Afincándose en los planteamientos del crítico Manny Farber, el texto de Roberto Salazar nos lleva del cine al psicoanálisis para poner en cuestión la todavía vigente noción freudiana de psicoanálisis puro.
por Roberto Salazar*
Alguna vez dijo Susan Sontag que Manny Farber era el crítico de cine más “vital, perspicaz y original de Estados Unidos”. Compartían, a pesar estar separados en edad por casi una generación, el mismo paisaje desértico de Arizona como asiento de la infancia y el paso por las aulas de Berkeley como experiencia de formación. Quizás esto legó en ambos una suerte de heterogeneidad en sus intereses, aunque la aproximación de uno a la obra del otro fue comandada por la misma obsesión: la imagen. La imagen herética, para más señas, tan presente en Sontag en sus Notas sobre lo camp como en el Arte termita contra arte elefante blanco de Farber. En este último, el pintor y crítico contrapone la noción de arte grandilocuente, virtuosa, llena de “destellos” y “oropel”, al arte despilfarrador, “que siempre avanza devorando sus propios límites”, fagocitándolos hasta hacerlos condición de sus próximos logros. La primera se desplaza como un gran elefante blanco, insoslayable para quien lo mire, magnífico y magnificente. El otro arte, ejemplificado en el cine “B” de Howard Hawks o algún western de John Ford, toma la forma de una termita, empeñada en destruir al objeto por dentro, en un obstinado trabajo de implosión.
Sigmund Freud, otro gran constructor de imágenes, habló en su momento del oro y del cobre como índices de lo que es el tratamiento psicoanalítico. En específico, del riesgo que entrañaría la aleación del “oro puro del análisis” al “cobre de la sugestión directa”. Habiendo sido orfebre de ambos metales, Freud advirtió sobre el riesgo de la hipnosis y sus derivados en una práctica que, no sin pasos en falsos, empezaba a delinear. El peligro de la aleación, decía Freud, se presentaba al momento de extender el psicoanálisis a las masas, al hacer “psicoterapia para el pueblo” sin la debida rigurosidad que brindaba el psicoanálisis lingote. Quizás lo cobrizo era, más que lo sugestivo, lo popular.
Volvamos al cine que, habiendo nacido prácticamente a la par que el psicoanálisis, se hizo de las grandes masas desde el comienzo. Si le creemos a otro pensador del cine, André Bazin, su partero había resultado ser, por encima a la ambición de darle movimiento a la fotografía, el desarrollo técnico. Es decir, las condiciones de poder hacerlo, más que el anhelo en sí mismo. En esencia, la misma dirección de la historia que en cualquier invento, a la cual no escapaba, desde luego, el psicoanálisis. Pero si la posibilidad de hipnotizar, de sugestionar, permitió tropezarse con el método analítico, su perfeccionamiento pareció ir en un solo sentido. La alquimia del cobre en oro, y no a la inversa.
Farber coincidiría en una genial intuición de Bazin sobre la dignidad del arte cinematográfico, que se asienta en la posibilidad de que el espectador “se equivoque sobre lo que debería gustarle, y lo que ahora no le gusta llegue a gustarle un día.” Solo así es posible plantear un cine termita, un arte que se sacuda del cine elefante blanco. Las películas de John Cassavetes o de Jim Jarmusch tienen esta intención, o esa no-intención, de avanzar agotándose a sí mismas; la de sacudir, de remover, pero evitando cualquier glamour. Su opacidad inherente es lo que le da un estatuto de apertura, sea de un inicial rechazo mutable en simpatía o de una fascinación destinada al desengaño.
La aleación psicoanalítica que en realidad terminó dejándonos Freud nunca dejó de tener aspirantes que quisieran regresarle su viejo esplendor áureo. Los más ambiciosos se convirtieron en grandes cazadores de elefantes, tercos en remover hasta el más mínimo trazo de impureza. La idea, no del todo descabellada, se emplaza sobre el mismísimo olvido freudiano: el de un psicoanálisis mestizo, viciado, bastardo.
Werner Herzog acaso logra una hibridación entre la termita y el elefante en su película Fitzcarraldo. La ambición del protagonista homónimo es construir una insólita ópera en medio de la selva, para lo cual debe primero hacer fortuna con el caucho, llamado entonces oro blanco, a través del descubrimiento de una nueva ruta de navegación sobre el Amazonas. Deberá hacer pasar un vapor por encima de una empinada pendiente a la orilla de un meandro. Herzog obligó a su equipo a hacer posible la escena, a hacerla real, para filmarla. Vale decir que la película casi fracasa en su producción y este derrumbe es trasmitido, de alguna manera, a la película. El exceso, la pretensión del director, pulsa detrás de cada plano, de cada imagen, como si la película estuviera a punto de desmoronarse por el esfuerzo. Es a la vez una gran película de la ambición y una ambición de gran película.
El psicoanálisis, sabemos, no es exactamente un arte. Parte, en todo caso, de cierta artesanía para enaltecerse, para embellecerse. Su virtuosismo es más cercano al del cantante que al del compositor, aunque para el desprevenido tal distinción sea brumosa. De haber un creador en el dispositivo analítico, este sería el analizante y poco le importa esa construcción de la gran obra maestra, a la que se le adjudicó el nombre del pase, arte elefante blanco si lo hay. Y no porque no haya allí un esfuerzo que lo emparente con aquel de Herzog, sino porque no hay cabida para el más radical arte termita.
El psicoanálisis cobrizo, de a pie, salvajemente adulterado por el día a día, por los tropiezos de la carpintería del practicante, suele ser relegado ante el oropel de los análisis “continuos y armónicos” que Farber leía en los ejercicios de genialidad del cine de autor. Demasiado plebeyo para llegar a ser considerado “orientado por lo Real”, el psicoanálisis “B” mal se avergüenza de su parentela con la psicoterapia, de su afinidad con lo social, de su cercanía con la humanidad. La aleación del psicoanálisis, lejos de debilitarlo, le permite hacerse más flexible, o más resistente, o más compacto, a costa quizás de su glanz, del relumbre que encandila y que entonces enceguece.
No llevemos las imágenes de Farber mas allá de lo debido. Bastaría darse un paseo por parte de la filmografía de Steven Spielberg para reconciliarse con la idea de que la grandiosidad no siempre se reduce a “pinchar al observador en la pared y pegarle con toallas mojadas de arte y significado”. El psicoanálisis termita, apenas esbozado, valdría la pena si, fiel a sí mismo, profanase el oro del psicoanálisis sagrado. No se trata del valor de la reliquia sino de sus posibilidades de uso. Bien se puede construir una ópera en la selva o hacer de la selva misma la ópera. La termita que emancipa al elefante de tener que ser igual a sí mismo.
Ese gesto termita es el que logra descifrar Sontag en Farber. Lo ha leído muy bien: vitalidad, perspicacia y originalidad. No podemos decir que no sea una gran aleación. La misma que han tenido también los grandes psicoanalistas, de Freud a Miller, a pesar de los cantos auríferos, a pesar de esa llamada que parece provenir de un mausoleo de elefantes.
* Psicólogo. Psicoanalista. @pseudocultura en la cobriza TikTok
Referencias
Sontag, S. Notas sobre lo camp. (1964). Recuperado de internet en https://www.literatura.us/idiomas/sontag/camp.html
Farber, M. Arte termita contra arte elefante blanco. (1974). Recuperado de internet en https://www.lafuga.cl/arte-termita-contra-arte-elefante-blanco/716
Freud, S. Nuevos caminos de la terapia psicoanalítica (1919). Obras completas. Editorial Amorrortu.
Bazin, A. ¿Qué es el cine? (1990). Editorial Rialp
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