Notas para desarmar y rearmar el concepto de interpretación.
El trabajo interpretativo y sus efectos es un escrito en formato de diario o notas, que se compartirá en tres partes, con la propuesta de desarmar y rearmar el concepto o representación que tenemos en psicoanálisis acerca de la interpretación. En esta primera parte se exploran e interrogan algunas representaciones o imaginarios en torno a lo que entendemos por interpretación, la figura del analista como interpretador, la noción de “devolución” y material psíquico.
* por Manuel Murillo
Luego de haber trabajado con algunos colegas los conceptos de acto analítico, deseo del analista, discurso analítico, juego, transferencia, maniobra de la transferencia, me encontré en una situación de interrogación de la interpretación.
Comparto estas notas en formato de diario, que es un recurso de escritura más fragmentario, coloquial y abierto que el ensayo o el artículo científico/académico. El diario de notas puede ser un borrador para otra escritura o una escritura en sí misma, cuando el tema abordado resulta también complejo, variado, múltiple, abierto. De modo que todo intento de escritura más cerrado perdería mucho en el camino.
En particular las ideas que siguen fueron posibles y se enriquecieron en el intercambio de trabajo con colegas: Victoria Mateo, Gabriela Mundiñano, Manuela Pelizzari, Diego Safa Valenzuela, Enrique Bonilla Navarro y Marcos Maiaru.
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La temática en sí tiene un interés relativo. Quien se va formando como analista, o desplegando su experiencia como tal, va adquiriendo o “dominando” de manera práctica todas estas nociones. Por lo tanto, el estudio “teórico” del tema puede resultar redundante, excesivamente esquemático, o inútil. Para quien se está formando o de alguna manera está interrogando su experiencia de trabajo, creo que resulta un estudio apasionante, complejo y muy difícil de poder cernir con palabras.
Pero aun también para el “analista formado” creo que resulta muy provechosa la reflexión analítica sobre el tema, por la complejidad de modos de presentación e intervención que requiere nuestro trabajo clínico actual.
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De la interpretación tenemos por un lado definiciones, modelos, teorías y por otro experiencias y prácticas. Como ocurre con casi todo en psicoanálisis, la experiencia que hacemos de ella es considerablemente más compleja y rica que nuestra teoría. A la inversa, la teoría de la interpretación que podemos recoger de libros es comparativamente a estas experiencias considerablemente más pobre y esquemática.
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Hay que aclarar que la interpretación nunca es algo que funcione o pueda estudiarse de manera aislada. Se sitúa siempre en serie con el deseo del analista, el juego, la transferencia, la demanda, el discurso, lo político, el decir poético y la resonancia, etc. A la vez, la diferencia que hacemos entre todos estos nombres es conceptual: en la experiencia clínica misma todo esto opera de modo integrado. Es una necesidad y efecto de la teoría separar estos elementos.
Dada la necesidad de reflexionar específicamente sobre la interpretación haré aquí entonces abstracción de los otros conceptos. Pero es también un modo como se puede tomar todo el conjunto del problema o las series conceptuales involucradas a partir de la interpretación, a través de ella o condensado en ella. Esto quiere decir que intentaremos todo lo posible hacer una separación, pero no una disociación. Por ello en las notas que siguen aparecerán sólo fugazmente el deseo del analista, el juego u otro concepto de esta trama.
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De la interpretación podemos considerar tres fuentes, que presentadas en grados decrecientes de riqueza y complejidad son:
1. La experiencia y práctica analítica es como tal su más potente y principal fuente;
2. Las conceptualizaciones o definiciones teóricas que podemos leer de maestros del psicoanálisis. Son intentos más o menos logrados y siempre parciales de formalización de aquella experiencia. Y tienen por ello mucho valor.
3. Las representaciones o imaginarios que las diversas comunidades de analistas se van armando sobre la interpretación. Esto resulta inevitable, pero además imprescindible, porque cumplen una función muy importante en los primeros pasos de la experiencia. Pero es a su vez la fuente más pobre del tema, de donde se extraen recetas esquemáticas y rígidas de trabajo, muy poco permeables y abiertas a la lectura singular del material clínico.[1]
Estas representaciones o imaginarios se construyen desde ya en función de la experiencia analítica y el estudio teórico, pero sobre todo a partir de factores institucionales y grupales, que hacen a la sociología de cualquier disciplina. Esto es, la configuración de modos particulares de recortar y narrar la experiencia analítica. Que incluso supone rivalidades entre paradigmas o escuelas. En nuestra disciplina, por ejemplo, entre “Lacan” y “los post-freudianos”.
Estas representaciones vienen de nuestra formación: aulas, libros, propios análisis, supervisiones, etc. Operan generalmente en nosotros de modos no conscientes y naturales, resultando difícil incluso su identificación. Algunas de ellas son:
a. El paciente es el que habla y el analista escucha, en silencio, y cuando sale del silencio para decir algo, ahí se ubica la interpretación, como algo que dice o hace en relación a la palabra del paciente.
b. La interpretación se articula con la palabra, juegos de palabras, palabras que se repiten o son equívocas, significantes. Por eso puede tomar la forma de citas o enigmas.
c. La interpretación señala el contenido latente de una formación manifiesta.
Ninguna de estas representaciones es desacertada en sí misma. Pero es su operatoria esquemática y rígida lo que empobrece y reduce el concepto. El problema parte del efecto imaginario que tiene su nombre: “la interpretación”. Lo que figura algo excesivamente sustancializado, localizable y atribuible. En su imagen más estereotipada es posible ubicar la interpretación y su efecto; por ejemplo, el levantamiento del síntoma. Una formulación más sofisticada de esto señala que la interpretación sólo puede sancionarse a partir de sus efectos. Ubicado el efecto entonces, lo que se infiere retroactivamente en el lugar de una causa es la interpretación, bajo la forma de algo que el analista dijo o hizo.
La interpretación sería entonces algo, una cosa, una verbalización o una acción localizable y atribuible que se infiere a partir de un efecto terapéutico o analítico, del tipo levantamiento del síntoma o modificación de la posición subjetiva.
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La hipótesis que quisiera explorar para desarmar y rearmar el concepto parte de la noción de trabajo analítico. La interpretación no es una cosa sino un proceso; no es algo que el analista o paciente pueden llegar a decir sino un trabajo interpretativo. Ubicada de esta manera no es un sustantivo sino un adjetivo que califica al trabajo; que, si bien es un sustantivo, nos remite a la trama compleja que supone el proceso analítico.
La palara “efecto” es importante recuperarla, pero no como algo desdoblado de la interpretación: la interpretación no se define por sus efectos, sino que es ella y en sí misma efectos; que podríamos llamar entonces efectos de interpretación.
Exploremos entonces las problematizaciones y reflexiones que pueden derivarse de considerar la interpretación como un trabajo y unos efectos.
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Al situar la interpretación como un trabajo, estamos considerando como sinónimos o términos equivalente todas estas expresiones: interpretación, trabajo interpretativo, trabajo psíquico, elaboración, análisis.
Debe destacarse –en algún sentido, porque esto requiere muchos matices– que a lo largo de un análisis los efectos de interpretación que se producen no se multiplican por docenas; más bien son pocos, puntuales, contables con los dedos de una mano. Sin embargo, lo que subtiende la producción de esos efectos, y lo que debe poder tener lugar en cada sesión, es el trabajo interpretativo. Dicho de otra manera: analista y paciente no se reúnen cada sesión para producir efectos, sino para trabajar; independientemente que se produzcan o no efectos visibles o inmediatos. Claro está, se espera que esos efectos se produzcan, pero no en todas las sesiones ni de manera directa o lineal.
Resaltamos esto porque lo que orienta al analista no es tanto la vía por la cual “hacer la interpretación”, que ser vería confirmada por un efecto; sino las coordenadas de un trabajo, que no es cualquiera, sino de tipo interpretativo.
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Es importante preguntarnos quién hace ese trabajo. En primera persona, lo hace el paciente. Pero dado que no lo hace solo, el analista irremediablemente se ve involucrado y envuelto en él. No lo hace el analista, pero de alguna manera se constituye como un acompañante o partenaire de ese trabajo.
Si es el paciente quien en primer lugar toma la palabra para hacer el trabajo interpretativo, podríamos pensar que la interpretación no podría hacerla el analista, porque justamente quien tiene que poder hacerla es el paciente.
Por esto algunos analistas han dado formulaciones que la apartan del analista y la sitúan en el paciente. Groddeck decía que como analista él nunca hacía interpretaciones, dejaba que fuera el paciente quien pudiera hacerlas. Winnicott decía que hacía interpretaciones sólo para evitar que el paciente piense que lo está comprendiendo todo.
En otro sentido, no importa cuál de los dos actores en juego hace los “remates” interpretativos de este trabajo. A veces es el analista, a veces el paciente. Eso resulta indiferente, con tal que los efectos puedan tener lugar. Es un trabajo que se hace entre los dos; que es la situación que supone la palabra: hablar y escuchar. Si bien es el paciente quien mayormente habla, su palabra no se sostiene sino en la escucha de un analista. Y el analista no es solamente alguien que escucha, sino que también habla, dice. Aquí toma relieve la pregunta: cada vez que el analista sale del lugar de oyente silente para hablar, ¿eso que dice es una interpretación, o algo que aspira a serlo? Sí y no. O es un problema menor. Lo que sin duda hace escuchando y hablando es contribuir al trabajo interpretativo.
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La cura por la palabra no supone otra cosa: decir algo que ayude, alivie, oriente, despeje, transforme, re-anude, invente; incluso –o sobre todo– ante lo imposible, lo incurable, lo injusto, lo inexorable; una palabra que permita tomar posición para aceptar, asumir, procesar, elaborar, resistir o luchar.
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El trabajo interpretativo se realiza a partir y sobre un material, que en psicoanálisis se llama material psíquico; que proviene de la palabra del paciente. Desde que alguien pide ayuda, hablar o se presenta bajo alguna forma de sufrimiento incluso muda, lo que se da a ver y escuchar ingresa al campo analítico a título de material.[2]
La función analítica tiene en relación con este material dos polos: recibir comunicaciones y hacer o dar “devoluciones”. Entre estas devoluciones podemos contar preguntas, señalamientos, gestualidades y desde ya también lo que podríamos llamar “interpretaciones simbólicas”, en el sentido de elaboraciones que dan cuenta de sentidos latentes en relación con un síntoma o formación figurativa de lo inconsciente.
En un sentido muy amplio podemos pensar que el trabajo interpretativo consta de dos partes fundamentales: la producción de material psíquico y el procesamiento de dicho material. La sola producción de un material no tendrá en sí grandes efectos, más que alivios catárticos, que son ante los modos de sufrimiento actuales cada vez menos desdeñables.
El procesamiento del material, por otro lado, no será eficaz tampoco con un escaso, incompleto o pobre material. Esto constituye una dialéctica porque lo decisivo es ver que el mismo trabajo de procesamiento del material psíquico tiene como efecto la producción de nuevo material.
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Para aprehender en un sentido más estructurante la función interpretativa, no conviene concentrarse en las “interpretaciones simbólicas” sino en el polo receptivo del material. Si se advierte, la idea de un polo receptivo o de una pura recepción es inimaginable. El mismo acto de recibir o escuchar supone ya –aunque de maneras sutiles– efectos de devolución. Por eso Ulloa llegó a decir que el analista interpreta con su actitud.[3] El acto de escuchar, el modo como alguien escucha, no sólo aloja, sino que a su vez –y por ello– determina y condiciona la palabra del paciente.
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El material psíquico a producirse en el análisis no debe considerarse como algo desordenado o caótico; pero en función de cómo lo alojemos e intervengamos, puede llegar a convertirse en eso. Es más bien una especie de organismo vivo de carácter suspicaz, temeroso e inteligente, susceptible de desplegarse tanto como de replegarse, desnaturalizarse, o alterarse según cómo se lo trate.
Dicho de una manera llana: si como analistas –y por diversas razones esto puede ocurrir– nos encontramos muy desorientados en la lectura del material, avanzamos sobre él con intervenciones antes de tiempo o sin el consentimiento del paciente, nos abocamos al trabajo interpretativo sin atender a las resistencias, las defensas o la transferencia… es muy probable que embarremos mucho la cancha, y se vuelva mucho más difícil, si no imposible el trabajo interpretativo.
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La cuestión de la “devolución” merece una atención especial. Existe una caricatura de las psicoterapias –a la que no escapa el psicoanálisis– que toca potencialmente o por grados a todo analista y paciente: la situación en la que el paciente cuenta su síntoma o sufrimiento y el analista tiene que hacer una devolución, que naturalmente sería la interpretación; ya sea bajo la forma de decir por qué le está ocurriendo eso, de dónde viene, qué quiere decir o cómo se curaría.
En esta caricatura la interpretación no aparece bajo la forma de un trabajo sino de una demanda del paciente; que resulta por otro lado un subterfugio para rehuir del trabajo, y la posición subjetiva que ello supone. Es pedirle al analista que diga una palabra allí donde el paciente no hará un trabajo.
Que un paciente nos dirija una demanda así, ya sea de modos conscientes o inconscientes y sutiles, nos da un indicador de la posición subjetiva que tiene en relación con el trabajo interpretativo. Y son las situaciones en que se requiere de maniobras transferenciales y semblantes, para que algo de esta posición se mueva en la dirección del trabajo de la palabra.
Es una demanda a la que no respondemos genuinamente, sino a lo sumo bajo la forma de maniobras o semblantes. Esto es, no aceptarla sin más, pero tampoco rechazarla. A veces dar la apariencia o el enunciado de lo que podría ser recibido razonablemente como una “devolución”, pero que en su trasfondo o enunciación no está “respondiendo”, “diciendo qué hacer”, “diagnosticando” ni aplastando el trabajo elaborativo posible del sujeto. A veces puede tener un contenido más o menos vacío, aunque formalmente cuente como “devolución”, permitiendo salir del escollo y re-abrir el tiempo de la palabra, elaboración, próxima sesión, etc. Otras veces podrá tener un contenido más ajustado a lo que según nuestra escucha analítica vaya tocando los puntos de elaboración necesarios del material psíquico.
En este sentido es importante pensar las demandas de los pacientes –preguntas, interpelaciones, consultas de cualquier índole– no como instancias molestas que tienden a sacar al analista del cómodo lugar de su silencio, sino potencialmente como momentos privilegiados de la transferencia donde alguna maniobra y/o movimiento del trabajo interpretativo podrá tener lugar.
[1] Tenemos que considerar a su vez los interjuegos de afectación, dialéctica e incluso límite que estas tres fuentes tienen entre sí. Por ejemplo, las limitaciones de nuestra experiencia que puedan derivarse de las conceptualizaciones e imaginarios disciplinares que tengamos de ella. [2] De manera predominante y tradicionalmente se piensa que este material es aportado sólo por parte del paciente. Quedando como función para el analista trabajar sobre el mismo: alojándolo, separándolo, conectándolo, cortándolo. Pero no debemos hacernos de esto una imagen disociada y rígida, del tipo: el paciente aporta el material y el analista lo interpreta. Ante algunas formas de presentación subjetivas, por diversas razones afectadas en la posibilidad de producir y elaborar este material, o simplemente en coordenadas específicas de cualquier análisis, el analista participa en grados variables aportando material; por ejemplo, la introducción de una palabra no usada o dicha por el paciente hasta ese momento. [3] Muchos analistas post-freudianos de tradición inglesa y francesa elaboraron antes que Lacan el concepto de actitud del analista: actitud profunda, interna o inconsciente del analista. En un sentido muy próximo al que después le dará Lacan a su deseo del analista. Traducido a Lacan, se entiende también la idea: el analista interpreta a partir de su deseo, sin necesidad de emitir palabra. De allí también que haya formulado que el discurso analítico es primero un discurso sin palabras o que no requiere de la palabra para sostenerse. A la inversa, es la palabra lo que podrá sostenerse desde el deseo.
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