
El presente texto toma la noción de síntoma para indagar la posición del psicoanálisis en relación a otros discursos y al interior del propio campo. Esta lectura crítica intentará plantear problemas de ciertas tendencias dentro del psicoanálisis hacia una clínica liberal.
por Esteban Espejo*
La función síntoma
El psicoanálisis se hace y rehace cada día. No es una idea unívoca que se manifiesta en las obras sagradas de Freud y Lacan. Son textos abiertos interpretados y practicados por analistas. Es un terreno en disputa, en tensión permanente. La tensión es otro de los nombres del síntoma: el tironeo entre dos fuerzas antagónicas o entre un deseo y su prohibición que produce una solución de compromiso que implica sufrimiento. Para ejercer el psicoanálisis, lxs analistas tenemos que integrar en cuerpo y discurso la larga historia del síntoma.
En el Seminario 16, Lacan ubicó al psicoanálisis como síntoma de la civilización:
“La cuestión es saber si existe el psicoanálisis. Esto es lo que está en juego. Pero, por otro lado, hay algo por lo que este se afirma indiscutiblemente. Ocurre que es síntoma del punto del tiempo al que hemos llegado en lo que llamaré, con esta palabra provisional, la civilización. Sin bromas. No estoy hablando de la cultura. La civilización es más vasta.” (Seminario 16, p. 29.)
Contra lo que comúnmente se cree, lo estructural es histórico. Y Lacan ubicó una lógica para que el nacimiento del psicoanálisis se produjera en una época determinada y no en otra: algo del agotamiento civilizatorio de la modernidad produjo una práctica tan extraña como fue el psicoanálisis. Ahora bien, así como el síntoma no podría existir sin dos fuerzas antagónicas, la práctica psicoanalítica no podría haber existido sin la razón moderna, con la que la lógica del inconsciente mantiene encuentros y desencuentros. Freud produjo racionalmente un concepto y un objeto de indagación (no digamos de conocimiento) que parecía irracional: el inconsciente.
Sintéticamente, el proyecto moderno de la razón supone:
Luz de la razón: alcanzar “ideas claras y distintas” (Descartes);
método positivista: objetividad de los fenómenos que se perciben a través de la observación y experimentación;
principio de no contradicción, tiempo cronológico, autonomía y soberanía del Yo;
una concepción dualista de la subjetividad donde el cuerpo queda subordinado a la razón;
progreso tecnocientífico como ideal de desarrollo humano;
bien de la razón: “La razón es la propiedad mejor repartida entre los hombres, pues ninguno reclama más cantidad de ella, porque todos creen tener la suficiente” (Descartes). Sintéticamente, el proyecto psicoanalítico supone:
método de escucha: interpretación de signos y materialidad del aparato psíquico;
el Yo es una instancia secundaria, sujetada a otras instancias o discursos;
leyes que admiten la contradicción y fragmentación, tiempo no cronológico;
la pulsión como concepto fronterizo entre el cuerpo y el psiquismo: ruptura del dualismo cuerpo-alma;
un querer más allá del bien y del mal y de cualquier equilibrio.
A este nacimiento del psicoanálisis en el seno de la modernidad desde una perspectiva filosófica, se podría agregar el contexto histórico en que tiene lugar: la sociedad vienesa que trata de aferrarse a la economía capitalista, la moral protestante, la familia burguesa, el progreso y la ciencia. La práctica psicoanalítica fue subversiva para la época: son conocidos los conflictos políticos e institucionales que tuvo que enfrentar Freud mientras elaboraba la teoría; no había elaboraciones semejantes sobre la sexualidad antes de su intrusión y el proyecto moderno había ubicado al Hombre en un pedestal difícil de interrogar. Por eso, el mismo Freud declaró haber formado parte de la batalla contra el narcisismo humano, infligiéndole una nueva herida al expulsar de su casa (la razón) a la voluntad humana.
“[En las neurosis] el yo se siente incómodo, tropieza con límites a su poder en su propia casa, el alma. De pronto afloran pensamientos que no se sabe de dónde vienen; tampoco se puede hacer nada para expulsarlos. Y estos huéspedes extraños hasta parecen más poderosos que los sometidos al yo; resisten todos los ya acreditados recursos de la voluntad.” (Freud, “Una dificultad del psicoanálisis”, p. 133).
El psicoanálisis no sólo produjo síntomas sociales en aquella época, también se podría reivindicar su práctica en la época contemporánea, donde las instituciones de la modernidad están puestas en cuestión. Estado, familia, escuela y trabajo no son los únicos organizadores sociales y, en algunas formas históricas que adquieren, promueven la evanescencia, no la castración, del Gran Otro. Algunas experiencias desorganizadoras de la Ley son lo que producen efectos equívocos: por ejemplo, se venden remeras con la consigna: “Si nos organizamos cogemos todos”. Se podría reivindicar la vigencia del psicoanálisis como síntoma de la época, como aquella práctica que aloja las subjetividades partidas tras la imposibilidad de alcanzar el ideal de una sexualidad plena y del pleno emprendedurismo. Nunca abandona la aún vigente tensión entre lo deseado y lo reprimido, o, como aparece cada vez más, entre lo deseado y lo obligado, el imperativo de goce fundido con la mercancía.
Ser funcional al síntoma
Ahora bien, sucesos teóricos y políticos que se suceden a diario en las instituciones de salud mental y psicoanalíticas, ciertas formas de transmisión en las universidades y las nuevas relaciones que establecen algunos psicoanalistas con las redes sociales y el afuera de la comunidad psicoanalítica, me fuerzan a pensar otras cuestiones. ¿Y si en lugar de convertirnos en la función-síntoma del “progreso” civilizatorio, lxs analistas formáramos parte de la larga lista, desde sacerdotes, pedagogos hasta sexólogos, que vomitan en la civilización sus síntomas?
A partir de la interpretación de Jaques-Alain Miller, psicoanálisis y síntoma se volvieron prácticamente sinónimos. Tal vez haya que sintomatizar ese matrimonio y volver a algunos usos freudianos del síntoma para pensar los síntomas de los analistas al interior de la comunidad. Esto exigirá salir de la comodidad de la aparente subversión del psicoanálisis frente a los discursos de la época y pensar en qué medida participamos de aquellos discursos, sean modernos o posmodernos. En la medida en que no sintomaticemos la relación con el síntoma el psicoanálisis irá afianzándose como un discurso bienpensante (progresista), liberal e individualista e irá extraviando su potencia subversiva.
Hay tres usos o sentidos del síntoma que me interesa recuperar:
El síntoma como manifestación del fracaso de la represión, como la cruz que impide el circuito del discurso del amo y conlleva sufrimiento. Hacerle lugar al síntoma es cómodo afirmarlo pero difícil sostenerlo. Ningún analizante ni analista nos disponemos estoicamente al sufrimiento.
El síntoma como significación del Otro. En Freud, no es posible el síntoma sin la instauración de la represión. Representación y afecto, sentido y pulsión son variaciones simbólicas y económicas de la cultura. En las fórmulas lacanianas siempre hay un agente que ocupa el lugar del amo, por eso el fantasma, el síntoma y el deseo suponen la intervención del Otro.
La función del síntoma interroga al sujeto y produce un analizante. Es la forma de escarbar en el barro de lo reprimido. Son las preguntas que guían un análisis: ¿Qué deseo y qué goce habitan en un síntoma? ¿Quién desea y goza en el cuerpo del sujeto o de una institución?
Los síntomas que no funcionan
Siempre se está retornando a Freud. Las consideraciones freudianas siguen siendo vigentes para analizar pacientes y es lo que nos permitirá hacer una crítica a la gran pasión psicoanalítica: el síntoma. El esquema freudiano del síntoma se podría resumir así: frente a una representación inconciliable para el Yo (de carácter sexual e infantil, en la mayoría de los casos) el aparato psíquico la reprime. El síntoma implica una modalidad del retorno de lo reprimido que conlleva malestar al paciente. Freud planteaba la tarea del análisis como una tarea de desciframiento para encontrar el sentido del síntoma y tramitar la fijación pulsional [1]. Luego Freud encontró en su clínica que no siempre el síntoma se deshacía cuando le aportaba el sentido inconsciente al paciente, y con los conceptos de pulsión de muerte, superyó y masoquismo, y el problema de la fijación libidinal explicó que las tramitaciones por la palabra no fueran del todo efectivas. En sus últimas obras, enfatizó el lugar de la sublimación para contrarrestar el mecanismo de la represión y sus síntomas concomitantes.
A partir de estas nociones freudianas, intentaré ubicar algunos síntomas en la comunidad psicoanalítica que interrumpen el devenir libidinal, el amor y el trabajo.
Ilusión de un dispositivo “puro”, aislado de determinaciones históricas, económicas y sociales.
Quizás Lacan haya contribuido en parte a ese malentendido. En 1964, en el Acto de fundación de la Escuela Freudiana de París constituyó dos secciones diferenciadas: el psicoanálisis puro y el aplicado, siendo el segundo la terapéutica y clínica médica del mismo. Lacan refiere que “el psicoanálisis puro no es en sí mismo una técnica terapéutica” y dicha sección abordaría la doctrina psicoanalítica. El nudo sintomático sería la posición de algunos psicoanalistas de considerar al psicoanálisis como ahistórico e impermeable a los discursos de época. De ninguna manera era la postura de Lacan.
El trabajo como profesionales de la salud mental en un hospital público, por ejemplo, golpea de entrada la ilusión de ese psicoanálisis “puro”. Quienes dirigen las políticas de salud mental en la Ciudad de Buenos Aires, por ejemplo, condicionan la práctica psicoanalítica. Es conocido el proyecto de eliminación de las concurrencias en hospitales y centros de salud públicos, que permite la formación profesional de psicólogos, entre los cuales se encuentran muchxs analistas. Esta situación se agravó con la política de expulsar a licenciados pasantes o practicantes de los hospitales y centros de salud de CABA, lo que conllevó bajas de pacientes o derivaciones abruptas en distintos dispositivos: síntomas que dejaron de ser alojados en las instituciones públicas, transferencias disueltas por decisiones ajenas a analistas y pacientes. Ante la falta de vacantes de concurrencias y residencias, y la imposibilidad de insertarse en las instituciones públicas por otros medios, muchxs analistas eligen alternativas privadas para tener una formación teórica y práctica en psicoanálisis. Entonces, el trabajo “ad honorem” que solían sostener lxs psicoanalistas en las instituciones de salud públicas parece precarizarse aún más: no sólo atenderán “ad honorem” sino “ad stipendium”, pagando. Desde primer año de la facultad sabemos que siempre se paga por el deseo y para sostener el deseo debemos dejarle lugar a la falta. Claro que este fundamento teórico puede expresarse en un síntoma cuando es interpretado a expensas de los bolsillos de los recién nacidos analistas para congraciarlos con la idea de que al principio atender es empobrecerse.
En resumen, lo reprimido son las condiciones materiales y políticas de la práctica del analista. No me refiero a la política del deseo, sino a los discursos del amo frente a los cuales tenemos una posición renegatoria y que pocas veces leemos para no advertir que nuestra práctica soñada no es tan pura y excepcional como creíamos. Lo reprimido también recae en reconocernos como trabajadorxs de la salud mental y licenciados en psicología. Ser psicólogxs parece un insulto a la búsqueda idealista de ese dispositivo puro.
Al no reconocer las determinaciones históricas de nuestra práctica, otro síntoma resulta ser la escasa adherencia de lxs psicoanalistas a integrar disputas colectivas de poder, considerar que hay otra subjetividad por la que podemos “luchar” que no se fundamente en el inconsciente y cuyo campo exceda el consultorio. El retorno de lo reprimido culmina en la meritocracia: quién vale más como analista y quién encuentra pacientes que paguen monetariamente lo que el analista considera (que es exactamente como funciona la cofradía de los médicos y el fetichismo de la mercancía en general). Esta meritocracia conlleva la pobreza monetaria de los analistas púberes y un respeto desmesurado a la moral filantrópica de los maestros psicoanalistas o a las reglas burocráticas de las instituciones. ¡Ay, ese viejo temor y respeto de los psicoanalistas por el discurso del amo! Freud no fue tan respetuoso con los discursos hegemónicos de ese entonces para crear el psicoanálisis mientras inventaba el inconsciente: rompió con la moral isabelina y el positivismo. Lacan rompió con la IPA, devenida en un dispositivo normalizador, y decidió su excomulgación. ¿Y nosotrxs?
Teoría-toda: dos dioses, una biblia amarilla y otra verde.
El ideal del “dispositivo puro” se inmiscuye con otro síntoma: la teoría-toda. Es extraño que nosotrxs, formados con Freud y Lacan, que crearon y reinterpretaron la práctica psicoanalítica a partir de otros discursos, consideremos que nuestras herramientas teóricas son suficientes para explicar todos los fenómenos de la subjetividad. Así hay psicoanalistas devenidos en biólogos, sociólogos, matemáticos, filósofos y literatos a partir de las citas de nuestros ídolos. Pretendemos que las ediciones de Amorrortu y Paidós tengan respuesta a las inquietudes de todas las disciplinas. El problema no es la búsqueda, claro –¿qué es el deseo si no búsqueda y desencuentro?–, sino que las citas de Freud y Lacan agoten el desafío y la sorpresa que podrían darnos otros discursos. No propongo que para ejercer psicoanálisis tengamos que estudiar a todas las disciplinas y terminemos atiborrando la famosa “caja de herramientas” (también hay psicoanalistas gurús que exigen semejantes hazañas), más bien lo contrario, que contengamos la lengua un poco y entendamos en qué problemas podemos intervenir y en cuáles no con las herramientas que ya tenemos.
Lo reprimido en este punto es lo no-todo de la teoría. Olvidamos que “la historia del resto es fecunda”, como afirmó Lacan en el Seminario 11, y abundan psicoanalistas que de todos los fenómenos de la cultura consideran que “el psicoanálisis tiene algo que decir”, con interpretaciones persecutorias incluso, como ocurrió en 2020, por ejemplo, en las disposiciones del Ministerio de Salud de la Nación sobre la situación de la pandemia. Lo que retorna de lo reprimido son psicoanalistas-panelistas que de todo tienen una opinión y muy valiosa: de ciencia, de teoría política, de sociología y de arte. En “La tercera” Lacan advierte: “el porvenir del psicoanálisis depende de lo que advendrá de ese real, (…) de que los gadgets verdaderamente se nos impongan. (…) No lograremos hacer que el gadget no sea un síntoma.” (p. 107-108). El gadget es un dispositivo técnico producido por la ciencia, es un real que para Lacan encubre lo imposible de la relación sexual. Así como hay un devenir de psicoanalistas-panelistas, hay otro de psicoanalistas-gadgets, con una clínica atravesada por su narcisismo algorítmico de sus redes sociales. Allí se pueden observar, fieles a nuestros tiempos, la necesidad de expresar con frases ingeniosas o máximas de Byung-Chul Han (como hace algunos años fue Bauman) un posteo de uno, unos jueguitos de palabras de otra. Quizás consideren que analizar es jugar al “cadáver exquisito” con su paciente en el rito gnóstico, siempre secreto y profundo, de lalengua.
Efectos de algunas lecturas millerianas acerca del “ultimísimo Lacan” en la formación y en la clínica.
Este tercer síntoma se encuentra asociado a los anteriores. Algunas intervenciones de colegas refiriéndose a los nudos, lalengua, la letra, el goce de lo Uno, intervenciones en lo real, la identificación al síntoma, el Otro que no existe, la caída del Padre, etc. resultan inentendibles o poco consistentes cuando se reprime en sus articulaciones teóricas el registro simbólico. Cuanto más quieren referirse a LO REAL (con el fetiche religioso que rodea a dicho término) más imaginario se vuelve su discurso… y más individualista. En mi experiencia, parecen términos cerrados entre sí que no hacen Otra cadena, lejos de la consideración lacaniana en el Seminario 16 sobre el lenguaje (o código) como un conjunto abierto. Esta cuestión se asocia a otro aspecto sintomático de la clínica milleriana: la duración excesivamente corta de las sesiones y el relato de pacientes de “intervenciones en lo real” de analistas que en busca de su “acto analítico” se aproximan a una clínica de la sugestión. Pareciera que ya no hubiera demanda que interrogar. Difícilmente se pueda trabajar sobre ella cuando los tiempos del análisis están subordinados a la economización del tiempo del analista que cuanto más breves las sesiones más podrán cobrar por hora. Esto nos lleva nuevamente a la relación intrínseca –casi siempre reprimida- que hay entre el psicoanálisis y la mercancía. Esa forma de la clínica implica que los tiempos del análisis se den en la urgencia: se exprime la duración de las sesiones con la excusa de evocar lo real, que siempre está en presente, y quitarse de encima lo trabajoso de ser pacientes con las series significantes. La estructura simbólica es la que permite leer el tiempo: son necesarios al menos dos tiempos del significante para producir un sujeto y articular una demanda. En la “Conferencia en Ginebra sobre el síntoma” (1975, supuestamente, la época del “ultimísimo”, más devenido en mesías que en psicoanalista), Lacan dice que el paciente trabaja para dar forma a una demanda de análisis: “Es indispensable que esa demanda verdaderamente haya adquirido forma antes de que la acuesten” (p. 119), advirtiendo los peligros del pasaje prematuro a diván. Allí también indica que el analista no debe moldear al paciente, sino permitirle que trabaje construyendo su demanda.
En lo que toca a la conceptualización del síntoma, lo reprimido es la lógica significante y su dimensión de sentido. No se considera más al inconsciente estructurado como un lenguaje, pese a que Lacan siguiera insistiendo con ese aforismo hasta en los últimos seminarios. En dicha conferencia sobre el síntoma, Lacan le reconoce a Freud haber descubierto la dimensión del sentido en el síntoma y al referirse al síntoma psicosomático y frente al acto fallido Lacan sigue leyendo que “eso tiene de todos modos un sentido” (p. 124); “lo que esperamos es darle el sentido de aquello de lo que se trata (p. 139)”, siempre que el paciente suelte pistas.
El retorno de lo reprimido es un psicoanálisis individualista y liberal cuya dirección parece ser la fundición del goce con el cuerpo, encontrando eco en las reivindicaciones actuales de goces narcisistas o la degradación de lo singular a “lo más mío” o “lo más propio del sujeto”, como suelen repetir algunos colegas. ¿Cómo podríamos arañar lo más íntimo sin el pasaje por el Gran Otro?
El síntoma en nosotrxs, nosotrxs en el síntoma
En épocas de Javier Milei, ojalá que el psicoanálisis luche por volverse “la mala conciencia de su tiempo”, como auguró Saint-John Perse para el poeta.
[1] Pasado un siglo de este esquema podríamos criticarle a Freud la “teoría de la representación” que sustenta su tesis, pero claro, en el medio encontramos las obras de Nietzsche, Heidegger y lo que permitió pensar el giro lingüístico. Estas obras fueron críticas de la teoría de la representación y el dualismo idealista que implicaba. Lacan rectifica estos conceptos freudianos utilizando significante/significado en lugar de representación; utiliza significación en lugar de sentido.
*Psicoanalista y escritor (publicó dos poemarios y un ensayo). Trabaja en instituciones públicas de salud mental y de ampliación de derechos.
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