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¿Qué esconde el Edipo?

Actualizado: 4 may 2023

El presente trabajo busca, a partir de la utilización y lectura de textos pioneros en estudios de género, poner en cuestionamiento cierta noción del mito del Edipo Freudiano, ubicando puntos ciegos y concepciones invisibilizadas que surgen a partir de contextualizar el tratamiento de una paciente de Freud.




El presente escrito es un intento de asumir la compleja tarea de permitir poner a prueba los cimientos del psicoanálisis, sobre todo a partir de la intertextualidad que surge al echar mano de diversas teorías y/o cuerpos teóricos actuales que permiten contextualizar y cuestionar diversos supuestos, poniendo en juego no sólo el contexto histórico en el cual se formaron, sino también la posibilidad de ser modificados, resignificados y/o desterrados para dar cuenta de los cuadros y vicisitudes clínicas y sociales que se hacen carne en la actualidad. En este sentido, propondré cuestionar supuestos implícitos que según considero pueden permitirnos agudizar la escucha y visibilizar como algunas de estas suposiciones operan y generan determinadas intervenciones y posicionamientos por parte del analista en su clínica.

Siendo evidente que tal empresa resulta de una complejidad que desborda las posibilidades de este artículo, propondré un recorrido basado en la articulación de dos textos: El tráfico de mujeres de Gayle Rubin, trabajo bisagra en el territorio de los estudios de género y en algunas clases del Seminario X de Lacan, quien para el psicoanálisis contemporáneo resulta una referencia ineludible. En esas clases del seminario X, Lacan nos adentrá en la lectura que hace respecto de uno de los casos abordados por Freud en su obra, caso conocido como “la Joven Homosexual”. Debo contar que lecturas de textos como el de Gayle Rubin, me han llevado a prestarle particular atención a dicho caso clínico y también a releerlo, pero esta vez en clave “crítica”, queriendo ubicar los puntos de encuentro entre los señalamientos de la autora, teniendo en cuenta por ejemplo la noción de falocentrismo y elementos útiles para advertir una posible mirada heteronormativa implícita en las afirmaciones y argumentaciones de Freud.

Asimismo. al realizar dicha relectura del seminario X, me surgieron otros cuestionamientos en relación a la posición que toma la joven homosexual, como “distinta a lo esperado” y sobre como eso se asociaba a argumentaciones derivadas de la teoría Freudiana del Edipo. Tal como señala la psicoanalista Agustina Toso: el sólo hecho de poner la lupa sobre la nominación del caso, que a diferencia de todos los demás historiales Freudianos en donde el autor nos presenta el un nombre ficticio para nombrar al paciente en cuestión (Paul, Dora, pequeño Hans, etc.), llama poderosamente la atención, aquí “la joven homosexual” no está siquiera referida o subjetivada con un nombre, sino que pasa a ser reconocida meramente por su “elección de objeto” de carácter homosexual. Que el significante que la define enteramente en el historial sea relativo a su elección de objeto sexual ya nos vislumbra de manera implícita vestigios de los andamiajes edípicos que Freud pone en juego a la hora de “escuchar” y “tratar” a esta paciente, es decir que tal elemento se convierte en centro de atracción para la conceptualización del caso y la dirección de la cura.

Avanzando con el historial, (con el texto de Rubin de fondo), es posible abrir nuevas preguntas en relación a la excesiva rigidización que pone en juego el mito edípico en relación a los roles y las expectativas que “deberían” ponerse de manifiesto en dicha joven. Para mostrar esto, podemos retomar las explicaciones que reitera Freud respecto a lo que llama una virilización de la paciente: que la única razón legitimada en la teoría por la cual la joven tomaría una “posición viril” (un tema aparte es pensar a que remite esta interpretación de las actitudes y conductas de la joven) sea una “anomalía” en su edipización. Tratando de allanar un poco esto y a riesgo de simplificar el asunto: el Edipo “normal” de la mujer, supondría que al carecer de “falo”, se produciría una suerte de trueque simbólico mediante la fantasía de obtener un hijo de su padre. Tal fantasía fijaría así un curso heterosexual de la sexualidad. Esto es, como mínimo, reduccionista, y debemos visibilizar cierto sesgo teórico que bien podría ser puesto en cuestionamiento.

El texto de Rubin exige que nos hagamos algunas preguntas al respecto: ¿Por qué se da por sobreentendido que debe ser el padre quien tenga y haga circular eso que en psicoanálisis se llama “el falo”, de modo que a la mujer solo le esté dada la posición pasiva de ser objeto intermediario (ya que solo lo alcanzaría teniendo un hijo a través de su cuerpo)? ¿Por qué una salida distinta de una “feminidad” estereotipada es igualada a una rebelión o un conflicto con el padre que incluso lo vuelve la “clave” del tratamiento? En este punto vale introducir un aspecto más al análisis que propongo: la joven parecía no conmoverse ante lo sucedido durante el tratamiento, como si las intervenciones de Freud no le llegaran, como si no hicieran mella.

Sobre esto, Freud argumenta una desarrollada referencia en la cual acentúa la ausencia del padre en el discurso de la paciente, así como también la implícita angustia inconsciente que debería padecer la paciente hacía la cólera del padre. Este nos dice, en el texto donde analiza dicho caso (Sobre la psicogénesis de un caso de homosexualidad femenina): “En la motivación colegida por el análisis, a él (el padre) le toca el principal papel. Esa misma importancia decisiva tuvo la relación con el padre también para la trayectoria y el desenlace del tratamiento analítico (…) El pretextado respeto hacia los progenitores, ocultaba la actitud de despecho y de venganza hacia el padre, actitud que la retenía en la homosexualidad. Asegurada tras esa cobertura, la resistencia entregaba un vasto ámbito a la exploración analítica”. Freud concluye su descripción con su inmejorable talento literario, aduciendo cierta analogía con “una dama de mundo que es llevada por un museo y mira a través de un monóculo unos objetos que le son por completo indiferentes”. Describe luego a la paciente como si estuviera en transe hipnótico en donde la resistencia a la cura, cual táctica rusa, se ha retirado hasta cierta trinchera límite de la cual será imposible franquear.

Habría diversas cuestiones para señalar y desgranar en dichas aseveraciones Freudianas. Como puntapié inicial, al leer esto detenidamente no puedo dejar de señalar como Freud justifica la ausencia del padre y de angustia hacía él en el discurso de la paciente como el factor clave que lo posiciona a este como la pieza principal de la cuestión. Esta “indiferencia” hacia el padre no sólo se torna en el eje central que “retiene” a la paciente en su homosexualidad, sino que también será la roca infranqueable de la transferencia, en donde la misma ausencia/venganza se jugará en la figura del analista (como una suerte de sustituto del padre). La homosexualidad queda asociada al desacato al hombre (padre/analista en este caso es indistinto), lugar al que será condenado Freud por el sólo hecho de ser un hombre de edad madura.

Es interesante pensar como de alguna manera Freud pasa a representar (lo quiera él o no), dentro del contexto de la época y a raíz de la demanda del padre (no aclaré aun que tal tratamiento fue encomendado por este y no por aquella), el agente de un dispositivo que busca como objetivo primordial el “enderezamiento” sexual o garante de la norma socialmente aceptada. Uno podría ubicar que el padre explícitamente acude al psicoanálisis como posible método de coerción moral, lo llamativo radica en la respuesta que da Freud a esta demanda. A mi entender es justamente Freud quien, preso de sus supuestos teóricos basales, no puede ir más allá de su propia teoría para cuestionarse que se está jugando en dicho análisis y en la transferencia. Digo más esto lo imposibilita de escuchar a la paciente, Freud “mete” al padre y la referencia masculina por doquier, haciéndolo siempre protagonista, incluso cuando este no está presente.

Una lectura alternativa puede concederse a partir de algunas nociones lacanianas. Por ejemplo, la lectura que yo hago me permite plantear que la ausencia de angustia por parte de la paciente ante la cólera del padre es un signo clínico importante que podría dar la pauta justamente de que, dicho en criollo, “no es por ahí”.

Sin embargo, Freud aquí, en algún punto identificado al padre de la paciente, parece empecinado en instaurar la norma edípica, no dando lugar a que surjan otras expresiones y/o versiones “extraoficiales”. Bien podría argumentarse que el que parece “hipnotizado” por introducir al padre en todo esto es justamente el padre del psicoanálisis, y podría decirse que Lacan algo de esto pesca. Siendo fiel justamente al padre del psicoanálisis (y de más está acentuar su genialidad, más allá de lo que se pueda criticarle en este escrito), si uno ha de echar mano de las herramientas que nos legó, bien podría tomar el ejemplo de la “dama de mundo” que nos presenta para pensar que nos está mostrando otra cosa. Si logramos atravesar el contenido machista en juego en el “ser llevada” (¿por qué una mujer debería ser llevada a un museo? Vemos que Freud no pudo producir un espacio en el que la joven haga propio el tratamiento, es decir deje de estar “llevada” y surja alguna razón para el análisis, la posición transferencial en la que se ubicó Freud obturó ese tratamiento, impidiendo que dejará de ser “a pedido de un tercero”.

Apoyándome en Giorgio Agamben y jugando con dicha escena, uno podría interpretar que Freud busca deleitar a la joven con lo sagrado de la teoría Freudiana, buscando impresionarla con las mejores piezas de museo psicoanalítico vistas a través del monóculo del Edipo, identificándose imaginariamente a la “cólera” del padre ante su desinterés e indiferencia por las normas y sus ganas de profanar lo moralmente instituido. A lo largo del tratamiento, Freud pareciera quedar preso del lugar de padre como dador del falo de su propia teoría, esperado que la joven lo reciba de manera pasiva y con gusto, intentando esclarecer su bronca invisibilizada hacia el padre, pudiendo luego salir del “retenimiento” de su homosexualidad y transitar una “normal” femineidad.

Para ir concluyendo, me permito plantear que una forma de que lxs analistas pongamos en juego “la castración”, es habilitándonos a advertir los límites de nuestras teorías para poder escuchar que está en juego en el discurso de lxs pacientes, evitando recurrir a la posición de siempre fieles. Siendo que ante situaciones clínicas que puedan incitarnos a la incomodidad, la clave siempre radica en poder preguntar, escuchar y sostener lo que le paciente dijese allí, sin la insistencia de la teoría delimitando (y tapando) la escucha. En este sentido, vienen a la mente las palabras de Eidelstein en relación a las diversas posibilidades que aparecen a la hora de diagnosticar un sujeto, en donde refiere que “el diagnóstico en psicoanálisis sólo será realizado a partir de un no saber, si se trata de diagnosticar al sujeto Lacaniano; si se intenta diagnosticar estructuras clínicas o modos de goce, etcétera, a partir del individuo, sólo se sostendría una acepción de “sujeto” equivalente a diferencias “subjetivas” respecto a una base conocida -no olvidemos que “diagnóstico” en su etimología significa aplicar un saber establecido- Habría enfermos y no enfermedades, como sucede en medicina”.



*Psicoanalista


Nota publicada originalmente en Notas Periodismo Popular.

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