones” y “desvíos” que amenazan la estabilidad de la temporalidad (hetero)lineal a la vez que introducen otra forma de temporalidad lógica. [11] Según las tesis freudianas del desarrollo psicosexual, mientras que en la etapa anal se construye la polaridad activo/pasivo y durante la fase fálica se construye la polaridad masculino/castrado, durante el período genital se construye -finalmente- la polarización masculino/femenino. Así pues, lo masculino comprende el sujeto, la actividad y la posesión del pene, mientras que lo femenino supone la condición de objeto, la pasividad y la castración (Freud, 1905, 1923). [12] Si en el psicoanálisis dominante se repite que, cuando se habla de “padre” o “madre” no se presupone la existencia de un padre o madre “reales”, sino que se refiere a posiciones o funciones en la triangulación edípica que pueden ser ocupadas por diferentes sujetos o discursos, al mismo tiempo se estudia e insiste en la importancia de lo que el padre y la madre “reales” hacen en relación al “niño”. De manera análoga a la anterior operación, se sostiene que el falo opera como un significante a la vez que se lo sitúa en relaciones de continuidad con el pene (Butler, 1993; Derrida, 1986; Rovira, 2023). Estas ambigüaciones sostenidas a lo ancho de la literatura psicoanalítica hegemónica se ubican como fundamento de desarrollos teóricos inscriptos en una matriz de inteligibilidad (cis)heterosexual y reproductiva [e.g., Bleichmar (1980) escribe, por una parte, que cuando se habla del “padre (simbólico)” “no se presupone que hay alguien que ejecuta una acción sino que hay algo, que puede sí ser alguien, en relación a lo cual la madre queda ubicada como no siendo la ley”, para decir, inmediatamente después, que, sin embargo “el padre real tiene importancia, tanto más cuando la madre ten­ga demasiada tendencia a conservar al hijo en el lugar del falo. [...] O sea, que el padre real es tanto o más importante cuanto mayor sea la tendencia de la madre a excluir al pa­dre simbólico” (73-74)]. Por el contrario, la afirmación de que “padre” o “madre” -pero también “hombre” o “mujer”- son significantes, debiera implicar que 1) en cuanto tales, esos significantes no significan nada por sí mismos, y sólo consisten en la diferencia que mantienen con otros significantes y 2) no poseen ninguna relación con la naturaleza ni con la biología (Eidelsztein, 2019). [13] La “prehistoria” del complejo de Edipo en el “niño” -es decir, las fases oral y anal, en tanto anteriores a la fase fálica- da cuenta, no obstante, de una identificación con la madre y un vínculo libidinoso con el padre (Freud; 1905, 1924b). [14] En las teorías freudianas, la angustia cobra dos formas: por una parte, la angustia es libido transformada; por otra, la angustia constituye una reacción a una situación trau­mática (una experiencia de desamparo) (Laplanche y Pontalis, 1967). En el caso de la angustia ante la amenaza de castración, es posible pensar este afecto desde ambas concepciones. Es decir, la angustia supone -aquí- una transformación de la libido (perversa y polimorfa) ante el carácter traumático de la diferenciación sexual obligatoria. Más adelante, retomaré este asunto considerando a la angustia en su proximidad con el afecto del miedo. [15] La llamada “envidia del pene” constituye, según el psicoanálisis freudiano, un elemento fundamental de la sexualidad femenina (Laplanche y Pontalis, 1967). Desde esta perspectiva, la “envidia del pene” refiere a un afecto surgido ante el descubrimiento de la “diferencia anatómica de los sexos”, relacionado con el sentimiento de inferioridad de la niña respecto al varón. Este concepto ha sido ampliamente criticado, revisado y apropiado por estudios feministas y queer (Firestone, 1970; Rubin, 1975) que advierten que lo que se desea no es el pene como tal, sino, antes bien, las posibilidades sociales, económicas y culturales que el padre tiene y que son negadas a la madre. [16] El falo se inscribe en una serie de términos sustituibles unos por otros (pene = heces = niño = regalo, etc.), términos que tienen en común la propiedad de ser separables del cuerpo bio-anatómico y susceptibles de desplazamiento. Esta cualidad expropiable y transferible del falo será exaltada en el campo la(s) teoría(s) queer para sugerir otras modalidades del mismo como, por ejemplo, el falo lesbiano (Butler, 1993) o el dildo (Preciado, 2000). [17] En efecto, los historiales clínicos freudianos expresan la división (hetero)sexual y familiarista de la neurosis, cuyas figuras paradigmáticas son la mujer-madre histérica, el varón-padre obsesivo y la infancia-hijx fóbica. En este sentido, la histeria da cuenta del posicionamiento subjetivo de la feminidad hegemónica -en tanto objeto nutricio u objeto sexual (de carácter pasivo)-, mientras que la neurosis obsesiva señala el posicionamiento subjetivo de la masculinidad dominante -en tanto proveedor y/o castrador-. Por otra parte, la fobia da cuenta de un posicionamiento subjetivo infantil(izado) en relación a una organización familiar abusiva y adultocéntrica. De allí que, en la (zoo)fobia infantil teorizada por Freud, el objeto (animal) fobígeno funciona como un sustituto del padre castrador. [18] Hocquenghem (1972) desarrolla una idea semejante cuando argumenta que tanto hombre como mujer están castradxs de ano. Pues, en tanto que su sexo se define por una genitalidad binaria y mutuamente excluyente (pene=hombre, vagina=mujer), ambxs pierden el ano como zona erógena. [19] Pese a que se hable de una relación dual entre lx niñx y la madre antes de la intermediación del padre, Lacan (1957-1958) advierte que, en realidad, dicha relación comporta siempre un tercer término: el falo (es decir, lo que la madre desea más allá de lx niñx mismo). Nótese, pues, que la presencia del falo como ter­cer término da cuenta de la operatividad de la llamada “Ley Simbólica” incluso antes de la participación de la figura del padre. Es decir que, desde los comienzos del derrotero edípico, lx niñx debe comprender que -tanto ellx como su madre, y, más tarde, el padre simbólico- están marcadxs por una falta, y, por tanto, castradxs. [20] Vernant y Vidal-Naquet (1972) exponen una serie de críticas a la lectura freudiana del Edipo, en la medida en que argumentan que ésta última responde a un interés por postular la universalidad del drama y el conflicto del núcleo familiar. También proponen otras lecturas posibles de la tragedia que sitúan en un primer plano la dimensión histórica, política y social en la que la obra se inscribe. En este sentido, Lacan (1969-1970) expresa que, para dar cuenta del complejo, el mito desarrollado en Tótem y tabú (Freud, 1912-1913) es más preciso que el mito de Edipo. Pues, mientras que en el mito de Edipo el asesinato del padre le permite a Edipo gozar de mantener relaciones sexuales con su madre, en el mito de Tótem y tabú el asesinato del padre, por el contrario, opera reforzando la Ley que prohíbe el incesto. [21] El llamado “mito de la horda primitiva” (Freud, 1912-1913) expresa que, en una época anterior indeterminada, los hombres primitivos -todavía cercanos a los primates- habrían debido vivir en hordas dominadas por un padre primordial; es decir, por un macho promiscuo y tiránico, no atravesado por la ley que él mismo impone, pues detenta el privilegio de poseer a todas las hembras del grupo a la vez que prohíbe a sus hijos acceder a ellas. Entre una disposición afectiva ambivalente en la que confluyen admiración y odio, los hijos del padre primordial desean ocupar su posición. Es así que, en conjunto, deciden rebelarse, asesinan al padre y devoran su cadáver en un banquete totémico. Este último es relevante en la medida en que supone una dimensión simbólica: al comerse el cuerpo del padre, los hijos incorporan también sus atributos y llegan a identificarse con él. En este sentido, el padre asesinado tiene aún más poder y autoridad que el vivo, ya que se le presta una obediencia retroactiva basada en sentimientos de culpa y melancolía. La ley del padre, ahora muerto, instala entonces un orden social basado en la exogamia, es decir, en la prohibición (o tabú) de poseer a las mujeres del clan, al tiempo que se instaura un tótem que sustituye al padre y cuyo asesinato se encuentra prohibido. De este modo, el padre (muerto, y simbolizado por el tótem) se reinstituye -con su plenitud de poder- como condición fundante de la cultura y la sociedad humanas, ésto es, de la familia patriarcal, las restricciones morales y las religiones dominantes (monoteístas). Las prohibiciones del totemismo -es decir, el incesto y el parricidio- se relacionan con los dos crímenes y deseos inconscientes centrales del conflicto edípico según la lectura freudiana de la tragedia. [22] Lacan (1957-1958) subraya que la teorización freudiana se basa en un mito, es decir que supone un carácter simbólico. En este sentido, el significante NP que opera en la metáfora paterna no remite a un padre “real” sino a una función y un lugar en la estructura que puede ser ocupado por otros representantes de la ley (de interdicción del incesto). La función paterna, entonces, habilita la entrada al orden de lo simbólico (es decir, el lenguaje, el mundo social y sus normas). Al respecto, cabe señalar que, si bien el psicoanálisis lacaniano puede ser leído como un primer ensayo de respuesta a la crisis de la epistemología de la diferencia sexual, el mismo es considerado incompleto o infructuoso en la medida en que el binarismo sexual persiste bajo la forma de un hecho simbólico totalizante (Preciado, 2021; Rovira, 2023). En este sentido, Butler (1993) argumenta que la versión lacaniana del sexo y la diferencia sexual continúa implicando un marco no examinado de heterosexualidad normativa. Y, señala Wittig (1992), si en la sociedad heterosexual las posiciones no heterosexuales se confrontan con una profunda dificultad para manifestarse pública, lingüística y éticamente, pues entonces no resulta extraño que Lacan haya interpretado el inconsciente como estructurado según un lenguaje (heterosexual) que lo produce y lo antecede. [23] El DM se presenta como enigmático, ilimitado y absoluto. De allí que, hasta que la metáfora paterna no opera sustituyéndolo por el NP, la posición del “niño” es la de un súbdito sometido al capricho de la madre. [24] El falogocentrismo del psicoanálisis -es decir, la elevación de la representación antropomórfica del falo a la condición de principio estructurante que forma y da acceso a todos los objetos cognoscibles- constituye, desde la perspectiva de la(s) teoría(s) queer, uno de los principales problemas de sus fundamentos epistemológicos (Butler, 1993; Derrida, 1986, 2008; Preciado, 2021; Rovira, 2023). [25] Esta operación es posible sólo en la medida en que la madre acepta ser remitida a una ley que ya no es la suya propia, sino la de un padre todopoderoso que se afirma en tanto siendo el falo. [26] En este caso, la inscripción del NP en sustitución del DM opera de manera semejante al efecto que la muerte del padre tiene para la horda primitiva, esto es, la inauguración de una ley simbólica. [27] Como señala Rubin (1975) al citar a Marshall Sahlins, el tabú del incesto no refiere tanto a una prohibición de casarse con las propias madre, hermanas o hijas, sino antes bien a la obligación de regalar a otro a las propias madre, hermanas o hijas. [28] Mientras que, en el “intercambio”, los hombres devienen sujetos sociales, las mujeres quedan relegadas a una posición de objeto o regalo. Por consiguiente, la relación que constituye el matrimonio no se establece entre un hombre y una mujer, sino entre dos grupos de hombres. Lo que es más, pareciera que las posiciones que hombres y mujeres ocupan en el “intercambio” -es decir, una posición (masculina) de sujeto activo y beneficiario y una posición (femenina) de objeto pasivo y posibilitador-, constituyen pre-requisitos para la formación de la cultura como tal. [29] Cabe destacar que la identidad (en este caso, de género) no se “asume” de una vez y para siempre. Por el contrario, responde a un proceso de identificación (a ciertas figuras y normas sociales-culturales) y subjetivación que nunca concluye de un modo pleno y, en este sentido, requiere de (re)iteración, reactuación y reconstitución (lo cual siempre implica la posibilidad de desplazamiento) para tomar la apariencia de estabilidad. [30] La bibliografía listada en esta sección corresponde a ambas partes (I y II) del presente ensayo.

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