Lo que el hospital inscribe mientras se transita
- Lucila Simkin
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En el marco del cierre de las concurrencias por parte del Gobierno de la Ciudad, presentamos esta nota de Lucila Simkin, colega que comparte su experiencia de formación recientemente finalizada en el Hospital Durand. El cierre del sistema de concurrencias, si bien a primera vista parece un movimiento en contra del trabajo ad honorem, produjo la privatización de la formación de psicólogxs en instituciones privadas que ofrecen una "capacitación en servicio" sin la diversidad de dispositivos que ofrecía el sistema hospitalario y muchas veces solo en formato virtual.
por Lucila Simkin *
Mi recorrido
2020. Año de COVID, pandemia, aislamiento, encierro, incertidumbre y duelos. Estudiar para rendir el examen de residencia y concurrencia. Adjudicar a una concurrencia en el Hospital General de Agudos Carlos G. Durand. Así comenzó este recorrido desconocido.
La entrada al hospital es un shock de realidad, encontrarse constantemente con el dolor, situaciones complejas, silencios que atraviesan, desamparo, falta de redes y vacíos institucionales. Creo que el furor curandis con el que llegamos al hospital, junto con la curiosidad y el acompañamiento de los demás concurrentes y supervisores, es lo que nos permite no solo escuchar, sino también hacernos preguntas y pensar.
Siempre digo que el hospital “te curte”, creo que te enfrenta tanto a lo que te gusta como a lo que no dentro de la profesión, y te expone constantemente a situaciones nuevas, lo que ayuda a que cada uno pueda ir trazando su camino. Aun habiendo atravesado crisis profesionales y vocacionales, nunca fue una posibilidad real dejar la concurrencia. Creía que cualquiera sea el camino que quisiera tomar, la concurrencia me estaba ayudando a decidirlo, abriéndome puertas a conocer distintas formas de trabajar.
La construcción de la identidad profesional no se da sólo en un espacio de supervisión, sino también en el contacto directo con las realidades de los pacientes en instituciones de salud pública, un lugar donde como psicoanalista te enfrentas a la complejidad de situaciones límite. Se podría pensar en el hospital como un espacio productor de subjetividad, en tanto vehiculiza saberes y prácticas que no solo intervienen sobre los cuerpos, sino que también inscriben modos de nombrar el padecimiento, de entender la locura, de posicionarse frente al dolor o la vulnerabilidad. En este sentido, el hospital produce subjetividad tanto en quienes allí se atienden como en quienes allí trabajamos. Se inscriben discursos y se regulan modos de habitarlo.
En mi caso, el paso por el hospital contribuyó al armado de mi modo de ejercer y pensar la psicología, a la vez que impactó en mi posicionamiento subjetivo más allá del ámbito profesional, incidiendo en mi manera de percibir la realidad, de interpretar los vínculos y de posicionarme frente a las complejidades del mundo social. El contacto cotidiano con lo crudo de lo real, con la urgencia, con los cuerpos y las historias marcadas por la desigualdad, me obligaron a reconfigurar mis herramientas clínicas, a repensar la escucha y la intervención. Aprendí a estar, muchas veces, sin respuestas, y a sostener el trabajo clínico desde un lugar ético más que técnico. En ese sentido, el hospital no solo fue un espacio de trabajo.
Psicoanálisis en el hospital
Si bien la presencia del psicoanálisis en el ámbito hospitalario es un hecho, interrogar su práctica y sus formas de intervención sigue siendo fundamental.
Al psicoanálisis lo pienso como una praxis, un método, una teoría, una técnica, una experiencia y, sobre todo, una ética. Y así como toda ética, supone un posicionamiento. ¿Cómo nos posicionamos como analistas en un hospital? Tal vez en consultorios externos sea lo más fácil de pensar, ya que el encuadre es similar al del consultorio privado: cuatro paredes, dos asientos, sesiones semanales de aproximadamente 40 minutos. Pero, ¿en interconsulta? ¿En internación? ¿En atención primaria de la salud? ¿Cómo se puede trabajar desde el psicoanálisis? No intentaré dar respuestas cerradas o definitivas a estas preguntas, sino más bien abrirlas y esbozarlas desde la experiencia y el pensamiento compartido.
Una de esas instancias de reflexión fue un debate que tuvimos hace unos meses con Juan Dobon, en una supervisión del taller de radio que estamos coordinando con un equipo de psicoanalistas ex concurrentes/residentes de distintos hospitales. Debatimos sobre qué diferencia a un taller como el nuestro de cualquier otro que no se piense desde un marco psicoanalítico. En primer lugar, los coordinadores damos lugar a que los participantes hablen, digan y expongan con qué quieren trabajar. Se arma un lugar seguro, de confianza y respeto, con ciertas reglas que regulan el espacio. En el recorrido del taller uno deja de lado su “traje de psicoanalista”, sin por eso dejar de escuchar desde esa posición. Luego, en otro tiempo, pensamos en equipo: ahí aparece el psicoanálisis, las lecturas psicoanalíticas sobre lo que sucedió.
Desde mi experiencia, considero que un dispositivo grupal posibilita algo que en el uno a uno no sucede. En primer lugar, es un dispositivo de socialización, donde hay normas a respetar, pero también un margen de elección y decisión propia, sin imposiciones. En contextos de mucho aislamiento y caída de los lazos sociales, se ofrece la oportunidad de renunciar a algo pulsional propio en pos de algo común y vincularse con otros, encontrándose con otras versiones de otros posibles. La radio funciona como marco organizador de ese entramado. A la vez, en relación con la dimensión deseante, no tenemos otra manera de constituirnos que en relación al deseo del otro: es allí donde surge la primera célula de deseo de deseo. El deseo de uno puede actuar como causa de deseo en otro.
Este tipo de intervenciones nos invita a repensar qué significa “alojar” al otro desde el psicoanálisis en contextos institucionales. En esa línea, Aida Perugino (2024), realiza una reflexión sobre la hospitalidad y la ética del psicoanálisis. Parafraseando a Emmanuel Lévinas explica que la hospitalidad “es un gesto, una invitación, es el acogimiento del rostro del otro, de lo otro en uno. Es hacer lugar. Alojar lo otro produce un desalojo interno, sin el cual lo otro no sería posible. Alojar a un sujeto es alojar un vacío, es lo contrario al asistencialismo. (...) Anne Dufourmantelle nos cuenta que ‘invitación’ en hebreo, es equivalente a ‘fabricar tiempo’. Alojar es fabricar tiempo”. Es decir que parte de nuestra posición analítica es no imponer, no hacerle creer que el rescate lo tiene uno, sino invitar a que el sujeto pueda advenir. Alojar, entonces, es habilitar la emergencia de lo singular, incluso en contextos en los que parecería no haber lugar para eso. Es en este punto donde el psicoanálisis en el hospital propone muchas más aperturas que cierres y en muchas ocasiones la tarea no es más (ni menos) que introducir otra lógica posible que toque historias coaguladas. Así se podrá instaurar otra manera de pensar por fuera del sentido común y lo racional, para poder escuchar más allá de lo que se dice. Habilitar la idea de que la historia no te determina, trabajando para que pueda armarse otra narrativa, ya que es una lectura de los hechos y puede renovarse. Si algo de esto ocurre, se podría decir que el psicoanálisis es una experiencia que toca y crea marcas en el cuerpo.
Pero esto no es sin tensiones. Uno de los mayores desafíos del psicoanálisis en el hospital tiene que ver con que introduce un discurso muy distinto al médico hegemónico, que predomina en las instituciones de salud. Mientras que nosotros trabajamos caso por caso, sin programas ni recetas universales, el paradigma biomédico tiende a clasificar, a diagnosticar y a aplicar protocolos. Estas diferencias hacen que muchas veces el trabajo de interconsulta sea más con el equipo médico que con el paciente en sí.
Esta tensión no es nueva. Freud, en 1919, ya advertía sobre la necesidad de abrir espacios analíticos en hospitales públicos, y también sobre los obstáculos que esto implicaría:
“Y que las neurosis no constituyen menor amenaza para la salud popular que la tuberculosis, y por tanto, lo mismo que a esta, no se las puede dejar libradas al impotente cuidado del individuo perteneciente a las filas del pueblo. Se crearán entonces sanatorios o lugares de consulta a los que se asignarán médicos de formación psicoanalítica, quienes, aplicando el análisis, volverán más capaces de resistencia y más productivos a hombres que de otro modo se entregarían a la bebida, a mujeres que corren peligro de caer quebrantadas bajo la carga de las privaciones, a niños a quienes sólo les aguarda la opción entre el embrutecimiento o la neurosis. Estos tratamientos serán gratuitos. (...) Cuando suceda, se nos planteará la tarea de adecuar nuestra técnica a las nuevas condiciones”.
Efectivamente, en el contexto de un hospital público nuestras técnicas no son las mismas. Como señala Pablo Tajman (2023), somos agentes clínico-políticos, ya que trabajamos en red, con otras disciplinas, con saberes múltiples. El sujeto que consulta no llega únicamente por un conflicto intrapsíquico; llega como parte de una trama social, con marcas, violencias, carencias y también con recursos y potencias. Por eso el psicoanálisis no lo es todo, ni hay que descartarlo. Necesitamos construir puentes, intercambiar con otros discursos. “Quizá importe, aunque no alcance, pensar siempre al psicoanálisis como los psicoanálisis, lo que conlleva posibles vínculos entre los mismos” (Tajman, 2022), y agrego: posibles vínculos con otros saberes.
Hacer lugar a lo comunitario
En el campo de estos otros saberes, me detendré en lo comunitario. Pienso lo comunitario no solo como una forma de intervención, sino como una ética de base, que implica mirar al otro como igual, como persona antes que como paciente o usuario de un sistema de salud. Desde allí, se trata de no imponer nuestros saberes o nuestra moral, sino de ofrecer un lugar donde el otro pueda hablar, decir, y sobre todo escucharse.
La importancia de lo comunitario en el hospital en primera instancia tiene que ver con el ofrecimiento de un lugar cuidado. Donde usualmente la gente llega desamparada y sin una red armada, la grupalidad, la construcción de lazos y la posibilidad de saber que no están solos, es parte fundamental en un tratamiento.
Lo comunitario no se reduce a un dispositivo específico, sino que puede encontrarse en múltiples formas: en los talleres grupales de salas de internación, en hospitales de día, en centros de atención primaria como los CESACs, o en organizaciones sociales y comunitarias que se encuentran en los márgenes hospitalarios. Cuando el Estado —responsable de garantizar derechos— no llega, estos espacios muchas veces suplen con creatividad, presencia y sostén parte de lo que falta. Sabemos que no todo se puede: que no vamos a resolver con nuestra intervención las urgencias habitacionales, la falta de comida o el desempleo. Pero sí podemos ofrecer un lugar, y eso no es poco.
Quiero aclarar que no me refiero a lo comunitario como un espacio exclusivo para quienes más carecen de recursos materiales o pertenecen a clases sociales más bajas. También se puede ejercer desde la psicología comunitaria con personas de clase alta, porque el estigma de locura nos afecta a todos sin distinción de clase. Se trata, más bien, de construir un vínculo que restituya algo del lazo social, que habilite un modo de vivir más autónomo, siendo protagonistas de sus decisiones y elecciones.
Parte de mi quinto año de concurrencia roté en una institución que trabaja con madres y padres adolescentes. Es un espacio pensado desde una perspectiva de derechos, donde las adolescentes (en su gran mayoría mujeres) están, preguntan, aprenden, se forman como personas y reciben compañía en ese momento tan difícil para atravesar en soledad. Se trabaja de manera grupal y también se realizan seguimientos individuales. Dicha institución habilita un lugar, pero no solo un lugar físico en el que encontrarse, sino también un lugar que apuesta a que la subjetividad pueda desplegarse, donde algo de lo propio puede aparecer a partir de un nuevo modo de ser mirado, en la libertad de elegir sus recorridos y de preguntarse por lo singular, por el deseo y por sus intereses. Para que un trabajo real sea posible en ese contexto, es necesario poder lograr la paridad justa con la adolescente: una paridad que no es simetría, sino la distancia ética que permite el respeto, la confianza y el cuidado. Desde ahí se pueden transmitir límites sin violencia, que no se marquen desde la imposición. En ese sentido, creo que la institución también funciona como una madre suficientemente buena, en palabras de Winnicott (1965): una que sostiene, regula, ofrece un entorno seguro, marca límites con firmeza pero de manera amorosa, y habilita al otro a descubrir sus propios recursos.
Considero que la ternura es una herramienta esencial para poder realizar nuestro trabajo, un freno ante el desamparo que permite ofrecer un espacio donde el otro se sienta reconocido en su humanidad. A través de ella se posibilita un nuevo modo de enlazarse, ocupando un lugar distinto en el otro, un lugar de deseo no anónimo, donde el sujeto no es reducido a su padecimiento. Pienso la ternura como una forma de sensibilidad compartida, que no se limita a “ponerse en el lugar del otro”, sino que permite ubicar de qué padece, reconociendo su singularidad y su historia. En este gesto se abre también la posibilidad de que el sujeto despliegue su potencia, sus recursos y posibilidades, que muchas veces permanecen silenciados por los modos históricos de abordaje de la locura y el estigma asociado. En este sentido, se vuelve necesario pensar el concepto de recuperación, no como un simple retorno a un estado previo, sino como un proceso continuo, no lineal, donde el sujeto asume un rol protagónico en la construcción de su propio camino (Agrest y Druetta, 2020). “Recuperarse”, entonces, implica ensayar respuestas posibles a la pregunta por cómo vivir una vida más vivible para cada quien, promoviendo experiencias de cambio que trascienden la mera remisión de síntomas o la funcionalidad adaptativa, para abrir paso a una existencia más auténtica y habitada desde el deseo.
Psicoanálisis comunitario
Solo el deseo puede leer el deseo - Félix Guattari
Y como ningún deseo es neutral, es necesario reconocer el lugar que tiene el nuestro como analistas.
Partiendo de esta premisa, resulta indispensable pensar el psicoanálisis no como una práctica aislada del mundo, sino como una praxis situada, atravesada por lo político y lo social. Ulloa (1995) ya advertía que el profesional siempre actúa desde su condición política, entendiendo a ésta como inherente a su condición de sujeto social. En esta misma línea, Pablo Tajman (2023) sostiene que el psicoanálisis siempre conlleva una práctica política, lo sepamos o no. Por eso, más vale elegirla. No se trata solo de una elección teórica, sino de un posicionamiento que se expresa en las intervenciones concretas, en los dispositivos que armamos, en las formas de alojar al otro y, fundamentalmente, en cómo nos dejamos afectar y transformar por el encuentro. Elegir esa dirección implica salir del purismo identitario y permitirnos habitar una tensión entre el psicoanálisis y lo comunitario, sin reducirse a uno u otro. Más que elegir entre dos posiciones, se trata de crear un puente entre la práctica clínica y el trabajo territorial, que habite la incomodidad entre lenguajes, sin buscar un punto de cierre, sino produciendo nuevas preguntas, que no se agote en el consultorio, ni se desdibuje por completo en la acción social.
Tal como describe Velarde (2020), creo que es necesario estar dispuesta a abandonar la comodidad del consultorio y pensar que el vínculo analítico se puede gestar y sostener fuera de él. “Me gusta pensar que el consultorio psicoanalítico no es un bien inmueble, sino trasladable y con una gran capacidad de adaptación a las circunstancias -como una carpa o casa de ‘camping’, que se monta y desmonta para cumplir con su función” (Velarde, 2020).
Así, el psicoanálisis comunitario no renuncia a su especificidad, sino que la expande. Su potencia reside en su plasticidad, en su posibilidad de generar intervenciones que no respondan a moldes preestablecidos, sino que se construyan con el contexto y los sujetos implicados. No hay una única forma de hacer psicoanálisis comunitario, pero sí una lógica: la de alojar sin imponer, de intervenir sin anular, de escuchar allí donde no hay demanda clara, pero sí un llamado. Y tal vez sea en esa apuesta donde se pone en juego lo más ético del acto analítico: la decisión de no abandonar al sujeto a su padecimiento, ni reducirlo a un síntoma, sino de acompañarlo a reconfigurar su historia desde un lugar otro. Una historia que ya no se narra desde el déficit, sino desde la posibilidad.
Continuará…
La palabra concurrir, según la RAE, remite a juntarse, coincidir o reunirse en un mismo lugar o tiempo. La concurrencia, entonces, no es solo un sistema de capacitación en servicio y formación profesional ad honorem, sino también un encuentro —y muchas veces, un desencuentro—. Es un movimiento: un ir, y venir, un dejar algo y llevarse otra cosa. Una práctica que no se agota en la adquisición de herramientas técnicas, sino que deja marcas en la subjetividad misma de quien transita ese recorrido.
Y ahora que me encuentro cerca del final de este recorrido institucional, me llevo nuevas preguntas. ¿Por dónde seguir? ¿Cómo sostener estos espacios de diálogo, que inciten el pensar, debatir y compartir con otros sin el marco institucional que me sostuvo estos cinco años? ¿Cómo construir nuevas formas de acompañarnos?
Porque si algo quedó claro para mí en estos años es que el hospital no solo produce subjetividad en quienes se atienden allí: también lo hace en quienes trabajamos. Se modifican las formas de escuchar, de intervenir, de pensar, pero también de mirar el mundo. La comunidad no construye tanto en el vínculo con los pacientes como en el trabajo con colegas, en los intercambios cotidianos, en la posibilidad de pensar juntos, de equivocarnos y de sostenernos.
Hoy, al final de este recorrido, no cierro con una conclusión, sino con una apuesta: que sea posible seguir practicando un psicoanálisis ético, situado y permeable al lazo social. Un psicoanálisis que se deje afectar por el afuera, y que, desde allí, encuentre nuevas formas de hospitalidad, de escucha y de acompañamiento.
* Lucila Simkin. Lic. en Psicología (UBA). Psicoanalista. Ex-concurrente del Hospital Durand. Psicóloga referente en el REC (Recuperación En Comunidad) en Proyecto Suma.
Bibliografía
-Agrest, M., & Druetta, I. (2011). El concepto de recuperación: La importancia de la perspectiva y la participación de los usuarios. Vertex: Revista Argentina de Psiquiatría, 95, 56–64.
-Bleichmar, S. (2003). Acerca de la subjetividad [Conferencia]. Rosario, Argentina.
-Dimartino, A. (2020). La escucha psicoanalítica en el ámbito del hospital público. Lecturas. Psicoanálisis y salud mental, 18(1), 115–123.
-Freidin, F. (2019). El trabajo psicoanalítico en contextos comunitarios, institucionales y de vulnerabilidad psicosocial.
-Freud, S. (1919). Nuevos caminos de la terapia psicoanalítica. En Obras completas (Vol. 17, pp. 157–168). Amorrortu Editores.
-Pavelka, G., et al. (2017). Psicoanálisis, transferencia y posicionamiento comunitario.
-Perugino, A. (2024). Si la hospitalidad es la ética, lo urgente es el sujeto. En A. Pirroni, A. Argento, D. Algaze, J. Recalde, J. P. Pinto Venegas, L. Costantini, M. Murillo, M. Scokin, T. San Miguel, V. Buchanan, & V. Caamaño (Eds.), Huellas #8. Psicoanálisis y territorio (pp. 257-261). Brueghel.
-Tajman, P. (2022). El pensamiento técnico: un modo de (re)politizar lo inconsciente. Revista Froi.
-Tajman, P. (2023). ¿Dónde empieza y dónde termina el psicoanálisis? Revista Froi.
-Ulloa, F. (1995). Novela clínica psicoanalítica. Historial de una práctica. Paidós
-Winnicott, D. W. (1965). El proceso de maduración en el niño.
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