Emilia ahora puede decir sus celos, pero más importante aún, puede jugarlos. Por un Edipo como uno de los modos de hacer en relación a la terceridad y la alteridad -entre otros posibles- que no esté hecho únicamente de “lenguaje” y entonces, determinado por prácticas históricas, devenga posible de ser jugado de distintas formas y reintegrado a la lucha por mayor justicia social.
A mi hija le da bronca cuando mi novia y yo nos damos un beso. Ahora, a los cinco, ya puede decir que le dan celos y entonces (en actitud vigilante) cuando ve que nos estamos por acercar, corre para evitar el contacto poniéndose en el medio, separándonos con los brazos lo más que su enana estatura le permite.
A veces es gracioso, otras la cosa se cae antes de llegar a un jugar. Hace unos días, en plena escena, le digo: “¿Querés un disfraz de policía?”. Con los ojitos encendidos, grita: “¡Síííííí!”.
Esto ocurre en el día cientonosecuánto del aislamiento por la pandemia, plena vuelta a fase uno en la Ciudad de Buenos Aires, donde el espacio público está plagado de escenas más o menos policiales: desde el vecino que se aleja casi teatralmente de les niñes fuente de contagio, mirándote mal por no haberles puesto su burbuja de plástico, hasta la acción de los polis-no polis de campera celeste que bajan del bondi de mal modo a quien no tiene el permiso actualizado. Lo necesario no quita los buenos modos, agrego.
Volviendo en bici de laburar, paso a buscar el disfraz de clara inspiración federal ochentosa: un chaleco azul con insignia, una gorrita con visera, la tonfa (o “palito de abollar ideologías”) y el handy o walkie-talkie (según decíamos en esos mismos ochenta). Todo de un plástico espantosamente terminado, digno del precio de súper oferta que cobran por el set.
Llego a casa, Emi feliz se pone su traje y baila usando el garrote de batuta al ritmo de Patinetas en Banda. Aparece Mer. La tensión se siente en el aire. Nos acercamos para darnos el besito de “hola, qué lindo verte” y la Oficial detenida en plena danza corre palo en mano a ajusticiarnos.
Ajustamos un poco la intensidad de los golpes y después de jugar un rato, muerta de risa, me pide: “Papi, ¿le das un beso a Mer así te puedo pegar?”.
Hoy a la tarde jugamos a perseguirnos por turnos al ritmo de ese tema de 2 minutos que dice: (ritmo lento) “Estás en el kiosko tomando una cerveza, pasa el tiempo, seguís con la cerveza…(ritmo rápido) descarten los tubos, empiecen a correr, la yuta está muy cerca, no da para correr”,donde primero Emi es -en sus palabras- la “señora toma-birra” perseguida y yo el policía que la corre, y después al revés, y al final de varias repeticiones de la canción ambos personajes se enfrentan. Después de un buen rato de lucha, Emi me dice: “Papi, ¿qué bien que peleo yo, no?”.
***
¿De qué violencia y de qué agresividad estamos hablando? ¿Qué proviene de “afuera” y qué de “adentro”? ¿Qué de lo psíquico y qué de lo social? ¿Es algo siempre “malo”? ¿Es algo “primario”? ¿Es algo “estructural”? ¿Puede pensarse sin un recurso a alguna noción de lo lúdico que haga de las categorías “adentro” y “afuera”, “mente” y “cuerpo” algo menos oponible?
Entiendo que esa violencia-agresividad está compuesta, en parte, por la agresividad que no es completamente distinguible del movimiento espontáneo. Movimiento que puesto en juego en el jugar exploratorio contribuye a hacer del mundo algo que no sea solo proyecciones, a que haya alteridad, a producir la llamada diferenciación yo-no yo. La piedra con la que me golpeo mientras juego, le otre que no confirma todo lo que yo pienso en una conversación, si puedo integrarlos en un hacer creativo, me garantizan que ni todo pasa por mí, ni soy la causa de todo (tanto para bien como para mal) y conforman el registro de hasta dónde llego, de qué puedo y qué no, de cuándo necesito ayuda, sostén, afecto. También conforman la posibilidad de “ponerme” en el lugar del otro (porque se habrá logrado que haya un lugar para mí y otro para el otro) y empatizar con lo que le pueda estar pasando.
Lo anterior podría quedar a cuenta del quehacer con lo pulsional y, por lo tanto, de una invariante antropológica, aunque según la cultura y el momento histórico cambie mucho qué disposición y qué “campo” hay para que dicha agresividad pueda ser puesta en juego de un modo subjetivante. No es lo mismo un parque por el que les pibes puedan correr sin adultos tan cerca y sin riesgo, que las veredas de las ciudades que dejaron de ser de barrio, porque ya no se puede jugar en ellas a causa de la “inseguridad”. No es lo mismo cuando los hogares familiares cuentan con un espacio al aire libre en el cual les chiques pueden correr y gritar sin joder a nadie, que el dos ambientes sin balcón.
Cuando Emi tenía tres años y jugando con mucho despliegue corporal se golpeaba muy fuerte, a veces no alcanzaba con el sana-sana y el besito en el lugar golpeado. Se enojaba conmigo, como si yo la hubiese empujado y a mí se me complicaba entender el porqué de ese enojo. Hasta que una vez -después de uno de esos golpazos- se me ocurrió decirle “disculpame porque te golpeaste”, y ella se calmó y siguió jugando.
Ahí entendí algo. Entendí que Emi todavía no podía admitir que el tropezón de su propio juego era el causante de su dolor, necesitaba que le adulte a cargo pudiera, justamente, hacerse “cargo” de la “culpa” de ser le causante. Y eso, durante las veces y el tiempo que hiciera falta hasta poder incorporarlo en su “sí-misma”. Incorporar lo que había venido de ella (aunque sin que mediase su voluntad, pero sí su accionar) que aún no resultaba reconocible como algo, en cierto sentido, propio.
Todo lo anterior no siempre es fácilmente distinguible de la violencia que implican estructuras como la familia nuclear de la modernidad en relación a, por ejemplo, el cuerpo del jugar y el cuerpo erógeno que se conforma con respecto a dicha familia (¿Cómo le vas a comprar a Danielito el vestido de Elsa de Frozen para que se disfrace en su cumple? ¿Qué me importa si él lo pidió?); el lugar de subalternidad supuesto a la mujer (todavía hoy y en las familias más progres, los tipos nos sentimos muy disminuidos si no tenemos laburo); el lugar de la monogamia que supone una idea de dependencia y exclusividad, que no se le propone ni a les hijes que comparten a su mamá con sus hermanes, o a le docente con les compañerites; el mandato de tenerles (a les hijes); la idea de que el trabajo es dignidad (siendo que los trabajadores tales como los conocemos se “produjeron” expropiándolos de sus tierras a fuego y sangre, tanto en Europa como en las colonias -y ni me estoy metiendo con la esclavitud-, por lo que solo les quedó vender su fuerza de trabajo) y podríamos seguir agregando importantes vectores a esta lista.
La violencia de estas estructuras sociales es anterior a que cada une de nosotres nazca y no es homologable al lenguaje, aunque no es sin él. Y aunque ambos nos preceden, es importante diferenciar que la temporalidad de dichas estructuras y la del lenguaje son bien distintas. Es decir, no es principalmente por el hecho de hablar que conformamos familias nucleares monógamas heterocentradas, que no existieron como tales hasta que la modernidad capitalista estuvo lo suficientemente desarrollada (y no nos caben dudas de que los griegos hablaban).
Entre ambos niveles -agresividad pulsional y violencia social interiorizada- hay interacciones. La segunda condiciona las posibilidades de despliegue y puesta en juego de la primera, que es uno de los principales elementos de conformación de la alteridad. Las situaciones clínicas llamadas “patologías narcisistas” -es decir, aquellas donde la distinción yo-no yo está especialmente dificultada- no rankean primeras en cantidad por casualidad.
Cuando se comienza diciendo «porque hay lenguaje…», como la causa lógico-estructural de lo “fenoménico” que después se pasará a analizar, se deja afuera mucho de lo que desarrollé hasta acá. Se dejan afuera las prácticas que nos subjetivan como sujetos de la familia patriarcal, nuclear, monogámica, cis-hetero-centrada y racializada. De la inclusión de las mismas se deriva un psicoanálisis muy distinto al hegemónico, en tanto y en cuanto es un psicoanálisis dispuesto a generar una mayor figurabilidad de todas estas variables históricas que nos conforman y afectan. Por empezar, dicha práctica tiene más chances de no patologizar, porque la compusión a figurar aquello por lo que somos tomades no encuentra una escucha que adjudica todo a la responsabilidad subjetiva psicologizante de lo social-histórico.
Esa escucha tiene por tarea -además de las que usualmente se le suponen- diferenciar estratos y proveniencias de cuestiones sociales en distintos grados de transformación e incorporación. No es lo mismo tener que pasar por distintas situaciones de violencia homofóbica por no esconder la propia sexualidad, que no pasarlas -si se es hetero-, porque la heterosexualidad es siempre presupuesta, por lo que no conlleva problemas mostrarla. Una escucha que homologa las dos situaciones antes descriptas en un universalizante “es la sexualidad la que es traumática”, naturaliza violencias.
Un tema central para un psicoanálisis distinto al hegemónico es que ya no podrá sostenerse en una idea de Edipo basada en la ley de prohibición del incesto a la levistró dónde las únicas que son “significantes” son las mujeres (y para ser intercambiadas). Tratar de arreglarla diciendo que tanto “hombre” como “mujer” son “significantes” pero sin revisar las bases antropológicas en que se apoya la teoría, la mantiene contradictoria y patologizante. Por ejemplo, no tiene lugar para las familias diversas, porque suelda cisheterosexualidad a un padre y una madre heterosexuales que son pareja (o se separan).
En palabras de la antropóloga Gayle Rubin: “El tabú del incesto presupone un tabú anterior, menos articulado, contra la homosexualidad. Una prohibición contra algunas uniones heterosexuales presupone la prohibición de todas las uniones no heterosexuales”. Es decir que el tabú del incesto no está compuesto únicamente por los distintos modos de producción de exogamia (y por ende, también de nuevas familias) sino también por la “prohibición” de todos los otros modos posibles de producirla (y, por ende, también está prohibida la conformación de familias con un modelo distinto al de la de origen).
Principalmente, es importante subrayar que aquello de lo que vengo hablando no puede quedar englobado en la idea de discurso, por lo que dicha revisión de las bases antropológicas es fundamental, pero insuficiente. Hace falta incluir prácticas que son históricas.
En psicoanálisis, según lo pienso, el problema no es el Edipo en tanto un modo posible de pensar el necesario quehacer con la terceridad y la alteridad. El problema es la versión monolítica del mismo, que no toma en cuenta otros modos de hacer diferentes, ni cómo lo histórico y lo cultural también conforman lo que entendemos por terceridad, por dominio, por agresividad y por violencia. El Edipo de Emi no es sin la participación de lo policial en el marco de un contexto que todo el tiempo le dice que no puede hacer lo que hacía pre-pandemia. Las prohibiciones no son las mismas, ni para el papá, ni para la nena. La versión lógico-estructural-lenguajera del Edipo diría que el de Emi no cambia significativamente si se da o no en pandemia. Sostengo lo contrario.
La modernidad capitalista y su consecuente patriarcado de alta intensidad tienen una larga historia de interiorización de la violencia, que toma parte en la conformación de instancias psíquicas que nos bombardean con mandatos. Dichos mandatos suelen tener la función de mantener interiorizado el circuito de dicha violencia, que a lo sumo se manifestará en lo familiar y/o en lo escolar, pero sin llegar a cuestionar lo establecido en lo social. La violencia social interiorizada queda superpuesta con lo que antes propuse como agresividad (ese algo con lo que todos contamos, que se superpone parcialmente, como decía, con el movimiento y aquello que llamamos vida, deseo, jugar) y es necesario poder distinguirlas. Distinguirlas conlleva un esfuerzo, pero confundirlas implica afirmar “goce” donde hay violencia social interiorizada.
Dicha violencia proviene de distintos órdenes y es posible acompañar-nos en un ir desandando su camino de interiorización individualizante (“las nenas buenas no pegan”) y de familiarización del dominio, también sexista (desde “a papá no hay que pegarle” hasta “hay que romperse el culo trabajando”, que conlleva un no dicho pero efectivo “aunque te paguen para el culo no hay que protestar, ya vendrán tiempos mejores”).
Decía, entonces, que si dicha violencia puede jugarse en agresión desinteriorizante y desfamiliarizante en su vuelta al campo social, sólo entonces lo psi y sus prácticas pueden no ser de control social. Lo lúdico como valor principal requiere de mucho tiempo cotidiano de vida usado sin finalidades productivas sostenidas a ultranza. Esto supone una crítica del trabajo regido por la lógica del valor del capital, que busca producir para producir más, no para crear nada (sobre todo si no es vendible u ofrece una ventaja para valorizarnos según parámetros hegemónicos). Entonces, ¿hay que romperse el culo trabajando o hay que luchar por que los trabajos no barran con la creatividad y el ocio, sino que en alguna medida los incluyan y además dejen tiempo para estos por fuera del tiempo asignado a lo laboral?
Emi hoy tiene cinco y no va a las marchas, ni participa de movidas que buscan condiciones más justas de distribución de la riqueza material y simbólica (sea por la tierra, por el trabajo y sus modos, por el reconocimiento de la dignidad humana de todas las personas). Sí va con nosotres a alguna marcha que se sabe segura -hasta ahora, al menos- como la del 24 de marzo, pero en lugar de ser criada en el miedo en el que fuimos criados les hijes de exiliades, espero que más adelante vayamos juntes, por un horizonte que haga de la vida algo que valga la pena de ser vivida.
*Trabajador de la salud / psicoanalista – pablotajman@gmail.com
Nota publicada originalmente en Notas Periodismo Popular.
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