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Neuróticxs y heterosexuadxs: mecanismos psíquicos y afectivos de la subjetividad colonial - Parte II


Este ensayo organizado en dos partes explora los mecanismos de conformación del libreto-guión de vida edípico-neurótico en tanto régimen de subjetividad subordinado(r) a la norma de la diferencia sexual. En este sentido, se atiende a la dimensión psíquica, social y afectiva que llega a conferirle a esta última el carácter de Ley Simbólica universal, ahistórica e invariante, garante de la cultura y la civilización (heterosexual y colonial).



* por María Agostina Silvestri



Si la crisis no es sólo política y económica,

sino también una crisis de los modos de subjetivación, (...)

insurgir o sublevarse implica diagnosticar el modo de subjetivación vigente

y el régimen inconsciente que le es propio;

e investigar cómo y por dónde

se viabiliza un desplazamiento.

Suely Rolnik



Como he intentado argumentar en la parte I de este ensayo, el proceso de subjetivación neurótica inducido por la maquinaria edípica supone una forma de reconstitución e intensificación del libreto (Butler, 1988) o guión[1] de vida (Ahmed, 2004, 2010) heterosexual. Pues, al asumir la castración en términos de la pérdida de un goce mítico y la subordinación a la coerción de los deseos homoeróticos, la subjetividad neurótica arriba a una elección de objeto heterosexual al servicio de la función reproductiva y la organización familiar. En esta segunda parte del ensayo, me interesa analizar los repertorios afectivos implicados en y -constitutivos de la de posibilidad de- la asunción (del tabú del incesto en los términos) de la diferencia sexual como Ley Simbólica universal, ahistórica e invariante, garante de la cultura y la civilización. Es decir, procuro explorar ciertas performatividades afectivas -que regulan la capacidad de afectar y de ser afectados de los cuerpos que los encarnan- mediante las cuales se llega a producir un régimen de subjetividad de carácter colonial al servicio de la (re)producción de la heterosexualidad y el familiarismo mediante la exclusión, degradación y represión de lo que es producido como otrx.

La subjetividad neurótica renuncia a las pulsiones en favor del reconocimiento social/moral según el marco de inteligibilidad colonial, heterosexual y familiarista

La íntima relación entre la (hetero)sexualidad y la neurosis fue señalada por Freud desde el comienzo de sus investigaciones, y en esto constituye, precisamente, su gran innovación teórica respecto a la hipótesis de la etiología hereditaria. En efecto, es en sus escritos más tempranos -y anteriores a la formulación del Edipo- cuando Freud desarrolla la teoría de la “etiología sexual de la neurosis” (Freud, 1896, 1896b, 1898, 1905-1906, 1908). Desde esta perspectiva, el origen causal de la neurosis supone, en primer lugar, una vivencia pasiva[2] de carácter sexual acontecida durante la infancia del individuo, cuya huella psíquica, sólo después de ser reavivada tras el atravesamiento del Edipo, adquiere eficacia traumática. En palabras de Freud, “el recuerdo despliega una potencia de la que careció totalmente el suceso mismo” (Freud, [1896] 2012: 283); “no son los sucesos mismos los que actúan traumáticamente, sino su recuerdo, emergente cuando el individuo ha llegado ya a la madurez sexual” (Freud, [1896b] 2012: 286). Sin embargo, los desarrollos posteriores de Freud abandonan el acento en el evento traumático, para ubicar -en lugar del recuerdo de la experiencia de carácter sexual efectivamente acontecida durante la infancia- unas ciertas fantasías sexuales (Freud, [1905-1906] 2012) -es decir, esquemas que luego estructuran la vida imaginaria del sujeto-, cuyos materiales son los recuerdos de la infancia pero también otras escenas y narrativas “filogenéticamente transmitidas” que constituyen variantes de triangulación edípica. Así pues, las fantasías se presentan -al modo de los sueños- como escenas que, al llenar las lagunas de la memoria individual con memorias históricas, condensan memorias infantiles y otros elementos de la cultura[3].

Freud señala, además, una serie de “agentes” que pueden funcionar como “causas concurrentes” del despliegue de la neurosis. Es decir, subraya algunos fenómenos que -si bien sitúa como accesorios- llegan a “despertar” una huella psíquica latente (inconsciente) que toma -según como sea leída- la forma de un trauma o de una fantasía con efectos traumáticos (ambos de carácter sexual). Entre dichos fenómenos, Freud destaca las “emociones morales” ([1896] 2012) o “sentimientosfamiliares” ([1908] 2012) y señala, que, en lo que a sexualidad se refiere, impera una “moral sexual cultural” ([1908] 2012) (dominante en la sociedad occidental) que coarta la vida sexual y provoca “daños a la salud y a la energía vital” (Freud, [1898] 2012: 319, [1908] 2012: 1249). La “moral sexual cultural” refiere, aquí, a la diferenciación (binaria) entre los sexos, al matrimonio-monogamia conyugal y al imperativo de reproducción. Por su parte, las emociones morales y sentimientos familiares se corresponden con los llamados “diques psíquicos” (1905), formados reactivamente[4] durante el período de latencia que se sigue del derrotero edípico: el asco, la vergüenza, la culpa y el pudor. La metáfora arquitectónica da cuenta de la hipótesis represiva con la que trabaja Freud, en tanto plantea que la función de este repertorio afectivo radica en “contener” las pulsiones sexuales perversas y polimorfas[5]. Pero también, por otra parte, la relación entre un cierto repertorio de emociones y una cierta moral/cultura sexual, señala el estatuto que Freud otorga a las emociones -y que es poco recuperado en el campo del psicoanálisis-. Desde esta perspectiva freudiana, los afectos no refieren a una materialidad “pura” o pre-discursiva -como sí parece ubicar Lacan cuando articu­la la angustia con un elemento traumático que permanece externo a la simbolización (Evans, 1997)-, sino que se encuentran en íntima relación con los discursos y las normas sociales-culturales, y tienen efectos significativos en el desarrollo de los guiones vitales[6].

La íntima relación entre la cultura, los afectos y la neurosis es retomada, posteriormente, en El malestar en la cultura (Freud, [1929-1930]). En esta ocasión, el fundador del psicoanálisis se distancia del incipiente espíritu alborotador con el que, en La moral sexual cultural y la nerviosidad moderna (Freud, [1908]), insinuaba la necesidad de reformas sociales a favor de una vida sexual menos coercitiva. Por el contrario, Freud diagnostica una “extraña actitud de hostilidad contra la cultura” y sitúa que el “sufrimiento de origen social” esconde, en realidad, un sufrimiento asociado a “nuestra propia constitución psíquica” (Freud, [1929-1930]: 3031)[7]. En este sentido, postula que la cultura supone “la suma de producciones e instituciones que distancian nuestra vida de la de los animales y que sirven a dos fines: proteger al hombre contra la Naturaleza y regular las relaciones de los hombres entre sí” (Freud, [1929-1930]: 3033). La cultura dominante, entendida en los términos de la norma de la diferencia sexual y de la conyugalidad matrimonial al servicio de la reproducción, se presenta, pues, como un mal necesario, en tanto que “el hombre” -y, por extensión, la especie humana- presenta una “tendencia natural al descuido, la irregularidad y la informalidad” pero, sobre todo, unas “tendencias agresivas” innatas, instintivas y primordiales que perturban la relación entre semejantes (Freud, [1929-1930]: 3033, 3035, 3046, 3052).

Desde la perspectiva de la teoría de la performatividad del sujeto sexo-generizado (Butler, 1990, 1993, 1997) y del modelo de sociabilidad de las emociones (Ahmed, 2004, 2010), las tesis de Freud en torno al Edipo, la sexualidad y la cultura pueden ser releídas para dar cuenta del poder productivo de la norma de la diferencia sexual (y de la conyugalidad matrimonial al servicio de la reproducción) y de las emociones que se corresponden con su (aparente) “introyección”[8]. En este sentido, es posible afirmar que no se trata tanto de que un recuerdo -despertado por una asociación con el presente- inflame de carácter traumático una vivencia sexual temprana efectivamente acontecida o de que una mera fantasía personal condense memorias individuales e infantiles y colectivas e históricas, sino de que el pasaje por la fantasía edípica -entendiendo esta última como una fabulación instituyente que conlleva efectos materiales y discursivos- produce, performativa y retroactivamente -o, en palabras de Freud, mediante una “acción ulterior”-, el carácter ominoso de la sexualidad no genital(izada). Así pues, el repertorio afectivo correspondiente a la asunción de una posición (hetero)sexuada en los términos de la triangulación edípica produce -y (re)significa- la eficacia traumática de imaginaciones, recuerdos y experiencias (infantiles, pero también subsiguientes) de la sexualidad perversa y polimorfa.

De allí la relación entre la “moral sexual dominante” -o más precisamente, la norma heterosexual familiarista- y el repertorio afectivo que constituye a lx sujetx neuróticx en términos de su potencia de afectar y de ser afectado. Es precisamente en virtud de la eficacia performativa del asco, la vergüenza, la culpa y el pudor que el atravesamiento del Edipo conduce a la asunción de la (diferencia sexual en los términos de una) id-entidad (hetero)sexual. En este sentido, las llamadas “emociones morales” pueden ser leídas como (de)formaciones derivadas del “temor ante la pérdida del amor” (Freud, [1929-1930]) -esto es, del reconocimiento social[9] en los términos del régimen heterosexual-colonial que exige el sacrificio y la renuncia pulsional-.


Asco, vergüenza, culpa, pudor, odio y miedo constituyen el repertorio afectivo que garantiza la formación de la subjetividad y comunidad (masificada) neurótica y heterosexuada

En función de lo hasta aquí desarrollado, y retomando otro texto de gran relevancia en la obra freudiana como lo es Psicología de las masas y análisis del yo (1920-1921), es posible formular que lx sujetx neuróticx se define por un cierto repertorio afectivo que, a su vez, da cuenta de un modo específico de relación con la norma en favor de su participación en la cultura (dominante) y de la adquisición de reconocimiento social/inteligibilidad. Pues la neurosis edípica responde a la amenaza de castración -cuya consecuencia inmediata implica la pérdida del reconocimiento social- con renuncia y sacrificio pulsional[10], en virtud de la obtención de una (ilusión de) seguridad que radica en la pertenencia a la masa heterosexual, cuyos ideales regulativos -y homogeneizadores de las diferencias- son el amor genital (heterosexual), la conyugalidad y el familiarismo. En este sentido, la masa heterosexual se asienta en un tipo de ligazón derivada de una organización inhibitoria de las pulsiones parciales, de manera tal que llega a ansiar la autoridad y a desear su propio sometimiento al padre simbólico o a las abstracciones que tomen su lugar. Los ideales compartidos permiten, a su vez, que el mecanismo psíquico (neurótico) de la identificación[11] -esto es, el proceso mediante el cual, en función de una subordinación en común y de una serie de restricciones constitutivas, unx sujetx asimila un atributo de otrx y se transforma, total o parcialmente, sobre el modelo de estx últimx- llegue a reemplazar el enlace afectivo (homo)erótico que la norma de la diferencia sexual sanciona.

Asco, vergüenza, culpa y pudor constituyen, entonces, un repertorio afectivo político y contagioso[12] que produce (una ilusión de) individuación-interioridad/exterioridad, a la vez que define y organiza -esto es, delimita, separa y relaciona entre sí- lo que se muestra y lo que se oculta, lo público y lo privado, lo aceptable y lo rechazable, la comunidad familiar heterosexual y la otredad perversa. Esta imbricación de afectos incómodos señala y mantiene las fronteras del guión vital edípico-neurótico, pues hace que lx sujetx expulse (“reprima”) o retroceda ante aquello que siente como “causante” de dichas emociones, manteniendo así la conducta -y los encuentros entre los cuerpos- en los límites de la moral (hetero-sexual) dominante. En otras palabras, este repertorio afectivo funciona como indicador del modo en que se construye la diferenciación y el reconocimiento yo/otrx (semejante y/o rival), pero también la relación con el Otro del lenguaje y de la cultura, productor de unos ciertos ideales regulatorios y normativos que -precisamente mediante la producción de interioridad y reflexividad- luego se presentan como Ideal(es) del Yo. Es mediante este núcleo de afectos, entonces, que lx sujetx edipizadx y neuróticx aprende tempranamente a reconocerse y reconocer a otrx bajo ciertas condiciones, y a gestionar el cuerpo que le es asignado -es decir, un cuerpo organizado bajo la primacía de la diferencia sexual en términos genitales- para ingresar en la sociedad (masificada, heterosexual y familiarista).

Al mismo tiempo, este repertorio de afectos se encuentra íntimamente ligado al mecanismo defensivo de la represión (Freud, 1915)[13], en la medida en que es mediante su eficacia performativa que lx sujetx puede llegar a “reprimir” las pulsiones parciales y los lazos libidinosos homoeróticos sancionados, durante el atravesamiento del Edipo, por la amenaza de castración. Sin embargo, es preciso advertir que -desde una perspectiva que considera los efectos productivos del poder- la “represión” requiere ser leída en los términos de una micropolítica reactiva (Rolnik, 2019). No es casual, pues, que la palabra “represión” cargue con un significado histórico denso, particularmente en territorios marcados por las alfabetizaciones (Haraway, 1997) de la colonización, el saqueo, la dictadura, el exilio, la diáspora sexual, la pobreza estructural y la asimilación-mercantilización (neo)liberal. Más que un mero mecanismo intrapsíquico que prohíbe o coarta un quántum de energía como propiedad de un cuerpo máquina, la “represión” refiere, aquí, al mecanismo psíquico, pero también social, que intensifica y custodia los límites del guión vital heterosexual, familiarista y colonial. En este sentido, es preciso entender la “represión” como la fuerza de la abyección (Butler, 1993): un mecanismo-proceso mediante el cual se expulsa y repudia aquello que es constituido -mediante la dinámica misma de la expulsión- como una ajenidad despreciable y excrementicia para, así, llegar a establecer los (frágiles) límites del cuerpo y los (endebles) contornos del sujeto.

Bleichmar (2016) señala que, en la obra freudiana, el asco y pudor funcionan como antecesores del mecanismo defensivo de la represión. Por una parte, el asco -que supone una forma precoz[14] de rechazo respecto a lo que se siente como desecho y/o contaminante- da cuenta del mecanismo de transformación en lo contrario. Es decir que un elemento “interior” al cuerpo ante cuya aparición se sentía curiosidad o placer (como las heces o las mucosidades) o bien un elemento que entre en asociación con este último, se torna -con la “instalación” del dique psíquico del asco- extraño, displacentero, perjudicial y hasta insoportable. De allí el carácter ambivalente del asco: implica el deseo o la atracción por los mismos objetos que se sienten como repulsivos (Ahmed, 2016). Así pues, el asco opera produciendo un límite corporal orientado hacia el exterior, en función de la preservación de una cierta interioridad (limpia, pura, frágil) que se constituye como tal precisamente a través de este sentir y que implica la expulsión de lo que ha sido construido como repugnante. A su vez, lo construido como repugnante abarca una serie de cuerpos relacionados entre sí en virtud de esta misma atribución por proximidad metonímica y metafórica.

El pudor, por otra parte, da cuenta del mecanismo psíquico de vuelta contra sí mismx. Es decir que, a la vez que se establece una apropiación yoica del cuerpo como un territorio privado, se advierte que algo de este cuerpo -en virtud de su valor afectivo- debe ser velado a la mirada del otrx, ante quien se siente pudor. En este sentido, el pudor se relaciona con el reconocimiento de que ciertos productos y ciertas zonas del cuerpo pueden producir un daño o una perturbación a otrx (en términos, precisamente, de que ese otrx experimente asco o, asimismo, pudor) y, a la vez, con el reconocimiento de lx otrx como alguien que -por pertenecer a la misma comunidad afectiva- puede ser perturbadx por aquello del propio cuerpo que se reconoce como desagradable, amenazante o pudendo. Pero también el pudor da cuenta del reconocimiento de lo perturbable del “propio” cuerpo, en el sentido de que la exhibición de una zona constituida como pudenda supone que lx otrx acceda a una parte del cuerpo que debiera haber permanecido en un territorio privado. En este caso, lo experimentado como desagradable, amenazante o pudendo no es ya una zona del propio cuerpo -o los objetos que de él se desprenden a modo de desecho- sino la intromisión de otrx en un espacio al que no debiera haber accedido. Así pues, el pudor y el asco comparten el efecto de producir los límites del cuerpo (individual y social) o, en otras palabras, de producir un cuerpo dividido entre zonas-elementos de carácter público y zonas-elementos de carácter privado. En este sentido, el cuerpo neurótico advierte su condición extática -en tanto abierto, receptivo y por tanto, vulnerable (Butler, 2015)- a la vez que, por medio del pudor y el asco, reniega de ella. Pues, en la medida en que se reconoce a sí mismx angustiosamente castradx, el asco y el pudor operan, al provocar que los cuerpos (se) aparten y (se) cubran (de) otros, en favor de la preservación del daño.

La incomodidad ante la exhibición de algo que debiera haberse mantenido velado también opera como fundamento de la vergüenza. Sin embargo, a diferencia del pudor -que remite a la materialidad del cuerpo- la vergüenza abarca también la conducta (Bleichmar, 2016). En este sentido, la vergüenza puede ser entendida como una sedimentación del pudor que llega a tomar la totalidad del sujetx y que mueve no ya a velar una parte del cuerpo, sino a esconderse íntegramente, a sustraerse de la mirada de otrx (Sedgwick, 1999). Ese otrx ante cuya mirada -experimentada en el presente o presentificada mediante la imaginación- se siente vergüenza supone, en cierto sentido, un otrx amadx o, al menos, unx testigx valoradx y reconocidx como semejante. De allí que la vergüenza implica, también, la producción de una identidad y una comunidad afectiva[15]. Pues, si bien por una parte expone el fracaso en seguir el guión de conducta regido por la moral (hetero-sexual) dominante, al mismo tiempo lo reinstituye, en la medida en que el sujeto que se siente -y que se dice- avergonzadx se posiciona como “de buenas intenciones” (Ahmed, 2016) al reconocer la ofensa que ha provocado y, por tanto, la moral que sanciona una cierta conducta como ofensiva.

No obstante, la vergüenza -así como el pudor- también puede sentirse ante la desvergüenza de un otrx que se constituye como otredad en el momento mismo de construirse como desvergonzadx y, por tanto, “causante” de vergüenza. Es en razón de una experiencia de este tipo que Derrida (2008) se pregunta por la incomodidad sentida ante la mirada de un animal cuando (se) está desnudx, y trabaja en ella en los términos de lo que podría decirse una meta-vergüenza: desnudx, ante la mirada de un animal que también está desnudx pero cuya desnudez no siente como tal, se experimenta una cierta vergüenza, pero, además, vergüenza de tener vergüenza. Pues, al estar “desnudx sin saberlo”, “el” animal, en realidad, no está desnudx. Solamente se aparece como desnudo el humano que está ante el animal y, en este sentido, se produce una inversión de la mirada. El humano se siente expuesto -como si él mismo fuera un animal- ante la mirada que el animal le dirige, en la medida en que advierte que ese otrx absolutx tiene mirada, tiene un punto de vista sobre él, despiadado e inocente a la vez, que le concierne y que, no obstante, le es ininteligible. En esta escena, el animal deviene vidente al mismo tiempo que el humano deviene visto, expuesto de un modo que no puede comprender. Así pues, esa mirada sin fondo del animal -en tanto desvergonzado y perverso- señala el límite abisal de lo humano-edípico-neurótico en su vuelta, preocupada y recelosa, sobre sí mismo.

Si bien advierte que no son “esencialmente” diferentes entre sí, Ahmed (2016) señala diferencias -a la vez que continuidades- entre la vergüenza y la culpa. Mientras que la vergüenza, como ya se ha dicho, abarca la totalidad del yo, la culpa remite a una ofensa específica. De allí que, mientras que la primera expresa un conflicto entre el yo y el Ideal del Yo (es decir, el Ideal del Otro), la segunda expresa un conflicto entre el yo y el super-yo. En este sentido, Bleichmar (2016) ubica en la culpa el reconocimiento de deberes y obligaciones que se tiene para con otrx en función de la cultura en la que el sujeto se inscribe como tal. Cabe subrayar, pues, que -así como el asco supone la construcción de un objeto como repugnante- la culpa supone la construcción de un culpable que, luego, puede o no ser el yo mismo. En otras palabras, la posibilidad de sentirse culpable implica, a la vez, la posibilidad de ubicar la culpabilidad en otrx en la medida en que se distancia de -o no responde afirmativamente a- la moral dominante.

Si el repertorio afectivo del asco, la vergüenza, la culpa y el pudor resulta constitutivo -y, en cierto sentido, antecesor- del mecanismo de la represión-abyección, esto no significa que no haya otros afectos implicados en y derivados de dicha organización. En este sentido, como ya se ha señalado, el significante “represión” da cuenta no sólo de un mecanismo (intra)psíquico de defensa, sino también de una forma de ataque o expulsión que castiga aquello que, debiendo haber permanecido en el campo de lo privado y de lo velado, se asoma al espacio de lo público y, en ese gesto de exponer lo rechazado, desestabiliza la (ilusión de) continuidad, coherencia y consistencia de la subjetividad edípica-neurótica y de la moral dominante. De allí que la represión -en tanto mecanismo de defensa de un territorio privatizado- toma, también, la forma del odio y del miedo.

Por una parte, la represión toma la forma del odio por aquello que se construye como (amenaza de) lesión a un sí-mismx (o a una comunidad masificada que continúa la imagen del yo) amadx -y, en este sentido, opera como motor de una violencia restauradora que disputa el espacio de lo público a la vez que traza sus límites y sus segregaciones (Ahmed, 2016; Barros et. al., 2022; Giorgi, 2018)-. Pero, por otra, la represión también toma la forma del miedo ante aquello que se produce como amenazante a un sí-mismx (o a una comunidad masificada) frágil, incluso aunque aquello temido no esté presente ante el sujetx e, incluso, “pase de largo”, de manera tal que el mundo en su extensión se vuelve temible y potencialmente peligroso (Ahmed, 2016). En ambos casos, estos afectos suponen, también, una toma de distancia respecto a aquello que se constituye como otredad odiada y/o temida, una justificación para la violencia en contra de otrxs cuya existencia llega a sentirse como amenazante y, en últimos términos, un sueño (imposible[16]) de exterminio (Giorgi, 2004).


En suma, hasta aquí he procurado exponer, en primer lugar, la operatividad del Edipo en tanto maquinaria de producción de subjetividad. En segundo lugar, que esa maquinaria produce una subjetividad (dominante) neurótica mediante un cierto repertorio afectivo constituido por afectos como el asco, la vergüenza, la culpa, el pudor, el odio y el miedo, constitutivos a su vez del mecanismo defensivo de la represión-abyección y de la identificación (simbólica) como respuesta ante la (amenaza de) castración efectuada por el régimen heterosexual y familiarista. Así pues, es mediante el sacrificio pulsional y la expulsión de lo extraño que este repertorio afectivo moviliza, que la subjetividad neurótica se constituye como tal y, de esta manera, se asegura un (endeble) modo de participación en la cultura dominante y una forma de pertenencia a la masa heterosexual que ella misma (re)produce. No obstante, la maquinaria edípica también produce un desecho. De este último, al modo de una figura (de subjetividad) degradada que se constituye como tal en virtud de la reapropiación de los afectos que le son atribuidos por la subjetividad edípica-neurótica, me ocuparé en un próximo trabajo.


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* María Agostina Silvestri


Lic. en Psicología (UBA)


Doctoranda en Estudios de Género (FFyL, UBA)



Notas

[1] Las expresiones “libreto” (Butler, 1988) o “guión” (Ahmed, 2004, 2010) -en afinidad con la idea del Edipo como representación teatral (Deleuze y Guattari, 1972)- apuntan, en suma, a la indisociabilidad del cuerpo, la materia, los gestos y las experiencias con el lenguaje, las normas sociales-culturales y las formaciones discursivas e ideológicas de un tiempo y espacio particulares. Los actos que los cuerpos ejecutan y las formas que dichos cuerpos toman responden a un libreto o guión que los antecede pero que, sin embargo, los requiere para ser actualizado y reproducido como realidad. Tanto la materialidad de los cuerpos como las normas que los regulan funcionan al modo de un performance (colectiva) que requiere (inter)texto, interpretación, ensayo y repetición a lo largo del tiempo en espacios culturalmente restringidos. Dicha repetición supone, no obstante, una reactuación y reexperimentación. Así pues, el libreto o guión no puede ser equiparado con un orden simbólico cerrado y totalizante, tanto como el cuerpo no puede ser remitido a una naturaleza pre-discursiva. Por el contrario, en la repetición -entendida como resignificación-, radica la posibilidad de desarticulación y desplazamiento de los significados del libreto-guión. Para un análisis que desarrolla la cuestión de la constitución del cuerpo como performance y su relación con el texto (dramático), sugiero la lectura de Cuerpos en escena: materialidad y cuerpo sexuado en Judith Butler y Paul B. Preciado (De Mauro Rucovsky, 2016) [2] Vallejo (2012) problematiza la (caída de) la teoría de la seducción freudiana, y lee las vivencias sexuales pasivas en la infancia en los términos del abuso sexual. De Lauretis (2014), por otra parte, trabaja en dichas vivencias sexuales para dar cuenta -junto a Laplanche- del carácter implantado de la sexualidad y, así, discutir con la concepción de la sexualidad como instintiva y endógena. [3] Es por ello que las fantasías primordiales refieren a la amenaza de castración -es decir, a la pérdida del pene/falo-, a la “escena primaria” -es decir, al coito heterosexual entre madre y padre- y a la “seducción” de una persona adulta durante la infancia. [4] Desde la perspectiva del psicoanálisis freudiano, las formaciones reactivas suponen actitudes de sentido opuesto a un deseo reprimido, y que se han constituido precisamente como reacción contra este. En términos económicos, la formación reactiva supone una contrainvestidura consciente, de fuerza igual pero dirección opuesta a una pulsión inconsciente (Laplanche y Pontalis, 1967). No obstante, siguiendo a Rolnik (2019), con la caracterización de “reactivo” procuro señalar un tipo de afecto que, más que funcionar como una resistencia represiva al empuje pulsional, opera en función de la (re)producción del “inconsciente colonial-capitalístico” regulado por el teatro de los fantasmas edípicos, y que tiene por efecto la disminución de la potencia de la condición de viviente. [5] Nótese que, al referirse con el nombre de “moral sexual cultural” a la diferenciación entre los sexos y a la monogamia conyugal -ambas ligadas al destino de la reproducción-, Freud se acerca a teorizar el carácter normativo del régimen heterosexual y familiarista, trabajado posteriormente en el campo de la(s) teoría(s) queer como “matriz heterosexual” (Butler, 1990, 1993), “pensamiento heterosexual” (Wittig, 1992), “futurismo reproductivo” (Edelman, 2004), etc. No obstante, aunque señala en reiteradas ocasiones la función represiva que dicha “moral sexual cultural” comporta, parece no advertir su funcionamiento en términos productivos y, en particular, su injerencia en los fundamentos epistemológicos del psicoanálisis. Este modo de entender el poder es constitutivo de la connivencia entre el psicoanálisis dominante -y la clínica que le corresponde- y la norma de la diferencia sexual. [6] En este sentido, las hipótesis freudianas de “valor afectivo” y de cuerpo representacional en torno al cuerpo (histérico) (Freud, 1888-1893) -es decir, el postulado de la inseparabilidad entre las ideas (representaciones), los cuerpos y los afectos, que, luego, permite comprender el síntoma como una red de nudos ideo-afectivos- resuena con las tesis que sustentan el modelo de la sociabilidad de las emociones (Ahmed, 2016). Pese a la riqueza de estas hipótesis, Freud no fue consecuente con ellas, en la medida en que luego sustituyó la idea de “valor afectivo” por la perspectiva energética ligada al sistema nervioso. Y, mientras que el valor afectivo -al ser una atribución que se le hace a algo- requiere de una cadena de articulación significante, la energía -como propiedad de un cuerpo máquina- refuerza, por otra parte, el dualismo cartesiano mente/cuerpo que había sido puesto en cuestión (Bonoris, 2019). [7] En ciertas líneas, no obstante, Freud parece no abandonar las tendencias reformistas: “la imposición de una vida sexual idéntica para todos [...] pasa por alto la discrepancia que presenta la constitución sexual [...], convirtiéndose así en una fuente de grave injusticia”; “aún el amor genital heterosexual, único que ha escapado a la proscripción, es menoscabado por las restricciones de la legitimidad y la monogamia” (Freud, [1929-1930]: 3042). [8] En el modelo de sociabilidad de las emociones (Ahmed, 2004), los binarismos que establecen categorías complementarias y excluyentes del tipo dentro/fuera o yo/otrxs son problematizados. En este sentido, se discute con el modelo de la emoción “de adentro hacia afuera”, que supone la emoción como un estado psicológico interior, individual y personal -un “sentimiento privado”, algo que se “tiene”- que se desplaza hacia el exterior, pero también con el modelo “de afuera hacia adentro”, que, por el contrario, supone que las emociones se originan en el campo social (exterior) y luego son incorporadas o introyectadas por los sujetos. En su lugar, el modelo de la sociabilidad de las emociones da cuenta de cómo estas últimas crean el efecto mismo de las superficies y límites que habilitan la distinción de un adentro y un afuera (o un yo y un otrx) en primer lugar. Así pues, desde este modelo, aunque las emociones son planteadas como prácticas relacionales, sociales y culturales, no se ubican ni “en” lo individual ni “en” lo social. Antes bien, al producirse como efecto de la circulación de los cuerpos, coadyuvan a diseñar las mismas superficies y límites que permiten que lo individual y lo social sean delineados como tales. [9] Butler (1993, 1997) equipara la amenaza de castración con una amenaza de pérdida de reconocimiento social. Pues, en la medida en que la (hetero)sexualidad se adopta bajo amenaza (de castración) esta operación implica restricciones que funcionan sobre la base del repudio compulsivo e invisibilizado de posiciones no heterosexuales. En este sentido, la autora reformula las llamadas "posiciones sexuadas" en términos de prácticas citacionales instituidas dentro de un ámbito de restricciones constitutivas; o de una mascarada -soportada por identificaciones melancólicas con amores perdidos- que produce performativamente la apariencia de la ontología sexual. [10] El despliegue sintomático de la neurosis da cuenta, no obstante, del fracaso de dicho sacrificio. Pues, incluso cuando el sujeto neurótico renuncia a las pulsiones parciales que lo animan y, en todo caso, accede a la satisfacción mediante el síntoma, esto no lo inhibe de padecer. En palabras de Freud, “tampoco las personas llamadas neuróticas soportan las restricciones de la vida sexual. Mediante sus síntomas se procuran satisfacciones sustitutivas que, sin embargo, les deparan sufrimientos” ([1929-1930]: 3043). [11] En Psicología de las masas y análisis del yo (1920-1921), Freud trabaja sobre tres tipos de identificaciones diferentes. En los primeros dos tipos (con un objeto amo­roso o con un rival), la identificación es parcial -es decir, toma un único rasgo de su ob­jeto-. Estos tipos de identificaciones coinciden con los que Lacan (1948, 1949) trabaja en términos de identificaciones imaginarias. El tercer tipo de identificación que postula Freud coincide, por otra parte, con el tipo de identificación que Lacan considera simbólica. Esto es, la identificación con el padre-sistema simbólico de la etapa final del com­plejo de Edipo, identificación que, precisamente, tiene por efecto la “nor­malización libidinal” (Lacan, 1949: 100) (las cursivas son propias). Mediante esta operación, el rasgo (signo) tomado del objeto en la identificación imaginaria se convierte en significante al ser incorporado al -y transformado por- el sistema significante que remite a la diferencia sexual, la castración y el tabú contra la homosexualidad. Es en particular este último tipo de identificación -es decir, la identificación simbólica mediante la cual se transforman y normalizan las identificaciones imaginarias- el que, según procuro argumentar, concierne a la subjetivación neurótica, heterosexuada y familiarista como tal. [12] Me refiero, por una parte, a que la “instalación” de los diques psíquicos-morales -o, más precisamente, la intensificación de los efectos de un cierto repertorio afectivo en los cuerpos implicados en él- requiere, como condición, que estos últimos participen de la atmósfera afectiva (Flatley, 2009) en la que se inscribe lx sujetx. O, en palabras de Bleichmar (2016) -quien, mayormente, trabaja los afectos desde un modelo de interioridad- que ningunx adultx es capaz de sancionar algún comportamiento infantil -y, por tanto, “transmitir” a lx niñx vergüenza, culpa, pudor- si la afectividad implicada en esta sanción no se encuentra formando parte anteriormente de su “propia” constitución psíquica. Pero, por otra parte, el carácter contagioso de este repertorio afectivo responde a una cualidad inherente a los afectos: un objeto se siente como “causante” de asco, vergüenza, culpa o pudor (o de cualquier otra emoción) sólo en la medida en que ha estado en contacto con otros objetos que ya han sido designados anteriormente como “causantes” de dichas emociones. He allí, también, la facultad de deslizamiento y desplazamiento -pero también de adherencia y pegajosidad- de los afectos (Ahmed, 2016) que permite que, luego, ciertas figuras (de subjetividad) -y no ya sólo objetos en términos de elementos o cosas- sean constituidas como “causantes” de ciertos afectos y producidas como otredad. [13] Si bien Freud pone en continuidad la defensa y la resistencia, Lacan subraya ciertas diferencias: mientras que las resis­tencias son entendidas como respuestas (imaginarias) a intrusiones (de lo simbólico), las defensas son concebidas como estructuras (simbó­licas) más permanentes de la subjetividad (Evans, 1997). [14] Si bien, desde el modelo de la sociabilidad de las emociones (Ahmed, 2016), es viable admitir el carácter precoz del asco, esto no significa que se trate de un sentimiento “innato” o “visceral”. Por el contrario, la relación con las vísceras está mediada por ideas que ya están implicadas en las impresiones que se tiene de lo que se siente como productor de asco. [15] Sedgwick (1999) trabaja en la eficacia performativa de la vergüenza, entendiendo este afecto como parte integral y residual del proceso mediante el cual la identidad es formada, pero sin ubicar a esta última como una esencia inherente a sí misma, sino más bien como efecto de un acto de habla. En este sentido, la vergüenza es planteada en su posibilidad de transfiguración y reapropiación por aquellos cuerpos “entonados más durablemente bajo el acorde de la vergüenza” (p. 210) como plataforma para desarrollar formas específicas de creatividad, placer y lucha. [16] Al señalar lo imposible del sueño de exterminio, no quisiera negar la eficacia material de este mecanismo psíquico y repertorio afectivo en términos de la precarización, la persecución y los atentados contra los cuerpos y las formas de vida que son producidos como “otredad” de la subjetividad edípica-neurótica. Me refiero, antes bien, a que, en la medida en que las (im)posibilidades asociadas a dichos cuerpos y vidas funcionan como restricciones constitutivas de la subjetividad neurótica, el retorno sintomático de estos últimos como sitios de catexia erótica conlleva una ingente potencia desestabilizadora. [17] La bibliografía listada en esta sección corresponde a ambas partes (I y II) del presente ensayo.

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