En este texto la autora nos deja un testimonio de su práctica que delinea un serie de interrogantes respecto al quehacer ante demandas -socialmente determinadas- irresolubles en el marco de lo que llama paradigma de la escasez.
Por Rebeca Faur*
“Necesitamos más psiquiatras” me dijeron el día que entré a trabajar en el centro de salud mental. Con el tiempo aprendí que se trataba de un mantra permanente, un modo de pensar los servicios de salud mental. A ver, no lo voy a negar, acceder a unx psiquiatra en el ámbito público exige cierto recorrido, la reunión de múltiples requisitos y que algunos planetas estén alineados. Es como la figurita difícil, que se consigue después de pasar por pruebas, entrevistas y conversaciones variadas en las que se va generando la idea de que esa consulta es necesaria, inevitable, y que unx psiquiatra va a poder aportar la solución a un problema que persiste a pesar de los intentos. Todo esto en un contexto social y cultural que imagina y vende respuestas sencillas a los problemas de la vida, regido por un mandato de bienestar que hay que asegurar a como dé lugar. Consumimos publicidades que nos muestran cómo si tomamos una pastilla se resuelven los problemas y los dolores, una pastilla y nuestra vida puede ser mejor, más feliz. El mensaje llega, y se arma un combo que pone altas expectativas sobre la consulta de psiquiatría: “Si nada de lo anterior funcionó, entonces probablemente necesite una medicación” y “si es tan difícil llegar, ¡más vale que garpe!”.
Lamentablemente, esos razonamientos no encuentran apoyo en lo que efectivamente podemos hacer lxs psiquiatras ni en lo que los psicofármacos pueden garantizar, pero las expectativas crecen y se alimentan de la escasez. Y yo, psiquiatra, me encuentro muchas veces con una contradicción: lo que puedo ofrecer no se acerca a lo que lxs consultantes vienen a buscar. Se abre un abismo entre las expectativas de lxs consultantes y la realidad de lo que podemos hacer (y de quién lo puede pagar).
El paradigma de la escasez propone que las necesidades humanas son ilimitadas en un mundo con recursos limitados. Entonces, los recursos disponibles siempre son y serán insuficientes y nunca pueden estar a la altura de la demanda, que siempre va a ser excesiva. La catástrofe malthusiana en los servicios de salud mental. Si se ofrecen diez turnos, pedirán cien; si se ofrecen cien, entonces pedirán mil. Hordas de personas pidiendo tratamiento y un ejército de psiquiatras y psicólogxs para recibirlxs. Esa percepción de que existe un exceso de demanda constitutivo muchas veces justifica las exclusiones y las barreras para el acceso a la atención, y también, en cierta medida, la fragmentación de las prácticas disciplinarias: si no tenemos suficiente tiempo, mejor que cada quien haga “lo suyo”. El modo en que trabajamos y nuestras posibilidades creativas pueden quedar condicionadas por la posición que tomamos frente a ese ciclo de escasez que parece incontrovertible, inevitable: la carencia como premisa de las decisiones en los servicios de salud[i]. Este supuesto nos impone la idea de que nunca hay suficientes recursos: nunca hay suficiente dinero en el presupuesto, nunca hay suficientes consultorios en el hospital, nunca hay suficientes profesionales de la salud o nunca hay suficiente tiempo para las entrevistas con lxs consultantes. Condiciones que, por supuesto, son reales, no son solo una idea. Negarlo sería todavía un obstáculo mayor para pensar alternativas. No hay suficiente dinero, espacio o tiempo.
El punto es que estas condiciones de escasez tienen un efecto que se amplifica cuando supone desconocer que lo que ofrecemos no es ni puede ser nunca la atención que promete el capitalismo. No es posible cumplir las expectativas. Por eso nunca puede haber suficiente de nada que alcance a cubrir eso que se supone que deberíamos garantizar. Y si a esto le sumamos las características de trabajar en un sistema burocratizado que intenta clasificar a todos los padecimientos de modo que para cada uno tengamos un tratamiento disponible, entonces el ciclo de la escasez se convierte en una profecía autocumplida, en la que tanto profesionales como consultantes compramos que la cobertura en salud lo tiene que poder abarcar todo en una onda de expansión sin fin. Este ciclo, además, acompaña muy bien el proceso de mercantilización de la salud mientras que pone un marco de sentido al rol de las corporaciones médicas en asociación con la industria farmacológica que promueven la idea de que consumir más recursos significa tener más salud[ii].
¿Cómo podríamos zafar de este ciclo infinito que nos deja con pocas posibilidades de pensar? Los marcos teóricos y nuestras experiencias en la práctica no alcanzan para modificar la distribución de poder en el sistema ni tampoco parecen alterar nuestras creencias. Pero somos parte de todo eso, los sistemas están conformados por nosotrxs. Personas que pensamos, sentimos y nos relacionamos. Quizás para que los sistemas cambien de manera significativa, necesitamos generar las condiciones para que nosotrxs mismos podamos transformarnos, cambiar nuestros modos de ver y estar en esa red de vínculos. Pensándolo así, se me hace más imaginable formular mi trabajo desde una lógica diferente a la de la escasez. Podríamos, por ejemplo, comenzar por plantear formas diferentes de trabajar juntxs que prioricen los aspectos relacionales de nuestras prácticas, valorando cómo nos vinculamos. Estar en la búsqueda de otros modos de estar en esas relaciones nos va a exigir revisar nuestros prejuicios, suposiciones y puntos ciegos, teniendo en cuenta los privilegios y nuestro papel en la perpetuación de las desigualdades. Es un proceso que requiere tener cierto registro de sí y la capacidad de reflexionar sobre unx mismx. Este proceso relacional y de reciprocidad entre lo individual y lo colectivo puede producir un conocimiento, un saber que abra oportunidades y deje ver potencias. Potencias que pueden jugar a favor de la transformación de las dinámicas de poder, porque para no replicar los desequilibrios de poder de los sistemas en los que trabajamos, los esfuerzos tienen que ser intencionales, dirigidos. Y esos vínculos que armemos tienen que ser auténticos y cuidados para no reproducir las violencias estructurales que suelen mediar los encuentros[iii]. Lejos de esto, la mayoría de las teorías y marcos de trabajo de mi disciplina conceptualizan la práctica clínica como una serie de comportamientos lineales, compartimentados y mecanicistas… Pero la psiquiatría (y la medicina) es una profesión íntimamente humana que implica poder estar y conectarse con personas que se encuentran en un momento vulnerable de sus vidas, reducirla a una serie de algoritmos a seguir me parece empobrecedor.
Desde hace años, y en consonancia con el paradigma de la escasez, la gestión de los servicios de salud en CABA está dominada por la idea de que solo los resultados cuantificables y predeterminados pueden generar un impacto, tal como lo expresábamos junto a mis compañerxs en la nota Deseo de panóptico: ¿Qué importa medir en el centro de salud mental? Un modelo de administración hospitalaria que se inspira en la organización fabril, productivista. Una fábrica de consultas, prescripciones y altas, adonde parece más importante el número de prestaciones que la posibilidad de definir e intervenir en los problemas que traen quienes nos consultan. La experiencia resulta alienante para todxs, y nos deja en constante desaliento y frustración. Se produce un entorno en el que las relaciones humanas no se priorizan. Parece ser necesario un marco de trabajo que al menos permita que nuestras interacciones sean más útiles que dañinas. ¿Por qué no evaluar qué tan bien nos sentimos con nuestras condiciones de trabajo, qué tan quemadxs estamos o qué valor tiene para nosotrxs nuestra tarea? ¡Midamos eso! Quizás podemos intentar una práctica centrada en los aspectos relacionales de los encuentros que anteponga los vínculos a los procedimientos, lo que no implica trabajar desconociendo la técnica, sino más bien utilizarla para dar lugar a los procesos que puedan desarrollarse en ese marco. Y no solo eso, sino también que nos habilite a desplegar la influencia que podemos tener sobre el sistema, poniendo en valor nuestra participación. Creo que puede ser una respuesta frente a la deshumanización y la mercantilización de la salud, y un modo de reclamar nuestra capacidad de responder creativamente y de manera sensible frente a los desafíos de la realidad.
*Rebeca Faur: Psiquiatra. Trabajadora del Centro de Salud Mental "Dr. Arturo Ameghino" en la Ciudad de Buenos Aires; rebecafaur@gmail.com
[i] Frank A. (2013). From sick role to practices of health and illness
[ii] Shah, R., & Launer, J. (2019). Escaping the scarcity loop. doi:10.1016/s0140-6736(19)31556-9.
[iii] ¿Cómo hacerlo en un ámbito hostil en el que podemos recibir maltratos o quedar expuestxs a situaciones de violencia y sin amparos? Para poder estar en relación es necesario fundamentalmente poder estar ahí con nuestra subjetividad en juego, y para eso hace falta un espacio para el trabajo que sea percibido como un entorno seguro donde quienes participemos (especialmente aquellxs sin poder institucional) podamos expresarnos y ser vulnerables, conectarnos y experimentar eso que nos es común.
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