En el siguiente texto del Dossier Psicoanálisis y Modernidad, el autor se pregunta acerca de los límites disciplinares, tanto conceptuales como institucionales, del psicoanálisis, reflexionando sobre la impotencia constitutiva respecto a la intervención sobre las determinaciones no individuales. Para ello, retoma un nexo posible entre psicoanálisis y marxismo desde un tipo de relación signada por la suplementariedad.
*Omar Acha
Escribo en el registro del comentario. Lo hago a propósito de un texto de Pablo Tajman, “¿Dónde empieza y dónde termina el psicoanálisis?”, en parte como reacción al mismo, en parte como oportunidad para desplegar mis propias meditaciones. No son las de un analista o trabajador de la salud mental. Leo y comento el texto, para pensar más allá de él, a la luz de mis preocupaciones de un libro en curso sobre psicoanálisis y marxismo, prolongación de las Encrucijadas publicadas hace ya un lustro.
La pregunta de Tajman involucra a las fronteras del psicoanálisis. Por un lado se encuentran las fronteras propiamente teóricas o conceptuales. Son las que caracterizan a la dimensión epistémica de la invención freudiana (decir “epistemología” sería en mi opinión demasiado fuerte, debido a la colocación enteramente singular del psicoanálisis en el campo de la ciencia). Por otro lado se encuentran las institucionales y políticas. Paso a plantearlas en ese orden. En primero a propósito de la relación con la filosofía, el segundo a propósito del marxismo.
El dispositivo psicoanalítico tuvo y tiene una relación difícil con la filosofía. Pues si filosofías hay muchas, y el qué es la filosofía es quizás su pregunta esencial, un rasgo característico consiste en la premisa de la razón pública. Con esto enfatizo que no es el uso interno o individual de la razón, sino su exposición al examen ajeno, el característico de la praxis filosófica.
La filosofía argumenta, sigue el hilo de razonamientos, distingue y deduce. La opacidad semántica es el enemigo fundamental de la filosofía. Su horizonte es la claridad conceptual. Para esa claridad es preciso extraer el concepto de la historicidad radical, incluso si se reconoce la emergencia histórica de una conceptualización. El surgimiento del razonar se pliega sobre sí mismo, se sobrepone a la emergencia situada y relativa para conquistar una estatura discursiva nueva. De allí que una filosofía radicalmente historicista se encuentre siempre dislocada de la filosofía tradicional. Nombres del historicismo filosófico son Friedrich Nietzsche y Michel Foucault. En ambos hallamos el reverso de la filosofía, sus penumbras.
La ajenidad del psicoanálisis con la filosofía no es “historicista” en el sentido recién señalado. En Freud la prevención contra el proceder filosófico proviene de una distancia con el conciencialismo que hallaba como su premisa ineludible. Es notorio que cualquiera de las dos tópicas freudianas colisiona con una idea de la filosofía como saber de las ideas, sea que se presupongan como en Platón o se conquisten tras una heroica reflexión como en Descartes y en Hegel. Pero hay aún otra justificación de la antifilosofía en Freud: la primacía de la práctica, esto es, de la clínica, a la que se subordina el desarrollo teórico de la conceptualización. La “metapsicología” carece de una lógica de validación interna, abstracta, puramente teórica. La teoría, en tal sentido, se subordina a la singularidad de la clínica. Por eso la pregunta de Tajman puede enunciarse también como la de cuál es la frontera de la clínica, es decir, donde se terminan las condiciones actuales en la “transferencia”.
Pero hay otra objeción freudiana a la filosofía. Ésta fracasa ante la vigencia de la vida pulsional, hasta cierto punto controlable en la oscilación de represión y sublimación, pero finalmente rebelde ante las pretensiones de su domesticación. De allí que el psicoanálisis fuera incompatible con la aspiración filosófica a sostener una “visión del mundo”. La impugnación psicoanalítica de las “visiones del mundo” se trasladó a las pugnas internas del mundo psi. Así sucedió cuando se enfrentaron Freud y Jung, o cuando Lacan se opuso al revisionismo freudiano de posguerra. Al respecto, regreso al texto de Tajman y al que es en mi opinión uno de los pasajes más significativos. El autor discute la oclusión de las prácticas de incesto y abuso sexual intrafamiliar que, como es conocido, es un momento crucial en el desarrollo histórico del psicoanálisis. Es aquel instante fundacional en que Freud descree de su anterior “Neurótica” y desplaza el enfoque a la “fantasía inconsciente”. Y aunque Freud no descartó universalmente la realidad de una experiencia traumática, el hecho de que la fantasía generase consecuencias psíquico-emocionales efectivas condujo a un olvido de la pregunta fundamental de la “Neurótica”. Más allá de esa discusión, lo que se enuncia es la limitación del espacio e incumbencia de la clínica, ese territorio que sería el más propio de la práctica analítica. Se trata de una formulación que conduce a lo social y a lo político. Tajman acierta al plantearlo, no como una interrogación específicamente política, sino a propósito de los límites para el quehacer específico del psicoanálisis:
“pasar por alto la posibilidad de intervenir sobre las condiciones sociales de producción de violencias recurrentes nos marca límites muy altos, asfixiantes, empobreciendo severamente los efectos de nuestras intervenciones, que quedarán estrictamente confinadas a lo individual, al caso por caso de ninguna generalidad, mejor dicho, de una generalidad que ya no podremos leer, aunque nos determinará, por eso mismo, mucho más fuertemente”.
La exigencia de pensar y actuar superando el recorte individual, que en sí mismo parece separarse de lo social para instalar una experiencia singular, se anuda con “violencias recurrentes” ligadas a condiciones sociales sobre las cuales se carece de capacidad de acción. Esa impotencia es constitutiva del psicoanálisis y marcó un sector de sus disidencias, a menudo por izquierda. Se observa en la emergencia del “freudomarxismo” de las décadas de 1920 y 1930 y en las fracturas de la década de 1960, particularmente después de Mayo de 1968, que también hallaron soporte en una cierta lectura de Marx, en las rupturas planteadas por Plataforma Internacional en el congreso psicoanalítico mundial reunido en julio de 1969, en Roma.
El Anti-Edipo no fue ajeno a ese clima político e intelectual, tal como lo revela el título de la obra mayor que lo contenía: Esquizofrenia y capitalismo. Tanto en Otto Fenichel y Wilhelm Reich, como en Félix Guattari, se trató tanto de una crítica de las prácticas como de las categorías del psicoanálisis. El saber freudiano requería ser despojado de sus deudas fundacionales con el orden burgués. El que esa tarea fuera enunciable desde el interior del discurso psicoanalítico mantenía la espera de que analítico es accesible a la reforma. Esa es la única posibilidad que quisiera incorporar a este esquema: las autocríticas del psicoanálisis. Pues la crítica externa que lo cancela como dispositivo irrecuperable, hace innecesario un examen inmanente. Desde este último enfoque, lo primero a hacer es olvidar al psicoanálisis.
Ahora bien, el acceso a ciertas interpretaciones del marxismo no fue el único andarivel por donde avanzó la autocrítica del psicoanálisis. Las psicoanalistas mujeres y feministas interesadas en el debate del psicoanálisis freudiano (al que reprocharon su privilegio del Edipo), fueron contemporáneas a las generaciones abiertas al debate marxista. También en los años veinte y treinta del siglo pasado, como en los años sesenta y setenta del mismo siglo, se procedió a denunciar las deudas patriarcales y falocéntricas de Freud y Lacan, sin por eso abandonar en todos los casos el terreno psi.
El nexo posible entre psicoanálisis y marxismo preocupó a Freud en sus ensayos de respuesta al horizonte histórico de la primera posguerra, es decir, al ciclo abierto por la Revolución Rusa de 1917. La actitud de Freud hacia el marxismo fue de rechazo. El límite intelectual del marxismo consistía, según el creador del psicoanálisis, en su ingenua creencia en la posibilidad de modificar una “naturaleza humana” comprendida a propósito de la vida pulsional. En cambio, como “visión del mundo”, el marxismo desoía el carácter trágico, inerradicable, del “malestar en la cultura”:
“Y si bien el marxismo práctico ha desarraigado implacablemente todos los sistemas e ilusiones idealistas, él mismo ha desarrollado ilusiones no menos cuestionables e indemostrables que las anteriores. Espera alterar la naturaleza humana en el curso de unas pocas generaciones, de suerte de establecer una convivencia casi sin fricciones entre los seres humanos dentro de la nueva sociedad, y conseguir que ellos asuman las tareas del trabajo libres de toda compulsión. Entretanto, traslada a otros lugares las limitaciones pulsionales indispensables en la sociedad y guía hacia afuera las inclinaciones agresivas que amenazan a toda comunidad humana, se apoya en la hostilidad de los pobres hacia los ricos, de los desposeídos hasta hoy hacia los poderosos de ayer. Pero semejante transformación de la naturaleza humana es harto improbable” (Nuevas lecciones de introducción al psicoanálisis).
Freud oponía así un universalismo, planteado en su vocabulario como “naturaleza humana”, al historicismo voluntarista del marxismo. O lo que es lo mismo, a la utopía de un paraíso recobrado en que cesarían los conflictos, sean individuales o sociales. Y debe admitirse que si el marxismo fuera lo que Freud entendía por él, su condena estaría justificada. Sin embargo, hay otra posibilidad: la de comprender el marxismo como una teoría crítica de la sociedad actual, sea que la denominemos moderna o capitalista. Esto entraña al menos dos consecuencias: 1) el marxismo carece de conceptos positivos, extrahistóricos, y es él mismo un producto de la experiencia social contemporánea; 2) las formas del discurso resultan de un proceso social enajenado, que Marx llamó “lógica del capital”, cuyo alcance es más que económico, es propiamente social.
Marx desarrolló su obra madura, publicada solo en parte, como una “crítica de la economía política”. Eso implica que no defendió ninguna ontología emanada de una meditación o convencimiento. Es imposible hallar en Marx, algo así como la “vida” en Nietzsche o la “diferencia” en Derrida, es decir, nociones extra-históricas. De un modo al principio muy llano, Marx leía textos económicos y extraía resultados de lo que se revelaba en las contradicciones y limitaciones de los mismos. Pero si esa lectura “crítica” realizaba descubrimientos para la comprensión y cuestionamiento de la sociedad había en ella una premisa: las formas del discurso más agudas (por ejemplo en David Ricardo para la economía, en Hegel para la filosofía) expresaban en sus especificidades la vigencia de formas sociales de las que surgían. El origen a menudo apologético respecto de las experiencias concretas de las que emergían no impedía una lectura “dialéctica” de Ricardo y Hegel, en el que las contradicciones inherentes en el plano discursivo habilitaban una crítica radical de la sociedad. Por eso eran innecesarias premisas esencialistas como las de una humanidad originaria, de un proletariado por definición revolucionario o una Historia necesariamente conducente al comunismo. Que esos esencialismos hoy desacreditados efectivamente participaran de la historia del marxismo es parte de su tragedia. Tampoco la crítica marxista, como no lo es el psicoanálisis, es esencialmente “subversiva”. Pero hoy si hay lugar para un marxismo tras la “crisis del marxismo”, es el de una teoría crítica de la sociedad con los rasgos ya mencionados.
El concepto de una lógica del capital ya no es solo económico, pues interesa a dimensiones múltiples observables en la vida cotidiana. Todo es subsumible al capital, sin que eso involucre una totalidad homogénea y cerrada. De hecho, el capital está permanentemente apropiándose de cuerpos y territorios, de ideas y experiencias, en su sed de acumulación dineraria. Por otra parte, como es un sujeto ciego, posthumano, crea pliegues en los que se cuestiona a sí mismo, generando anticuerpos, no siempre controlables.
La apropiación capitalista de la experiencia social fue esencial para el desarrollo del psicoanálisis. La producción del individuo, derivado de la forma salarial del trabajo, fue condición de posibilidades de su generalización (que ciertamente los estudios sociales y antropológicos siempre matizan, no solo en sociedad no occidentales), con sus incertidumbres emocionales, la crisis de la figura paterna, la pregunta por la “sexualidad”. El sueño, esa vía real para lo inconsciente, ha sido reorganizado por el trabajo asalariado, por la explotación laboral que exige una dedicación total y alerta, en vigilia, es propia de la sociedad urbana y regida por el capital. El soñar y el trabajo asalariado son inseparables. La generalización del dinero, derivado de la universalización de las mercancías, es decisiva en la constitución de una profesión psicoanalítica y en las formas de subjetividad mercantiles que habitan la clínica y las instituciones psi. Por eso, pienso que sin arbitrariedad ideológica una formación en la teoría marxista puede añadirse a los múltiples saberes recomendados por Freud en su texto “¿Pueden los legos ejercer el análisis?”.
El propio Freud abre un más allá del psicoanálisis con la noción de “series complementarias”, que involucra la imposibilidad de su clausura interna como cuerpo de saber radicalmente autónomo. Las series complementarias introducen la diversidad de temporalidades inherentes, conflictivamente, en una clínica henchida de lo que en el aquí y ahora de la transferencia la proyecta a varias líneas del pasado y del porvenir, pero también a la complejidad de una experiencia irreductible a la “regla fundamental”. E incluso si se defiende esa regla como precondición de la práctica analítica, dicha precondición no agota la totalidad de las dimensiones actuantes en dicha práctica. De tal manera, el psicoanálisis resigna su lugar de Verdad. Reconoce su relatividad y su precariedad teórica constitutiva. Sus conceptos resignan la pretensión de universalidad ahistórica, sin por eso redundar en un historicismo pre-teórico.
En las últimas décadas ha prosperado cierta afición a conectar psicoanálisis (en general lacaniano) y marxismo (sea estructural o dialéctico), bajo el régimen de la analogía y la homología. Un filósofo esloveno con una escritura fluida e irreverente favoreció la multiplicación de equivalencias conceptuales entre dos dispositivos de saber, uno vinculado a lo inconsciente, otro a la lógica del capital, resultando en forzamientos nocionales evidentes. Es una dificultad que acompañó con frecuencia al freudomarxismo, pero hay excepciones que todavía merecen nuevas lecturas, como en el injustamente desacreditado freudismo de Herbert Marcuse y en Félix Guattari. Aunque la lectura de Slavoj Zizek tiene interés, un retorno a la discusión de posibles vínculos entre marxismo y psicoanálisis requiere poner en cuestión las complacencias teóricas que el lacanismo zizekiano revistió como riguroso examen conceptual.
Actualmente me encuentro desarrollando el concepto de suplementariedad para repensar y exceder la equivalencia o complementariedad entre psicoanálisis y marxismo. En efecto, la equivalencia zizekiana es insostenible a menos que se presuponga de antemano aquello que se desea argumentar. De hecho, las razones defendidas por la complementariedad residen o bien en atribuciones formales o en la dudosa autoridad de Lacan al afirmar en un par de lugares que “Marx inventó el síntoma” y el “plus-de-goce” en clave de “plus-valor”. Me interesa más bien pensar la suplementariedad como apuesta, como encuentro fallido, como coitus interruptus.
La suplementariedad es un acontecimiento. El marxismo acude al psicoanálisis (y a cierta lectura del psicoanálisis) para neutralizar su objetivismo o su economicismo. El psicoanálisis lee el marxismo (y una lectura singular del marxismo) para exceder sus deudas teóricas y prácticas con el mundo burgués del que es una expresión contradictoria. Las situaciones, temporalidades, desafíos y asimetrías que atraviesan la apuesta por la suplementariedad son demasiado complejas para aquilatarlas en la fórmula facilista y, hay que decirlo, inverosímil, de la complementariedad.
Por estas razones, si la lectura del texto de Pablo Tajman me sugirió la conveniencia de retomar de nuevas maneras las intuiciones que movieron a freudomarxistas y lacanomarxistas, quisiera hacerlo bajo el lema de la suplementariedad. Debemos despertar del sueño zizekiano del retorno a la unidad originaria en que se reencuentran las partes extraviadas. Por eso el marxismo como teoría crítica es un suplemento para la discusión planteada. No es por cierto la única teoría crítica en danza, pero entiendo que la lógica de la suplementariedad es quizás el régimen de conceptualización adecuado para subvertir los saberes heredados y sus prácticas concomitantes.
*Investigador principal del CONICET, profesor asociado del Depto. de Filosofía en la UBA, investigador asociado en el Centro de Investigaciones Filosóficas.
Contacto: omaracha@gmail.com
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