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Resistiré. ¿Para seguir viviendo? Acerca de enfermar, consentir el dolor y no dar más.


En un mundo de ganadores es contracultural hablar de perder y no condimentarlo con ideas de resiliencia y resurrección.  En ese mundo, hay poco lugar para enfermar y no poder.

En este artículo, Laura María Martín indaga sobre la necesidad humana de hacer pausas, cortes, interrupciones y cambios de ritmo: “La continuidad es el infierno de los vivos”, nos dice.



por Laura M. Martín *



Cualquiera que trabaje como psicoanalista, cualquiera que viva, cualquiera que hable con personas que se dejan atravesar por la vida y la muerte, sabe que la existencia es una sucesión de pequeñas y grandes pérdidas. Como en cascada, estamos perdiendo todo el tiempo. Pero en un mundo de ganadores, en una cultura del aprovechamiento en donde la idea de oportunidad adopta- como una madre benévola- a cada experiencia de destrucción y dolor, hablar de perder, sin más, hablar de asistir a la desaparición de algo que amábamos y no condimentarlo con ideas de resiliencia y resurrección, es contracultural. 

No hablo de destruirnos junto con la cosa perdida, no hago apología de la muerte desde una posición dark y nihilista. El dolor sucede, lo defendamos o no. La vida duele porque las experiencias que vivimos nunca son iguales a la idea que nos hicimos de nosotros mismos, al guión que soñamos y nos relatamos una y otra vez con la esperanza de, que de suceder las cosas tal como las imaginamos, sentiríamos plenitud, gozo y salvación.

Del dolor no se salva nadie. Es democrático. Aunque es cierto, que si la cosa va a doler, quisiera que me encuentre con suficiente dinero y amor, o por lo menos con una vida material y afectiva que me sostenga. Porque, cuando nos duele, necesitamos puntos de apoyo, muchos más que cuando todo marcha sin choques, sin decepciones y sin enfermedades.

Cuando una persona está sufriendo- imaginemos un dolor físico que te deja postrado en la cama, que te hace extrañar como loco el cuerpo que funcionaba y del cual gozabas, que te hace temer hasta el temblor que ese cuerpo que te llevaba y te traía no vuelva nunca más, ahí- en ese momento, intentar convencerla de que “ya va a pasar” es inútil. ¿Acaso no tenemos todos alguna experiencia como esta, en la que alguien intentó darnos consuelo con esa frase, o en la que fuimos nosotros quienes sin saber qué decir aludimos a un futuro próximo de superación y alivio y lo único que generamos fue fastidio e incomprensión?

¿Por qué es tan difícil estar en el dolor? ¿Por qué es tan difícil estar con el doliente, darle la mano y respirar? Aventuro una respuesta: En general es difícil estar en donde se está. Somos máquinas de futuro, estamos llenos de pensamientos que como runners, huyen hacia adelante, o bien -como una máquina  rota -  hacia atrás o en detención. El pasado y el futuro son nuestras peores trampas, y además solo existen en nuestros pensamientos. Nadie puede ir al pasado, no existe de manera física. Y al futuro se va inexorablemente, pero si bien se va hacia él, no se puede estar en él.

Emmanuel Carrere, escribe magistralmente sobre esto en su anteúltima  novela “Yoga” (Editorial Anagrama, Barcelona, 2021). Cuenta experiencias deliciosas y desgarradoras, nos va enumerando técnicas sencillas y personalísimas para no dejarse dominar por los pensamientos: esa cadena de ideas inquietantes que si uno no logra observarlas con ajenidad, pueden hacernos creer que ellas son nuestro ser, nuestra esencia. Pero si se las mira como lo que son, ruido incesante y mortificante, puede que - no está garantizado-  ganemos en alegría. La alegría de estar vivo- de la cual se habla poco, y a la que tengo como horizonte en los procesos de análisis que acompaño- no es la felicidad. Tampoco es volverse un estúpido y no reconocer las dificultades, el dolor, las muertes. Todo lo contrario, se trata de reconocer esa sucesión de muertes que es una vida. Pensemos en nuestro cuerpo. Nada de aquel o aquella que fuimos al nacer queda. Cuando tenemos cuarenta años, tampoco queda nada de la piel de ese o esa adolescente que fuimos; sin embargo seguimos teniendo un cuerpo con el cual gozar.   

La literatura psicoanalítica abunda en escritos acerca del duelo, mencionándolo como un trabajo. Perder suele identificarse con un arduo esfuerzo. Pero cuando escuchamos a alguien que no consiente las pérdidas, sabemos que esa persona está haciendo un gasto energético mucho mayor que quien consiente perder. Cuesta mucho esfuerzo sostener estados de euforia renegatorios, y para ello solemos apoyarnos en consumos excesivos (hay una canción hermosa de The Verve llamada de “Drugs don´t work” que menciona justamente esto: no hay forma de escaparse del dolor, nada funciona, ni las drogas, así que mejor agachar la cabeza y entregarse a la experiencia). Además de los consumos problemáticos, las ideas mesiánicas o los dogmas religiosos también intentan evitarnos lo inevitable, con el costo de llevarse puesta nuestra alegría de vivir.

   Para perder hay que consentir ser un perdedor. No uso la palabra “perdedor” como se usa habitualmente para referirse a personas mediocres o moralmente dudosas, hablo de perdedores por estructura; porque eso somos los seres humanos, en tanto amamos y deseamos, estamos expuestos permanentemente a  perder nuestros objetos de amor y deseo. Por mencionar un ejemplo, puedo apoyarme en la experiencia de la maternidad y la paternidad. Las personas que se han convertido en madres o padres saben que tener un hijo al que se ama es una de las experiencias más dolorosas y alegres que puede atravesar alguien, porque a partir de ese nacimiento la idea de la pérdida del nacido es inaceptable.

Dolor y alegría conviven, son parte del mismo proceso, así como euforia y melancolía son también hermanas inseparables. Estas últimas formas de experimentar las pérdidas- me refiero a la euforia y la melancolía-, luchan, no consienten, no se entregan. En cambio el dolor y la alegría requieren de menos esfuerzo, incluso alivian. 

El dolor se alivia, justamente, cuando nos entregamos a sentirlo y permitimos que él deje en nosotros la huella que tenga que dejar.  El dolor pide blanduras, suavidades y tiempo. El dolor  no nos pide resistir para seguir viviendo. 

La enfermedad física- una de las formas del dolor- suele ser el foco de una narrativa acerca de la lucha, la resistencia, la fuerza y la potencia. Ahí cuando nada se yergue, cuando nada brilla, se alude a un sujeto luchador, un guerrero. “Saca al tigre que hay en tí”, nos enseñaba Kellog´s en las propagandas televisivas de los años noventa. 

La proliferación de enfermedades autoinmunes, inflamatorias, metabólicas y mentales; o sea no infecciosas, no es adjudicable a un fenómeno individual surgido exclusivamente de las características del individuo, como su genética, su suerte o su negligencia. Por lo tanto su curación tampoco es exclusivamente un asunto individual. Siendo vehemente, digo que el individuo no existe; las personas estamos todas coercionadas, condicionadas, inmersas en una trama que no siempre vemos. Una malla que todo lo atraviesa, que todo lo genera y moldea. Según cuán ciegos estemos en relación a esos determinantes tenemos mayor o menor posibilidad de operar sobre ellos. Los profesionales de la salud lo saben y en la consulta preguntan por el estrés. Todos los pacientes contestan que sí, que lo están o lo estuvieron. Sin embargo el tratamiento que los pacientes nos llevamos de las consultas no es un tratamiento para el estrés. Si la causa es el estrés y el tratamiento que se da es para el síntoma, el paradigma médico se encuentra atrapado en una división, una incoherencia, mordiéndose la cola a sí mismo, en un loop reverberante. Lo lógico sería que si enfermé por el estrés, al salir del consultorio me llevara un tratamiento para el mismo: un curso de meditación, sesiones de psicoterapia, sesiones de actividad física, un grupo de acompañamiento para modificar mi alimentación y una licencia para no trabajar por un tiempo (si es que el trabajo representa un estímulo estresante, como casi siempre sucede, o si es que mi dolencia me impide trabajar).  Está claro que eso sería carísimo para el sistema. En cambio, al salir de las consultas nos llevamos medicación para los síntomas: que agradecemos, porque sentir dolor, insomnio, tener resistencia a la insulina, presión alta, etc., son temas a atender con celeridad. Pero la etiología es pasada por alto, mirada de soslayo, como una ola que avanza y acerca de la cual se piensa que nada puede hacerse. Si te duele, si se te ulcera, si se te rompe, si se te tumora, si te desborda, si se te apaga: “Ya vas a estar bien”, “tenés que ser fuerte”, “ya va a pasar”. En conclusión: Resiste para seguir viviendo.  Qué imperativo enloquecedor, cuando justamente la vida es eso que se va perdiendo paso a paso, en el mejor de los casos cuando se la vive, se la goza, se la usa respetando lo más posible nuestro estilo personal, o como gustan decir algunos “moriré en mi ley”. 

Vivir en nuestra ley es entonces un buen horizonte, vivir en nuestra ley  mientras vamos perdiendo la vida. Pues la eternidad no es cosa humana.

Es una necesidad humana hacer pausas, cortes, interrupciones, cambios de ritmo. Como profesional de la salud he ofrecido infinidad de veces extender constancias para licencias laborales, he reflexionando con mis pacientes acerca de la necesidad de hacer una pausa para focalizarse en el autocuidado y luego retomar. La continuidad es el infierno de los vivos. 

En momentos de exigencias laborales atroces los profesionales de la salud tenemos mucho para decir y hacer. Tenemos mucho poder. Podemos ser grandes traccionadores en la dirección contraria. Podemos poner un palo en la boca del cocodrilo y usar todas nuestras herramientas para favorecer pausas, reposos, tiempo para el ocio creativo, tiempo para llorar en tu casa, tiempo para dormir unas horas más, tiempo para cocinarte una comida nutritiva. Tiempo. Y digo que los profesionales de la salud tenemos mucho poder en ese terreno, porque un trabajador no puede ir sin una constancia a dar su testimonio y pedir una pausa. Un trabajador no puede decir que le duelen las articulaciones, que siente ganas de llorar inexplicablemente, que está agotado o tiene migrañas. Necesita de nosotros, los profesionales de la salud para que escuchemos su testimonio y demos fe de él. 

Me parece importante que pensemos no tanto cuál es el tratamiento para equis cosa, sino, en términos generales, cómo nos curamos las personas. Por supuesto que tomando los medicamentos cuando son necesarios; y cuánto agradecemos que existan. Pero también “por supuesto”- tan “por supuesto”  que  como tomando las medicaciones- sostengo que nos curamos haciendo pausas, dejando de correr, durmiendo, tomando baños cálidos, mirando las hojas de los árboles flamear, oliendo el petricor en los días de lluvia, acariciando a nuestras mascotas y siendo escuchados. Nos curamos también, sabiendo que podemos enfermarnos, que la enfermedad no es el error, sino que es parte de la vida, es incluso efecto de cómo veníamos viviendo. Nos curamos comprendiendo esa trama que nos llevó a que algo deje de funcionar. Nos curamos cuando dejamos de creer que resistir para seguir viviendo es una frase interesante. 

Resistir entonces para seguir viviendo enfermo, parece ser, sin querer, sin malas intenciones, la propuesta. Es a ella, a esa propuesta a la que hay que resistir, en cada segundo, en cada momento. 

El filósofo español Santiago López Petit, en una entrevista que le realizó la revista Lobo Suelto, planteó que cualquiera que diga “no doy más” es un rebelde. Según él, quien expresa su situación de enfermo es quien no quiere doblegarse ni someterse. López Petit ubica a la enfermedad- cualquiera sea- como un modo de desconectarse. “Nos desconectamos porque no queremos estar metidos dentro de un movimiento continuo impulsado por esta máquina de matar despacio que es la sociedad”. Propone a la enfermedad como rebelión, y nos dice: “Hay en ella una extraña alegría”.   


*Laura María Martín, psicoanalista y poeta.

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