No son “daddy issues”
- Sabrina S. Morelli
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Sabrina Morelli aborda varias cuestiones alrededor del incesto: una puesta en perspectiva antropológica y política de la apropiación de las niñas como objeto por parte del padre devenido “dueño”, los efectos en el cuerpo del “backlash” hacia la psicóloga, el “verso” del padre como la ley de dominio impuesta hacia los niños/as, cuando la misma actúa la abyección en la lengua y en el cuerpo. Finalmente, abre preguntas en torno a cómo pensar salidas posibles de la mortificación.
por Sabrina S. Morelli*
¿Daddy issues?
Hace un tiempo recibí una derivación para una joven que tendría “daddy issues”. La expresión de la derivación en cuestión tenía cierto sentido inicial, dado que la joven era angloparlante. Sin embargo, me quedé pensando en el sujeto afectado de esa expresión. ¿A quién afectan esos issues? ¿Por qué serían de la hija y no del padre? Aunque afectasen a un vínculo entre dos, es ya un cliché sobreentender que los issues -edípicos- “los tienen” las jóvenes, como si fuesen un reservorio de los mismos.
Katherine Angel, en el libro “Daddy issues. Un análisis sobre la figura del padre en la cultura contemporánea” (2020), señala que el concepto “daddy issues” presupondría y, a la vez, rechazaría la idea de que las hijas desearían a sus padres y se utilizaría para menospreciar o ridiculizar las elecciones de las mujeres. Angel señala también que, en las producciones culturales hollywoodenses -en su libro abundan ejemplos de libros y películas clásicas-, los celos sexuales del padre se dan siempre por descontados. Angel escribe la pregunta que quiero hacer: ¿qué pasa con los “daughter issues” del padre?
Luego de este cuestionamiento inicial, me dedicaré al fracaso de los issues del padre, cuando su posibilidad de existencia en tanto conflicto psíquico es barrida por la realización del incesto.
El supuesto derecho “sobre” la niña
Un señor que se presenta como “padre de” llama reiteradas veces al equipo de trabajo, preguntando por mí. Un señor es varios señores, sucesivos señores, porque la escena se repite una y otra vez.
El señor habla con cada uno de mis compañeros cada día de la semana. Insiste - en los llamados telefónicos- con su “inocencia” frente a la sospecha de abuso sexual. Sobre la “falsedad” de la misma. Insiste con su testimonio de “impedimento” a ejercer su paternidad: porque no lo dejan, porque no lo dejamos.
Le devuelvo el llamado y lo cito a una entrevista. El señor ingresa como “padre de”, pero queda claro en el despliegue de la entrevista que es el “progenitor-propietario de” y que vino a reclamar sus derechos: que lo deje ver a “su” hija. Léase allí la entonación posesiva, ese “sentido de dueñidad” del que habla Rita Segato.
Dice Vrignaud (1995): en las familias incestuosas, la función paterna es siempre desfalleciente, queda reemplazada por la del “amo”, que ya no es ni el padre, ni el hombre, ni el esposo, ni el compañero. Recordemos que las leyes internacionales ya no decretan la soberanía del padre desde que el niño/a fue reconocido como un sujeto de derecho.
Vuelvo a la escena. El señor no viene a preguntar qué pudo haber pasado. No viene a preguntar cómo está su “mi”, ni por la versión de su “mi”. Claro es que una posesión no está afectada por una hipótesis psíquica o por la consideración de las consecuencias de un daño, como podría estarlo una niña.
El señor no viene a preguntar por un saber que no tiene. No lo supone en nadie más y tampoco cree que le falte. Si falta algo es porque se lo quitaron. La madre de la niña, la justicia, las psicólogas.
Los tiempos y procedimientos judiciales incluyen restricciones, entre ellas, las de acercamiento: una medida de protección, para mantener a resguardo al niño/a de aquel sobre quien recae la sospecha de abuso, mientras se realiza una evaluación integral y judicial.
El proceso de aceptar y/o poder pensar esto es muy complejo. En la entrevista queda claro que es más sencillo pensar que aquello que le quitaron (la paternidad, una hija), se lo quitó la psicóloga. A este señor y al anterior. Y al siguiente.
Así, queda definido el campo de batalla imaginario de la rivalidad. Quedan expuestas las estrategias “vinculares” con las que se amenazará o actuará en adelante: lo que no se puede pensar ni hablar, se puede contra-denunciar, asumiendo que la denuncia de sospecha de ASI sería “falsa” (1). No hay tramitación psíquica, hay trámite legal. Escribo trámite porque tiene ese valor degradado: una denuncia puede no conllevar ese peso y valor de límite legal, es un papel más que “se mete” en el circuito de la destructividad, en cuyo centro tampoco hay niña sino posesión, no hay relación de parentalidad sino relación de pertenencia y dominio.
Palabras para masticar a un cuerpo
Me gustaría hablar sobre los efectos en el cuerpo de la psicóloga que generan los encuentros como el que acabo de describir. Se pueden leer muchas generalizaciones (signo)sintomáticas sobre la afectación en profesionales y equipos de salud / salud mental en papers sobre violencia y desgaste, burn out, etc., así que aquí, la descripción será autorreferencial.
Quiero hacerle un pedido a la lectora (2), con el que volver al apartado anterior. Que imagine la actitud de un pastor de algún credo religioso. El convencimiento en el valor de verdad de las palabras que afirma. La insistencia. La capacidad (necesidad) de repetirlas una y otra vez como si fueran mantras viscosos.
Que imagine una conversación que no es tal, que no es un diálogo que te incluye como otra diferente, sino un intento de conversión: de capturarte en ese chicle viscoso de versos que se mascan una y otra vez (entre la victimización y la externalización de la responsabilidad). La inocencia, la inocencia. Las buenas intenciones, la paternidad robada, la maravillosa hija de la que nada en particular se puede decir -como una película de la que sólo se conoce alguna escena por su trailer y que no se miró-, pero de la que necesita reapropiarse. La inocencia. Las buenas intenciones. La supuesta locura de la madre que denuncia. Las trabas del sistema judicial. Los días compartidos perdidos, contabilizados y anotados con números. La supuesta impericia de la psicóloga con la que habla, que no sabría nada, que haría mala praxis, que lo perjudicaría. Un intento de envolverte en un chicle que sabe mal, que está gastado. No hay registro de tu desagrado. Es que para este pastor no sos una otra. La masculinidad herida sigue hablando.
Luego de un tiempo, si empieza a notar que seguís manteniendo cierto grado de resistencia, como una superficie que refracta y distorsiona todo lo que dice, los mantras comienzan a tomar un tono de súplica. Pero la súplica que mastica el pastor -como las vacas que enrollan el pasto, lo regurgitan y lo vuelven a masticar-, no es más que una apariencia de súplica. Busca enrollarte, busca que te canses y cedas tu resistencia, busca tragarte. Hasta acá el pedido de imaginación a la lectora. Esa imagen resume cómo mi cuerpo se resistía a ser un pasto salivado y masticado por incisivos y molares.
¿Cómo evitar que esta no-conversación se vuelva una confrontación agresiva? ¿Cómo rehuir de ese lugar mientras el espacio de oxígeno en el consultorio se llena de partículas de agresión que salen disparadas del cuerpo del “pastor”, que se tensa, se inquieta, se mueve, eleva el tono de voz, reclama “su” derecho, externaliza faltas, culpas y, finalmente, amenazas? Fracaso de cualquier tipo de disociación instrumental blegeriana. Tampoco hay semblante para cegueras e insensibilidades.
Mientras mi estómago se retuerce, contengo mi reacción (actuar su violencia inoculada) y mi malestar (ganas de gritar o llorar de indignación). Decido poner fin a la entrevista. A estas alturas, queda claro que esta palabra nombra mal a un encuentro de este tipo (3).
Último ejercicio de imaginación, una pregunta: ¿cómo sentirá la niña en su cuerpo este ejercicio violento de imposición del verso? (4).
El “verso” del padre
La mención a la masticación me facilita una asociación: “Colmillos” (Dogtooth, 2009), la película del cineasta griego Yorgos Lanthimos, en la que el “verso” del padre es tan totalitario que impone reversionar la realidad y el lenguaje, trastocando todo pacto social, desarmando todos los vínculos -más o menos consensuados- entre las palabras y las cosas.
Este padre que nombra desde la excepción, intentando ocupar el lugar mítico del que funda la realidad y el lenguaje, domestica a sus hijos, los adiestra como perros: físicamente (los niños-cachorros lamen -sí, literalmente- al padre) y verbalmente, en la re-codificación del código social. Así, el padre nombra “mar” a un sillón, “autopista” a un viento muy fuerte, “teclado” será una vulva. Y continúa. El aislamiento no es sólo espacial (los hijos no pueden salir de la casa), está en la materialidad de la lengua impuesta: no hay inscripción social para esta perversión de la lengua.
No se trata del “léxico familiar” que describe Ginzburg en su novela autobiográfica, en la que el padre hace un uso particular e inesperado de algunos significantes. Tampoco se trata del uso de una suerte de dialecto que, siguiendo a Kristeva (1988), si fuera tal, excluiría a la abyección (5).
En esta lengua abyecta, los hijos están en la caverna incestual. Si bien, en la película de Lanthimos, el intento de domesticar al lenguaje mismo, generando esta recodificación, aparece hispostasiado, en las historias cotidianas también nos encontramos con estos surcos intencionales en el lenguaje, con los intentos de capturar a la niña en palabras-códigos que son tropezones secretos del lenguaje: esas palabras-código que sólo comparte el abusador con aquella a quien abusa -obligada a participar de ellas-, en ese intento de manipulación de la lengua, que rompe la cadena significante.
El progenitor en Dogtooth ejerce el monopolio violento de instaurar un orden arbitrario, que deja a los hijos excluidos del lazo social, que impermeabiliza los bordes de la familia, que intenta hacer desaparecer a la exogamia. Su falseada ley (su “verso”) implica que no se irán de esa casa, no abandonarán el estado niñez -léase aquí objeto apropiable-, hasta que no se les caiga el “colmillo”, que a su edad ya avanzada (porque “niño” es aquí un estado a-civil, no cronológico) no se caerá y que, entonces, la mayor de las hijas se arrancará a los golpes, para poder fugarse. Una fuga fracasada -que le cuesta la vida-, sostenida aún en la creencia a ese padre. La creencia se convierte así en la perpetuidad del aprisionamiento.
El verso de este padre se asemeja a la voz del ejercicio del poder soberano, a la que Butler (2004) se refiere como aquella cuyos efectos parecen mágicos, en tanto producen un territorio de poder discursivo que constituye al que se erige en soberano en el curso de su operación. El padre incestuador atenta contra el orden y la legalidad social, rompe la genealogía familiar pervirtiendo la nominación (se superponen lugares y funciones, habrá confusión, indiferenciación y repliegue), y arroja a la hija incestuada a “una muerte anterior a la vida” (Pommier, 2021).
¿Por qué las hijas no matan al padre?
Para Lévi-Strauss la esencia de los sistemas de parentesco está en el intercambio de mujeres entre los hombres, lo cual constituye implícitamente, según Gayle Rubin (1986), una teoría de la opresión sexual.
El tabú del incesto sería el mecanismo que aseguraría el intercambio de las mujeres, es decir, el objetivo social de la exogamia: al prohibir el uso sexual de una hija o hermana, la misma se “entrega” en matrimonio a otro hombre (no hace falta irnos a una sociedad “salvaje”, pensemos aquí en la imagen de un padre que entrega a la hija/novia en la ceremonia católica del matrimonio). Para Levi-Strauss, este tabú más que prohibir el incesto obligaría a dar, a ofrecer a la mujer: “es la suprema regla del regalo”, afirma. La relación que se establezca a partir de esto, no es de reciprocidad sino de parentesco. Rubin llama a este intercambio “tráfico” de mujeres.
Los sistemas de parentesco no sólo intercambian mujeres, sino también acceso sexual, situación genealógica, nombres de linaje y antepasados, derechos y personas -mujeres y niños/as- en sistemas concretos de relaciones sociales, en los que las mujeres no tienen pleno derecho de sí mismas. En resumen, en esta organización sociopolítica y económica de la sexualidad tendríamos: tabú del incesto, heterosexualidad obligatoria, asimetría genérica y constricción de la sexualidad femenina.
Saubidet (2019) destaca que un hombre puede entonces usufructuar del tiempo de su mujer, del espacio de su mujer y, en casos extremos, del cuerpo de su hija, en tanto las mujeres de la familia son consideradas bienes del hombre, objetos propios de los que se puede usufructuar sexualmente. Resalta que esto implicaría “una idea de derecho irrestricto, naturalizado, en concomitancia con una ausencia de afecto y de renuncia pulsional, deseo de dominio y poder", y que sería fiel al modo de producción capitalista, en tanto la hija es tratada como un bien de propiedad privada (y así, también, como un objeto de goce).
En “Mecanismos psíquicos del poder”, Butler (1997) lee políticamente la dependencia del niño/a, como pasión primaria que lo volvería vulnerable a la subordinación y explotación posterior, en las regulaciones políticas de los sujetos. La autora afirma que el deseo de supervivencia, “el deseo de ser”, es ampliamente explotable. Difiere con las lecturas del abuso sexual a las infancias que consideran meramente que el adulto impone de manera unilateral cierta sexualidad sobre el niño/a, resaltando que ocurre allí una explotación del amor del niño/a: un amor que es necesario para su existencia, se abusa de su vinculación apasionada. Dice: “quien promete la continuación de la existencia explota el deseo de supervivencia. Prefiero existir en la subordinación que no existir: ésta sería una de las formulaciones del dilema (donde también hay riesgo de muerte)” (Butler, 1997).
La autora también se detiene en el sentimiento de humillación y el “sentimiento retardado de indignación”, consecuentes al enunciado que afirmaría quién sobrevivió a esa infancia: “no es posible que yo haya podido amar a una persona como esa”. Enunciado que admite la misma posibilidad que está negando, fundándose el sujeto en el lugar del repudio, cimentándose en esa imposibilidad, entregándose a la amenaza del fantasma de reaparición de ese amor (imposible) y condenado a reescenificarse de manera inconsciente, desplazando el escándalo y la imposibilidad que representa, amenazando cada vez al “sentido del yo” con su disolución. Para Butler, esta imposibilidad tomaría la forma de una incorporación melancólica, como límite a un duelo imposible.
En “Los Fantasmas de mi vida” (2013), Fisher lee en las tesis de Freud que el patriarcado sería una “hauntología”. El padre, ya sea el obsceno macho alfa de “Tótem y tabú” o el patriarca severo e intimidante del “Moisés y la religión monoteísta”, serían inherentemente espectrales. En ambos casos, lee Fisher que los hijos descubren demasiado tarde, cuando sus manos ya están manchadas con la sangre del padre al que mataron, que el acceso al goce total (el acceso a todas las mujeres) no es posible y, afligidos por la culpa, descubren que el padre muerto sobrevive en la mortificación de su propia carne y en la voz internalizada que reclama su apaciguamiento (Fisher, 2013). Cuando anoté esta cita de Fisher -que es apenas una nota al pie-, lo hice bajo el título: ¿pueden las hijas matar al padre? Cuando volví a leer la anotación, me puse muy contenta con la supuesta pregunta de Fisher. Y luego dudé. Y volví al libro. Y no, Fisher no hace esa pregunta que le adjudiqué. Es importante destacar que este mito freudiano del parricidio -asociado al tráfico de mujeres que señalé previamente- es masculino: los hijos que matan al padre son los varones. ¿Qué pasa entonces con las hijas? ¿Pueden matarlo? ¿Cómo les retorna el padre muerto/parricidado? ¿Qué hacen las hijas con los espectros del padre?
Sustracciones
Para finalizar este escrito, vuelvo al desvío de los dientes y las mordeduras. Ahora desde el género literario gótico andino, con el relato “Caninos” (2017), de la escritora ecuatoriana Mónica Ojeda. En este cuento, “los dientes del padre caían semana a semana como frutas maduras en su lengua de tierra. Él los escupía y rebotaban contra las paredes, las mesas, las sillas (...)”. Antes de morir, este señor tenía sus dientes bien puestos, bebía alcohol y gritaba, o se descomponía temblando en abstinencia.
La narradora llama “sexualidad roja” a los exabruptos violentos y abusivos de este señor contra su esposa e hijas. En esta historia, padre y madre crían “crías”, y el campo semántico de la historia se puebla de perros, bozales, ladridos, correas y sometimiento. Nadie parece poder salir de esa casa descrita como putrefacta. Cuando el padre está en el período final de su descomposición hacia la muerte, “Hija” acepta cuidarlo. Su madre vocifera: “perdonen a Papi, perdonen la debilidad de papi”, mientras no puede hacer más que consumirse también en el alcohol y el descuido. Pero la aceptación de “Hija” a cuidarlo en su agonía no parece quedar en la línea del perdón, sino en una venganza de la que reniega y en la que le espanta reconocerse. “Hija” lo trata como al perro que fue, más cercano a una bestia que a un perro doméstico: “le silbaba como a Godzilla, le dejaba aullar y ladrar por la noche”.
Me interesa señalar cómo “Hija” hace un uso degradado del lenguaje: no hay diálogo con palabras sino silbidos y aullidos, opera aquí una sustracción en el lenguaje, el padre queda destituido de la pertenencia a la especie hablante, queda reducido a un animal que tampoco es de compañía. Y luego, el sadismo inadmitido de “Hija”, que exclama “¿qué es un perro sin sus dientes?”, y se encarga de quitarle brutalmente sus colmillos, de quitarle sus dientes uno a uno, para que los pierda todos. Así, ya nunca más podría volver a morder.
Pero “Hija” ya está mordida, y no tiene siquiera un nombre propio. “Hija” podría ser cualquiera y, a la vez, está amenazada de permanecer no siendo nadie, más que el reservorio de la dentadura que arrancó y conserva (lo que al inicio del texto mencioné como el reservorio de los supuestos “dady issues”).
¿Es este acto una venganza, una activación de la crueldad que se devuelve, una agresión melancólica, o un trato acorde a la insensibilidad del otro que destruyó la infancia?
Queda abierta la pregunta sobre cómo encontrar una salida que efectivamente salde/salga de un vínculo así.
Las preguntas que dejaré abiertas aquí son también la de las niñas y adolescentes con las que trabajo: ¿qué es el perdón?, ¿hay posibilidad de perdón sin retractación del incestuador, sin registro del daño, sin ceder a responder a un pedido (que, de todos modos, no hay)? Agrego: ¿no reanudaría el perdón el lazo de asimetría aplanada y destruida?, ¿o acaso posibilitaría una salida del mismo? Donar un per-dón, ¿recuperaría una posición de poder frente al avasallamiento?, ¿a quién o qué se puede perdonar? En los casos de incesto, ¿no estaríamos -como el duelo “imposible” que teoriza Butler- frente a un perdón imposible? Un perdón que no sea un efecto sino un forzamiento, es tan riesgoso como suturar una herida que supura, es una ficción especular que jamás podría cerrar lo traumático acontecido.
No sabemos, en principio, a qué responde la pregunta por el perdón en cada uno de los casos. Como no se trata de un análisis de filosofía moral sino de un psicoanálisis, no sabemos a priori qué valor o función tiene o tendrá en la economía libidinal de cada una de las que fueron dañadas, ni cómo se anuda a la pregunta por la posibilidad de re-composición y reparación de la subjetivación del cuerpo incestuado (6).
Quizás, que las hijas maten al padre tenga que ver con sustraerse de la lógica del perdón.
Notas
(1) No es esta solo la expresión aislada de un señor, sino de un sistema judicial patriarcal en el que hay un proyecto de ley punitivista, que busca perseguir y penalizar las llamadas “falsas” denuncias. Como afirma Toporosi, se trata de “una ametralladora contra un mosquito”. Ver: https://www.pagina12.com.ar/847214-la-ametralladora-contra-un-mosquito
(2) Cuando uso el género femenino a nombre general, es al modo que le escuché decir alguna vez a Leonor Silvestri, “nosotras, las personas”.
(3) Este tipo de entrevistas no hace más que materializarse como “backlash” para las psicólogas, trabajadoras sociales o cualquier otra integrante del equipo de salud comprometida en el abordaje de las violencias sexuales hacia las infancias.
(4) Tampoco nos perdamos en esta deriva imaginativa. La estrategia de la empatía es siempre reduccionista. En su libro “Sobre la violencia” (2009), Žižek afirma de manera sencilla y clara que el horror de los actos violentos y la “empatía” con las víctimas funcionan sin excepción como un señuelo que nos impide pensar.
(5) Esta degradación perversa del lenguaje podría relacionarse -en una escala mayor que la familiarista, pero que la incluye- con el tratamiento fascista del lenguaje. En “Los logócratas” (2007), Steiner afirma que Orwell descubrió una correlación exacta entre la descomposición nacional o individual y el debilitamiento u oscurecimiento del lenguaje: “toda degradación individual o nacional es anunciada en el acto por una degradación rigurosamente proporcional en el lenguaje”. En el apéndice de la novela “1984” (1949), Orwell presenta “Los principios de neolengua”: un discurso para gobernar sentimientos, un instrumento para lograr una cosmovisión única, neutralizar divergencias y suprimir la insurgencia, en tanto todo lo que carece de palabras se vuelve impensable.
(6) El francés se presta a homofonías significativas: decir el niño inces-tuado (inces-tué) incluye el -tué, es decir, matado, asesinado. Es decir, abolido en su estatuto, reducido a objeto fagocitado. Mientras que para inces-tuador, el morfema -tueur significa, en forma aislada, asesino.
Referencias bibliográficas
Angel, K. (2020). Daddy issues. Un análisis sobre la figura del padre en la cultura contemporánea. Barcelona: Alpha Decay.
Butler, J. (2004). Lenguaje, poder e identidad. Madrid: Síntesis.
Butler, J. (2011 [1997]). Mecanismos psíquicos del poder. Madrid: Cátedra.
Fisher, M. (2022 [2013]). Los fantasmas de mi vida. Escritos sobre depresión, hauntología y futuros perdidos. Buenos Aires: Caja Negra.
Kristeva, J. (1988). Poderes de la perversión. México: Siglo XXI.
Pommier, G. (2024 [2021]). Raíz cúbica del crimen. Incestos. Buenos Aires: La Cebra.
Rubin, G. (1986). “El tráfico de mujeres: notas sobre la economía política del sexo”. En: Nueva Antropología, Vol. VIII, Nro. 30, México.
Saubidet, A. (2019) "El dominio del bien es el nacimiento del poder: patriarcado capitalista y psicoanálisis". XI Congreso Internacional de Investigación y Práctica Profesional en Psicología. Universidad de Buenos Aires. Dirección estable:
Steiner, G. (2007). Los logócratas. México: FCE.
Vrignaud, D. (1995). “Las cuentas del incesto ordinario”. En: Héritier et al (1995). Del incesto. Buenos Aires: Nueva Visión.
Žižek, S. (2009). Sobre la violencia. Seis reflexiones marginales. Barcelona: Paidós.
* Sabrina S. Morelli: Psicoanalista. Ex residente en Salud Mental y en Cuidados Paliativos. Psicóloga de planta en el Hospital General de Niños Pedro de Elizalde (GCBA).
