El poder nos infiltra negando lo «político» y recurriendo al llamado «sentido común» o a las adjetivaciones morales como modos de invisibilización.
Con posterioridad a la segunda guerra mundial, la política queda marcada como una lucha por la «libertad» de los pueblos. Desde esa perspectiva el triunfo sobre el nacionalsocialismo se transforma en una lucha contra todo «totalitarismo», que es el modo en que se designa desde el capitalismo a toda política económica que no sostenga como eje principal la «libertad», no tanto la de las personas sino la de los mercados, la de los capitales, la de la acumulación del capital que debe «circular» libremente, fluir, pero siempre en un mismo sentido que es el de la concentración. La libertad es para la concentración de la riqueza y desde allí se «inventaron» nuevas metáforas. Por ejemplo, la conocida teoría del «derrame», que supone que cuando la concentración de riqueza llega a altos niveles comienza a «derramar» algo sobre el resto de la población. Consiste en que todos los que no constituyen el sector privilegiado, puedan recibir algún beneficio como resultado de los negocios del poder. Estamos hablando de las mayorías.
Pero si alguna habilidad tiene este capitalismo fuertemente concentrado es la de conseguir que sectores que no se ven favorecidos por esa acumulación, defiendan y luchen por esa «libertad» del capital. En otras épocas, reyes y señores feudales consiguieron, que aún fuera de sistemas democráticos, vastos sectores pauperizados paguen sus impuestos no solo a través del terror, sino también por amor a su amo, que los salvaría del demonio, del caos o de la ira de dios. Este orden, el de la concentración de la riqueza, que propugna la «libertad» del capital, es un orden profundamente conservador. Conserva la concentración del capital, conserva el poder, no lo comparte ni lo distribuye, es profundamente anti igualitario. Sostiene las jerarquías y las diferencias de clase que el capital otorga, y básicamente se opone a cualquier proyecto que apunte a la redistribución de la riqueza y/o del poder. En este sentido, esta época que nos toca vivir ha puesto de manifiesto no sólo la profunda inequidad de la distribución de la riqueza donde el 1% de la población mundial posee el 82 % de la riqueza global sino también todos los procesos de destrucción ambiental, calentamiento, contaminación y sobreexplotación de los recursos naturales, combinados con un sistemático desinterés en políticas públicas en favor de mejorar las condiciones de vida de la población. Estos procesos nos vienen trayendo a la crisis que estamos viviendo actualmente.
En este marco, en nuestro país, como en el resto de Latinoamérica, el poder económico se organiza en partidos políticos con vistosos nombres que apuntan no sólo a conservar todos los privilegios del capital concentrado, sino que para hacerlo recurren a habilidades comunicacionales muy sofisticadas. El partido en cuestión en Argentina se llama «Cambiemos», nombre gracioso porque 70 u 80 años atrás se hubieran llamado como lo que son, conservadores. Se trata de conservar el poder y la riqueza, y se trata de que la «cosa pública», la República, esté al servicio de sus intereses, por ejemplo, los de los agroexportadores. Los dueños de la tierra y de los granos quieren retener todos los controles de su negocio, los puertos, la subfacturación de lo que se exporta, que no se les cobre impuestos etc., etc. Una política fuertemente conservadora, donde los «dueños de la tierra» y de los medios de producción sigan siendo los dueños de La República, de su República. Estos conservadores hacen política y llevan adelante sus políticas y defienden la «libertad» de que nadie afecte sus negocios ni sus ganancias. Ni el poder ejecutivo, el legislativo o el judicial deben meterse con ellos. La libertad que defiende su política es la de mantener una profunda desigualdad.
Lo que quiero decir es que no son malos, ni tampoco buenos. No se trata de una cuestión moral. Insistir con su perfidia es quedar entrampados en el juego de las valoraciones, que se vienen utilizando en occidente para hacer política. Desde una perspectiva política, no es adecuada la valoración de lo bueno y lo malo. Básicamente, porque esos ideales de bondad y maldad son instaurados desde el poder. Como ha escrito Litto Nebia, «si la historia la escriben los que ganan, eso quiere decir que hay otra historia». Sabemos que hay múltiples historias que se escriben desde la pertenencia social y subjetiva del que la relata. Los movimientos conservadores, por ejemplo, son los mismos que en otras épocas han recurrido a dictaduras asesinas para imponer su orden, siempre disfrazados de libertadores y protegiéndonos del comunismo ateo. Últimamente, más sofisticados, han apelado al golpe blando, o al control de los medios, los servicios de inteligencia y al poder judicial para protegernos de los «populismos». Son un sector minoritario, con enorme poder económico y real que apela a todos los medios posibles para llevar adelante su política y para sumar a sectores a su lucha.
Su lucha es la de conservar y aumentar privilegios, pero no la pueden presentar como lo que es, ya que resultaría impopular. La presentan como una gesta de liberación y de cambio, cuando en realidad es de conservadurismo y de obediencia. Para ello tienen la habilidad de demonizar a cualquier proyecto político que apunte a algún modo de distribución progresiva de la riqueza y a una distribución progresiva de la participación popular en lo político.Cualquier proyecto de este tipo será castigado, acusando a sus líderes o representantes de ser lo peor, feos, sucios, malos, corruptos, lentos, impotentes, seniles, depravados, etc. Utilizan una política demonizadora para no explicitar proyectos políticos y económicos. Ni propios, ni ajenos.
No es útil que nosotros los demonicemos, porque esa respuesta especular no visibiliza hacia dónde apuntan sus políticas ni qué consecuencias traerán. No sé trata ni de demonizarlos a ellos, ni tampoco de idealizar a un proyecto por el solo hecho de que intente ser progresista, popular, distributivo o de izquierda. Además de manifestarlo, debe acompañarlo con políticas públicas que efectivicen lo igualitario, lo distributivo. Creo que es útil sensibilizarnos, no responder ni reaccionar especularmente. Se trata de explicitar cuáles son las políticas y proyectos económicos de cada sector, cómo se los realizará y qué participación popular tendrán, para poder decidir cuáles preferimos y cómo vamos a involucrarnos en ellos. Ya no entre buenos y malos o entre lindos y feos. Sino entre proyectos que concentren la riqueza u otros que las distribuyan de diferentes modos. No se trata de adjetivar. Hay que intentar salir del jardín de infantes de lo político, donde se habla todo el tiempo de los buenos y los malos. Hay que llevar la política al campo del lenguaje y de los hechos. Determinar cuáles son los proyectos políticos y económicos que hay en juego, y qué consecuencias tendrán para los diferentes sectores de la población. En el mundo están en juego los mismos conflictos que en América latina y en Argentina. Por supuesto que existen particularidades, pero como pone de manifiesto la pandemia, muertos hay en todos lados, y hay políticas que cuidan o abandonan de diferente modo a sus ciudadanos con diferentes resultados.
Es tiempo de llamar a las cosas por su nombre.
* Psicoanalista, trabajador del CSM N° 3 GCBA. Investigador sobre fenómenos transicionales
Nota publicada originalmente en Notas Periodismo Popular.
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